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– Elemterefiş kem gözlere şiş. Göz edenin gözüne kızgın şiş.

El plomo se solidificaba rápidamente en formas siempre distintas. Si había mal de ojo en las cercanías, se hacía un agujero en el plomo parecido a un ojo. Y hasta ahora Asya no recordaba ninguna ocasión en la que no se hubiera hecho.

Al final, aunque Asya había crecido viendo a la tía Banu leer posos de café y a Petite-Ma alejar el mal de ojo, había acabado por heredar el escéptico agnosticismo de su madre. Había decidido que todo se reducía a una cuestión de interpretación. Si buscabas unicornios púrpura, no tardarías en empezar a verlos por todas partes. De manera similar, si había alguna relación entre las «técnicas de adivinación» (fueran posos de café o plomo derretido) y el proceso de interpretación, esta no era más profunda que la que existe entre el desierto y la luna del desierto. Aunque esta última necesita al primero como escenario de fondo, sin duda posee una existencia autónoma propia. La luna del desierto existe sin el desierto. De la misma manera, lo que el ojo humano veía en un trozo de plomo gris no podía reducirse a la forma que adquiriera. Si se miraba con el tiempo y la devoción suficientes, se podía ver un unicornio púrpura.

A pesar de su persistente incredulidad, ahora que Petite-Ma recordaba su rutina, Asya no pensaba protestar. Su afecto por Petite-Ma era demasiado profundo para rechazar su oferta.

– Muy bien -dijo, encogiéndose de hombros. También estaba segura de que la anciana olvidaría el asunto en cuestión de minutos-. Después del desayuno puedes verter plomo por mí, como en los viejos tiempos.

En ese momento se abrió la puerta del cuarto de baño y apareció Armanoush, con aspecto de no haber dormido nada y el desaliento pintado en sus hermosos ojos. Aquella era una Armanoush muy distinta, apenas en contacto con el mundo que la rodeaba y de alguna manera más vieja. Caminaba despacio y con cautela.

– Sentimos mucho la pérdida de tu abuela -dijo la tía Zeliha tras un breve silencio-. Lo sentimos de corazón.

– Gracias -contestó Armanoush, evitando sus miradas.

Armanoush se sentó entre Asya y la tía Banu. Asya le sirvió un té mientras la tía Banu le ponía en el plato huevos, queso y mermelada casera de albaricoque. También le dieron el octavo simit, puesto que no habían perdido la costumbre de comprar ocho simit en la calle todos los domingos por la mañana.

Pero Armanoush miró la comida con indiferencia. Removió el té distraídamente unos segundos y luego se volvió hacia la tía Zeliha.

– ¿Puedo ir contigo al aeropuerto a recoger a mi madre?

– Claro, vamos juntas -contestó ella, antes de traducir para el resto de la familia.

– Yo también voy -terció la abuela Gülsüm.

– Vale, mamá, vamos todas.

– Yo también voy -saltó de pronto Asya.

– No, señorita, tú te quedas aquí -replicó con firmeza su madre-. Tú te quedas a que te viertan el plomo.

Asya se la quedó mirando como diciendo: «¿A qué demonios viene eso?». ¿Por qué la dejaban fuera? Si había un poco de democracia y libertad de expresión en aquella casa, era siempre para los demás. Cuando se trataba de asuntos que la concernían, el régimen doméstico se metamorfoseaba al instante en pura dictadura. Asya suspiró con una expresión rayana en la desesperación. Luego, sin saber por qué pero animada por el súbito impulso de echarse pimienta en la comida, cogió el pimentero de cerámica. Una fugaz incertidumbre asomó a su rostro al dejar la fea muñeca de nieve y coger el feo muñeco de nieve, y a continuación se echó demasiada sal en lo que quedaba de sus huevos revueltos.

Asya se mantuvo distante y reservada el resto del desayuno. Al cabo de un rato la tía Banu se levantó mirándola de reojo, y preguntó con la voz cargada de compasión:

– ¿Por qué no nos vamos las dos de compras, cariño? Salimos después de desayunar y podemos volver en dos horas. ¡Lo pasaremos bien! Pero primero… -la tía Banu se animó a mitad de la frase-, ven a la cocina a ayudarme a preparar la ashura.

Asya asintió, cediendo. «¿Qué demonios? -se dijo-. ¿Qué demonios…?»

La cocina olía como un restaurante popular en un agitado fin de semana, pero el penetrante aroma de la canela se imponía a todos los demás. Asya cogió un cazo y se puso a repartir la ashura de una enorme cazuela en pequeños cuencos de cristal, un cazo y medio en cada uno. Se preguntó por qué la tía Zeliha no quería llevarla al aeropuerto. Desde luego en el coche había sitio. Se le pasó por la cabeza que tal vez intentaba apartarla de los visitantes. Había advertido que a su madre no le entusiasmaba precisamente la idea de que Mustafa volviera después de veinte años.

– ¿Puedo ayudarte?

Al volverse se encontró con Armanoush, que la miraba.

– Claro, ¿por qué no? Gracias. -Asya le dio un bol de almendras fileteadas-. ¿Quieres echar un poco en cada cuenco?

Durante diez minutos trabajaron, intercambiando breves y tristes comentarios sobre la abuela Shushan.

– Vine a Estambul porque pensé que si venía sola a la ciudad de mi abuela, entendería mejor mi herencia familiar y mi lugar en la vida. Supongo que quería conocer a los turcos para entender mejor lo que significa ser armenia. Con este viaje intentaba conectar con el pasado de mi abuela. Le iba a decir que había buscado su casa… y ahora está muerta. -Armanoush se echó a llorar-. Ni siquiera he podido verla por última vez.

Asya le dio un abrazo, aunque algo torpe puesto que no estaba acostumbrada a mostrar amor o compasión.

– Lo siento mucho -dijo-. Antes de que te vayas podemos ir a buscar otros recuerdos del pasado de tu abuela. Podemos volver al sitio aquel y hablar con la gente, a ver si averiguamos algo.

Armanoush negó con la cabeza.

– Te lo agradezco, pero la verdad es que en cuanto esté aquí mi madre va a ser muy difícil ir solas a ningún sitio. Es sobreprotectora en extremo.

Guardaron silencio al oír unos pasos. Era la tía Banu, que venía a ver cómo les iba y se quedó un rato viéndolas decorar los postres.

– ¿Conoce Armanoush la historia de la ashura? -preguntó sonriendo. No era tanto una pregunta como la introducción a un tema.

Y mientras las chicas seguían trabajando, abriendo granadas, espolvoreando canela y almendras fileteadas sobre las decenas de cuencos de ashura dispuestos sobre la encimera, la tía Banu comenzó:

– Pues resulta que una vez, en una tierra no muy lejana, corrían muy malos tiempos y los hombres se entregaban a las malas costumbres. Después de observar su maldad durante un tiempo, Alá por fin envió un mensajero para que los corrigiera y les diera la oportunidad de arrepentirse. Era Noé. Pero cuando Noé abrió la boca para predicar la verdad, nadie le hizo caso y le interrumpieron con maldiciones. Le llamaron de todo: loco, lunático, errático…

Asya miró divertida a su tía, sabiendo cómo pincharla:

– Pero lo que más le destrozó fue la traición de su mujer, ¿verdad, tía? Que se unió a las filas de los paganos, ¿no es así?

– Pues sí, así es, ¡esa víbora! -replicó la tía Banu, indecisa entre narrar una historia religiosa como es debido o aderezarla con comentarios propios-. Noé intentó por todos los medios convencer a su mujer y a su pueblo durante ochocientos años… Y no me preguntéis por qué le llevó tanto tiempo, porque el tiempo es una gota de agua en el mar y una gota no se puede comparar con otra para ver cuál es mayor. En fin, el caso es que Noé se pasó ochocientos años predicando a su pueblo, intentando llevarlo por el camino recto. Hasta que un día Dios le mandó al ángel Gabriel. Y el ángel le dijo que hiciera un barco y llevara a una pareja de cada especie…

Asya, que traducía una historia que no necesitaba traducción, bajó un poco la voz, porque aquella era la parte que menos le gustaba.

– Al final en el arca de Noé había gente buena de todos los credos -prosiguió la tía Banu-. Estaban David y Moisés, Salomón, Jesús y Mahoma, que la paz sea con él. Embarcaron y se pusieron a esperar.

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