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– Vale la pena luchar por algunas cosas -replicó Quaid.

– Entonces, hágalo fuera. Al dueño le gustan los muebles en buen estado.

La risa de Melina había cesado bruscamente, y su rostro expresaba impresión. Sus ojos se clavaron en los del minero al otro lado de la mesa, luego volvieron a posarse en Quaid. Tomó una decisión. Se levantó de las rodillas de Tony y se contoneó hacia la barra. Quaid permaneció de pie, esperando lo que pudiera suceder. Sabía ya que había establecido un contacto inestimable, pero, ¿de qué naturaleza? Esta mujer se asemejaba a la muchacha del sueño sólo exteriormente. Había poca dignidad en la seductora y barata sonrisa que le dirigió mientras cruzaba la estancia.

– Vaya, si es la erección humana -dijo Melina. Le dio un beso húmedo y empalagoso. Luego se pegó a él, palpando sus músculos debajo de la camisa-. Veo que aún abultas. -Bajó la vista-. Oooh. ¿Con qué la has alimentado?

Él se dio cuenta de que estaban en un lugar público, mientras que todo lo que había entre ellos era algo privado. No podían hablar de nada aquí…, si es que había algo de lo que hablar. Le siguió el juego.

– Con rubias.

Literalmente cierto; Lori era rubia.

– Creo que todavía está hambrienta. -Tiró de él hacia las escaleras. Cuando pasaron al lado de la mesa de los mineros, Tony adelantó una pierna para bloquear su camino.

– ¿Adonde crees que vas? -preguntó.

– Relájate, Tony -dijo Melina-. Quedará más que suficiente para ti.

Tony no quedó satisfecho. Cogió el brazo de Melina y la sentó sobre sus rodillas.

– ¡Yo estaba primero! -Se volvió hacia Quaid-. Coge número, amigo.

Quaid aferró la muñeca de Tony y se inclinó sobre él.

– Esto no es una panadería.

Tony parecía dispuesto a discutirlo.

– George -dijo Melina, con exasperación-. Métele algo de buen sentido en la cabeza a este mono. -El minero al otro lado de la mesa se echó hacia atrás en su silla. Parecía relajado y confiado en sí mismo.

– ¿Tienes que ir a alguna parte? -dijo razonablemente-. Dale a ese tipo una oportunidad.

Reluctante, Tony soltó el brazo de Melina. Entonces Quaid dejó de sujetarle la muñeca.

– Que te jodan -dijo Tony hoscamente.

Melina se puso de pie y continuó en dirección a las escaleras. Quaid la siguió, manteniendo un ojo alerta en Tony y el resto de la sala. Si aparecían algunos agentes… Perdió el tren de sus pensamientos cuando miró sorprendido a la mujer que bajaba las escaleras.

Era una enana. Su cabeza no llegaba más allá de la cintura de Quaid, e iba vestida tan sólo con un rígido corsé. Miró a Quaid con interés.

– Thumbelina, querida -dijo Melina-. Ocúpate de Tony, ¿quieres? Tiene hormigas en los pantalones.

La enana asintió, pero mantuvo los ojos fijos en los pectorales de Quaid.

– Si necesitas alguna ayuda, grita -dijo, con una sonrisa sugerente.

En el pasillo de arriba, Melina volvió la cabeza y le miró. Su gesto seductor prometía que le esperaba un rato estupendo. Abrió una de las puertas que flanqueaban el pasillo y le dejó entrar primero en la habitación.

Con cuidado, cerró la puerta tras ella, se volvió hacia Quaid…, y le abofeteó.

– ¡Bastardo! -exclamó-. ¡Estás vivo! ¡Pensé que Cohaagen te había torturado hasta matarte!

– Perdón -dijo Quaid, cogido por sorpresa.

El tono de su voz y su porte eran ahora distintos. La puta barata se había desvanecido apenas cerrar la puerta. De repente, tenía delante a una persona inteligente y motivada que, incluso en su cólera, mantenía una cierta dignidad. Quaid no supo qué sacar en limpio de este súbito cambio de actitud.

– ¡¿No pudiste coger un maldito teléfono?! ¿Nunca te preguntaste si yo estaba bien? ¿Ni siquiera sentiste la más mínima curiosidad?

Quaid no sabía qué decir. Le gustaba esta mujer mil veces más que la del bar; pero no la entendía ni un ápice mejor que a la otra. Simplemente se la quedó mirando con aire inocente.

La ira de Melina parecía haberse aplacado. Ya había soltado toda la presión. Le observó, y su expresión volvió a cambiar a un estado de ánimo más opaco.

De repente le rodeó con los brazos. Le besó apasionadamente. Quaid seguía perplejo, demasiado sorprendido como para cooperar adecuadamente.

– Oh, Hauser…, ¡gracias a Dios que estás vivo! -exclamó. ¡Así que le conocía! ¿De qué otro modo podía saber ese nombre? Hizo un poco entusiasta esfuerzo por liberarse de su abrazo. No había venido para esto, aunque la deseaba.

– Melina… Melina… -¿Era éste realmente su nombre? Parecía encajar, pero sus recuerdos no lo centraban. Con el corazón latiéndole aceleradamente, reunió todas sus fuerzas para apartarla-. ¡Melina!

Ella se detuvo, encendida y jadeante.

– ¿Qué?

– Hay algo que tengo que decirte…

Ella aguardó, curiosa. Quaid siguió con dificultad:

– No te recuerdo. -Eso era una simplificación del asunto; pero, de momento, tendría que bastar. La imagen soñada era sólo eso: una imagen sin ninguna sustancia. No conocía para nada a esta mujer, del mismo modo que desconocía a Hauser. ¿Había estado realmente en la superficie desnuda de Marte con ella, explorando la Mina Pirámide?

La respiración de Melina había vuelto a la normalidad. Pareció confundida.

– ¿Qué quieres decir?

– Que no te recuerdo a ti. No nos recuerdo a nosotros. Ni siquiera me recuerdo a mí.

Melina dejó escapar una seca risa, sin creer realmente lo que oía.

– ¿Qué ocurre, has sufrido amnesia repentina? -dijo-. ¿Cómo llegaste hasta aquí?

Ahora podían ir al fondo del asunto.

– Hauser me dejó una nota.

Evidentemente, Melina no lo tomaba en absoluto en serio.

– ¿Hauser? Tú eres Hauser.

– Ya no. Ahora soy Quaid. Douglas Quaid.

Una sonrisa se extendió por el rostro de Melina.

– ¡Hauser, has perdido la cabeza!

– No la perdí. Cohaagen la robó. Descubrió que Hauser había cambiado de bando, de modo que le convirtió en alguien distinto. -Quaid se encogió de hombros-. Yo.

Melina le miró con suspicacia.

– Todo esto es demasiado extraño.

– Luego me llevó a la Tierra -siguió Quaid-, con una esposa, y un trabajo miserable, y…

– ¿Has dicho esposa? -Sus ojos llamearon-. ¿Estás jodidamente casado?

Quaid se dio cuenta de que había cometido un desliz y retrocedió rápidamente sobre sus propias huellas.

– En realidad no era mi esposa -dijo, sin convicción.

– Oh, estúpida de mí. -El sarcasmo rezumó en su voz-. Ella era la esposa de Hauser.

– Mira -dijo rápidamente Quaid-, olvidemos lo que he dicho acerca de la esposa.

– ¡No! -Melina estaba furiosa-. ¡Olvidémoslo todo! ¡He terminado contigo! ¡Ya estoy harta de tus mentiras!

– ¿Por qué debería mentirte? -Estaba exasperado. Se hallaba tan cerca de llenar los espacios vacíos en su memoria, y parecía como si no hubiera forma de llegar nunca más cerca de ello.

La voz de Melina se volvió helada.

– Porque aún trabajas para Cohaagen.

– No seas ridícula -dijo él secamente. Fue un error. Ella prácticamente le escupió a la cara.

– ¡Nunca me amaste, Hauser! Me usaste sólo para entrar.

– ¡Para entrar dónde?

Ahora ella se mostró aún más suspicaz.

– Creo que será mejor que te marches. -Saltó de la cama.

Eso era lo último que él deseaba hacer, y no sólo por el atractivo sexual de ella.

– Melina, Hauser me necesita para que haga algo. -Se señaló la cabeza-. Me comunicó que aquí tengo lo suficiente como para acabar con Cohaagen.

– ¡No servirá! -restalló ella-. En esta ocasión no me lo tragaré.

– Ayúdame a recordar -pidió, poniéndose de pie.

Avanzó un paso, y ella retrocedió.

– ¡Te he dicho que te largaras!

– Melina -rogó-. ¡Hay gente que intenta matarme!

Ella se agachó para coger algo de debajo del colchón. Quaid se halló mirando el cañón de la enorme pistola automática que ella había sacado con rapidez.

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