Richter adoptó su sonrisa más encantadora, tan hipócrita como la del mismo Cohaagen.
– Gracias, señorita -dijo-. Quizá lleguemos a vernos un poco más.
La sonrisa de ella quedó congelada, como si acabara de descubrir una tarántula en su bolso.
– Lo dudo, señor -repuso, y se retiró rápidamente.
¡Maldición!
La mujer gorda cerró a toda velocidad la puerta y bajó la persiana de la mirilla.
– ¿Dónde está mi cabina? -preguntó, aunque no había nadie más con ella.
Alzó los brazos, se cogió de las orejas y tiró. Mientras realizaba este esfuerzo, la cara se abrió por la mitad. La piel se deslizó a ambos lados de la nariz, llevándose las mejillas gordas y la papada.
Debajo había el rostro de un hombre. Era Douglas Quaid.
Terminó de quitarse por completo la cara artificial. Hasta el mismo pelo era falso, al igual que los pequeños pendientes. A medida que se la quitaba volvió a cerrarse, retomando su aspecto original, aunque un poco más desinflada. Este regalo de Hauser le había sido de mucha utilidad, al igual que el enorme vestido y los zapatos de goma.
– ¿Dónde está mi cabina? -preguntó la cara con voz quejumbrosa-. ¿Dónde está mi cabina?
La sostuvo en las manos y le clavó un dedo; sin embargo, siguió hablando.
– ¿Dónde está mi cabina?
Irritado, aplastó la cara contra la pared. Guardó silencio.
Se relajó. Entonces, después de un latido, la cara habló de nuevo.
– Gracias.
Tuvo que sonreír. Por lo menos, la máscara había cumplido su cometido y engañó a los matones.
No se molestó en quitarse el vestido o las capas de plástico rellenas con gomaespuma que redondeaban su recio cuerpo convirtiéndolo a las monstruosas proporciones de la mujer gorda. Se sentía completamente cómodo en él y, además, no deseaba ser sorprendido a bordo sin su disfraz. Había decidido ya pasar todo el viaje en éstasis, y volvería a colocarse la máscara después del despegue. No tenía ningún sentido correr riesgos innecesarios.
Mientras se reclinaba en su cápsula, contempló el más notable de los rasgos del disfraz que Hauser le había proporcionado. El calzado de caucho estaba cubierto por delgados y flexibles hologramas que daban la ilusión de que llevaba recios tacones altos, aunque dentro sus zapatos eran completamente planos. Ello creaba el efecto de quitarle unos ocho centímetros de estatura, ya que la gente lo justificaba por los tacones. Aun así, seguía teniendo una imponente figura de mujer, aunque no exagerada. De todos modos, debía de tener mucho cuidado de no permitir que se le vieran jamás las rodillas, ya que parecería que tenía las pantorrillas más cortas. Sin embargo, no tenía mucho de que preocuparse al respecto; su traje le llegaba casi a los tobillos, ocultando muy efectivamente sus piernas.
Todavía ocultaba más con el disfraz. Comprendiendo que le haría falta una pistola, pero que, tras no poder pasarla por un control de metro, aún tenía menos posibilidades en una nave espacial, había comprado en un puesto del mercado negro una especial. Toda su estructura era de plástico y de otros materiales no metálicos, con lo que se garantizaba que no activaría ninguna alarma. El plástico podía hacerse tan duro como el metal, como bien lo demostraban las balas, que empleaban detonadores de plástico para la explosión. Estas pistolas llevaban décadas prohibidas; no obstante, se podían obtener fácilmente…, si se pagaba su precio. La que llevaba aún era más sofisticada: se podía desmontar en diversas partes que se camuflaban a la perfección. Los botones del vestido de la mujer gorda, las fantasías de sus zapatos, las peinetas en su cabello…, todo cumplía otro objetivo, de manera que ni siquiera una inspección física delataría su verdadera naturaleza. Requeriría tiempo volver a montar la pistola, pero le salvaría la vida. ¡Siempre que no la necesitara mientras estuviera disfrazado!
En realidad, ahora que ya había pasado el control de embarque, podía montar la pistola y guardarla a mano en su bolso. Luego, cuando llegaran a Marte, la desmontaría en unas pocas piezas más grandes y las escondería en su cartera y en el espacio libre en los zapatos de goma. Marte no disponía de los sofisticados rayos X de la Tierra; dependía de la inspección física rutinaria que, según tenía entendido, era superficial. De modo que conseguiría pasarla de contrabando y montarla rápidamente poco después. Debería arreglar su ropa para mantenerla sujeta sin algunos de sus botones; sin embargo, ya se sabía que las mujeres cambiaban continuamente de vestido. No habría ningún problema, siempre y cuando no se topara con ningún tornado. Y no existían muchas probabilidades para que eso ocurriera en la atmósfera casi sin aire de Marte.
El rugido de los motores aumentó de volumen. La nave se sacudió violentamente. ¡Tenías suerte si estos armatostes no se desarmaban durante el despegue! Se sujetó rápidamente a la litera mientras la nave alzaba el vuelo.
Se echó hacia atrás y se relajó. Era la única manera de tratar con la aceleración. Ahora dispondría de tiempo para ordenar los recuerdos que, lentamente, empezaba a recuperar, ayudado por todo lo que había descubierto la noche anterior. Así que él era Hauser, un agente que poseía una conciencia y que se había pasado al bando contrario. Le gustaba eso. Ya había vivido en carne propia los suficientes métodos empleados por la Agencia como para saber que no deseaba que le asociaran con ella. Pero, ¿cuál era el secreto que conocía que le convertía en un peligro para ellos? Seguía siendo un enigma. ¿Por qué se habían tomado tantas molestias para mantenerle vivo y con buena salud, a pesar del hecho de que debían dedicarle un equipo entero para vigilarle y tenerle en la ignorancia? ¡Tenían que buscarle por algo!
No obstante, también eso seguía siendo un enigma.
Por lo menos se hallaba camino de Marte, donde esperaba encontrar las respuestas que buscaba. En Marte, donde estaba la mujer de sus sueños. Ahora tenía la certeza de que existía. Soñó con ella porque la recordaba, a un nivel anulado por el implante que le había convertido en Quaid. De alguna forma, parte de ese recuerdo logró filtrarse a través de su cerebro, haciendo que creciera en su interior el deseo de retornar a Marte y a la imagen de la mujer. Si conseguía encontrarla, descubriría el resto de su pasado.
Pero, primero, tendría que enfrentarse con Cohaagen. Hauser así se lo comunicó, e intuía que era verdad. No se le permitiría que siguiera vivo si Cohaagen y sus mortíferos lacayos permanecían en libertad.
La aceleración le echó hacia atrás, haciendo que le resultara dificultosa la respiración. Descubrió que pensaba en tres cosas: aplastar a Cohaagen, amar a la mujer de Marte, y algo más de un significado abrumador. No obstante, no tenía claro qué era. Todavía no.
Se concentró en eso último, con la certeza de que ahí radicaba la clave de todo. Se trataba…, se trataba de lo que estaba buscando cuando le acompañaba la mujer, en el momento en que cayó en el agujero. Se encontraba allí, bajo el suelo de Marte. Pero, ¿qué era? Su aspecto físico sólo formaba una parte de su esencia. Había tanto más…
Perdió el hilo del pensamiento. De momento, lo dejó pasar y echó a un lado la cortina para mirar por la mirilla. Se imaginó a sí mismo convertido en un fantasma, en un holograma, que salía volando por la ventanilla y al exterior de la nave y daba la vuelta para contemplar la llameante y ruidosa descarga de combustible de los motores. Se concentró en ello, hasta que todo su mundo se volvió rojo. Si tan sólo pudiera incinerar los restos de su existencia falsa y recuperar su verdadera identidad, descubriendo qué era lo que latía en lo más profundo de su cerebro, algo tan importante como para cambiar el destino de un mundo…