– Si aquí te están oprimiendo, siempre puedes ir a América. Allí hay muchas comunidades armenias que estarían más que dispuestas a ayudarte a ti y a tu familia.
Esta vez Aram no se rió. Esbozó una sonrisa cálida pero un poco cansada.
– ¿Y por qué iba a irme, querida Armanoush? Esta es mi ciudad. Yo nací y me crié en Estambul. Mi familia lleva en Estambul al menos quinientos años. Los armenios estambulíes pertenecen a Estambul, como los turcos, kurdos, griegos y judíos estambulíes. Primero conseguimos vivir juntos, luego fracasamos estrepitosamente. No podemos fallar otra vez.
En ese momento volvió a aparecer el camarero, ahora llevaba calamares fritos, mejillones fritos y hojaldres fritos.
– Conozco cada calle de esta ciudad -prosiguió Aram, tomando otro sorbo de raki-. Y me encanta pasear por la mañana, por la tarde, y luego por la noche, algo alegre tras un par de copas… Me encanta desayunar con mis amigos junto al Bósforo los domingos, me encanta andar solo entre la multitud, estoy enamorado de la caótica belleza de esta ciudad, los transbordadores, la música, las historias, la tristeza, los colores y el humor negro…
Se produjo un violento silencio mientras ambos contemplaban desde la distancia la posición del otro y se daban cuenta de que entre ellos quizá había algo más que la distancia geográfica. Aram sospechaba que Armanoush estaba demasiado americanizada, ella imaginó que él era demasiado turco. El cáustico abismo entre los hijos de quienes habían logrado quedarse y los de quienes tuvieron que marchar.
– Mira, los armenios en la diáspora no tienen amigos turcos. Solo conocen a los turcos a través de las historias que contaban sus abuelos o que se cuentan unos a otros. Y son historias terriblemente tristes. Pero créeme, en Turquía, igual que en cualquier país, hay gente buena y gente mala. Es así de sencillo. Me siento más cerca de algunos amigos turcos que de mi propio hermano. Y luego está, por supuesto -alzó la copa y señaló a la tía Zeliha-, mi loco amor…
La tía Zeliha debió de advertir que mencionaba su nombre, porque le guiñó el ojo, levantó la copa de raki y brindó:
– Şerefe!
Todos la imitaron e hicieron chocar las copas repitiendo: «Şerefe!». Esta palabra, como pronto se puso de manifiesto, era una especie de mantra que se repetía cada diez o quince minutos. Una hora y siete Şerefes más tarde, a Armanoush le brillaban los ojos por el alcohol. Observó divertida a un camarero albino que servía los platos calientes: lubina a la plancha en un lecho de pimientos verdes, bagre marinado con albahaca acompañado con crema de espinacas, salmón a la parrilla con verduras y langostinos con salsa de ajo picante.
Armanoush se volvió hacia Aram con una risita ebria.
– Oye, tú también tendrás tatuajes, ¿no? Seguro que la tía Zeliha te habrá hecho alguno.
– Qué va -contestó Aram tras el velo de humo que se alzaba de su puro-. No me deja tatuarme.
– Sí -corroboró Asya-. No le deja.
– ¿Ah, no? -se sorprendió Armanoush, volviéndose hacia la tía Zeliha-. Yo creía que te gustaban los tatuajes.
– Y me gustan. No me opongo a que se haga un tatuaje, sino al dibujo que quiere hacerse.
Aram sonrió.
– El tatuaje que me gustaría es una higuera preciosa, pero cabeza abajo. Mi higuera tiene todas las raíces al aire, o sea, que en lugar de enraizar en la tierra, está enraizada en el cielo. Está fuera de lugar, aunque no sin lugar.
Se quedaron callados unos segundos, mirando la oscilante llama de la vela que había en la mesa.
– Es que la higuera… -comenzó por fin la tía Zeliha, encendiendo el último cigarrillo del paquete y echando el humo sin darse cuenta hacia Asya-. La higuera es un símbolo de mal agüero. No trae buena suerte. Me parece muy bien que Aram quiera tener las raíces en el aire, pero lo que no me gusta es la higuera. Si quisiera un cerezo, por ejemplo, o un roble, aunque fuera cabeza abajo, se lo tatuaría ahora mismo.
En ese momento cuatro músicos gitanos, todos con sedosas camisas blancas y pantalones negros, entraron en la taberna con sus instrumentos: un ud, un clarinete, un kanun y una darbuka. Se produjo una animación general entre los clientes que, hartos de comer y beber, estaban más que dispuestos a cantar.
Cuando los músicos se pusieron a su lado, Armanoush sintió una punzada de timidez, pero se tranquilizó al ver que no la obligaban a cantar. Resultó que a Asya tampoco se le daba muy bien el canto. En cambio, escucharon a la tía Zeliha acompañar a los músicos con una dulce voz de contralto, una voz que no se parecía en nada a su habitual voz ronca de fumadora. Asya miró a su madre con expresión inquisitiva.
Cuando el líder del grupo preguntó si querían pedir alguna canción en especial, la tía Zeliha le dio un codazo a Aram y exclamó insinuante:
– Venga, pide una canción. ¡Canta, mi ruiseñor!
Aram se sonrojó, pero se inclinó, tosió y susurró algo al oído del músico. En cuanto la banda atacó la melodía propuesta, Aram empezó a cantar, para sorpresa de Armanoush, no en turco ni en inglés, sino en armenio.
Todas las mañanas al amanecer
le digo a mi amor:
¿adónde vas?
La canción fluía lentamente, triste, mientras el tempo se animaba con la acusada subida del clarinete y la incontenible darbuka de fondo. La voz de Aram se alzaba y caía en suaves olas, al principio algo tímida, luego cada vez más firme.
Ella es la cadena de oro
de mis recuerdos,
ella es el camino
de la historia de mi vida.
Armanoush contenía el aliento. No entendía toda la letra, pero sentía la pena en lo más hondo de su corazón. Cuando levantó la cabeza le intrigó la expresión de la tía Zeliha. Su mirada contenía el miedo a la felicidad que solo puede sentir quien de pronto, inesperadamente, descubre que está muy enamorado.
Cuando se acabó la canción y los músicos se fueron a otra mesa, Armanoush pensó que la tía Zeliha le daría un beso a Aram. Pero se limitó a apretar cariñosamente la mano de Asya, como reconociendo que su amor por un hombre le había permitido entender mejor el amor por su hija.
– Cariño -murmuró, con cierto tono de angustia en la voz. No obstante, si pensaba decirle algo más a su hija, se apresuró a contener el impulso. Lo que hizo fue sacar otro paquete de tabaco y ofrecerle un cigarrillo.
Pero a Asya, más que este gesto, le sorprendió ver que su madre tenía sentimientos tan a flor de piel. Encendió su cigarrillo y luego el de la tía Zeliha. Y mientras el humo se enroscaba poco a poco entre ellas, madre e hija se sonrieron con cierta timidez. Bajo aquella luz guardaban un sorprendente parecido, dos rostros moldeados por un pasado que una ignoraba por completo y la otra prefería no recordar.
Fue en aquel preciso instante cuando Armanoush sintió el pulso de la ciudad por primera vez desde que había llegado a Estambul. De pronto entendió por qué y cómo la gente se enamoraba de Estambul, a pesar del sufrimiento que pudiera causarles. No sería fácil desenamorarse de una ciudad tan dolorosamente hermosa.
Y con esta certeza alzó la copa en un brindis:
– Şerefe!