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– Y ve con cuidado -aconsejó Hauser desde la pantalla-. También es mi cabeza.

¡No me digas! Con precaución, Quaid se sentó y continuó con el procedimiento. La serpiente de metal sí que poseía un sistema autónomo de guía; parecía saber hacia dónde iba. Lo único que le hacía falta era que la empujaran. ¡Maldición, odiaba esto!

Richter y sus hombres se desplegaron por el interior de la cavernosa fábrica e iniciaron la búsqueda. Empleaban linternas pequeñas pero potentes. Avanzaban en silencio; no obstante, las ratas y las palomas se apartaban rápidamente de su camino. Richter esperaba que eso no alertara a su presa; quería coger al hombre por sorpresa. Una de las razones era que así existía la posibilidad de que se salvaran algunas vidas. Tenía que reconocer su eficacia: un hombre que ni siquiera conocía su propia identidad se había cargado a ocho agentes en un solo día. ¡Hablaba bien en favor del entrenamiento que proporcionaba la Agencia! ¡Era una pena que no pudieran permitirse adiestrar a todo el mundo de esa forma!

Con una mueca espantosa, Quaid siguió empujando más adentro el instrumento. Recorrió la última distancia dolorosa que le quedaba. Entonces, activó el brazo metálico.

Escuchó el crujir del cartílago al romperse y olvidó el dolor. Éste se vio reemplazado por una agonía incandescente. Quaid se echó hacia atrás, terriblemente mareado. ¿Habría sido peor la sensación de una bala? ¡En cualquier caso, habría sido más rápida!

– Cuando oigas el crujido, ya habrá llegado a su destino -le alentó Hauser.

¡Vaya, gracias por comunicármelo, doctor! Quaid se apoyó contra la pared y descansó; aún tenía el tentáculo alienígena en el interior de su nariz. Percibió que la sangre goteaba por alguna parte de la cavidad sinovial, como un mar encrespado que penetrara en cuevas calizas. ¡Oooooh, qué dolor! Sentía la nariz tan hinchada que sus ojos debían haber sido empujados hacia los lados de su rostro, como los de un sapo.

Mientras tanto, Hauser seguía hablando.

– Bien, éste es el plan. Dirígete a Marte y toma una habitación en el Hilton. Muestra la tarjeta de identidad de Brubaker. -Apareció una breve toma de la identificación falsa que había en el maletín-. Eso es lo único que has de hacer. Simplemente, cumple lo que yo te diga, y atraparemos al hijo de puta que nos jodió a los dos. -El tono de voz de Hauser se hizo más íntimo-. Cuento contigo, amigo. No me falles.

La pantalla se apagó por sí misma. Quaid quedó en la oscuridad, abrumado por algo más que el dolor.

Ya había recibido la información que deseaba. Era, o había sido, Hauser, un agente de la Inteligencia de Marte. Eso explicaba la habilidad especial que mostraba con las manos y las armas. Un agente era el nombre limpio con el que se llamaba a un asesino en una misión. Antes había estado en el bando equivocado, y ahora se encontraba en el correcto, razón por la que sus antiguos camaradas eran sus enemigos.

Sin embargo, si le atraparon poco después de que cambiara de bando, tal como, obviamente, sucedió, ¿por qué, sencillamente, no le mataron? ¿Por qué se tomaron las extraordinarias molestias para establecer a un hombre al que consideraban un traidor en la Tierra, con una muñeca como Lori y un trabajo decente aunque aburrido? Había pensado que era para protegerlo hasta que tuviera que testificar en un proceso; pero parecía que habían sido sus enemigos los que lo hicieron. Eso carecía de todo sentido. Así pues, aún había un montón de cosas que desconocía.

Bueno, por lo menos ya sabía dónde buscar las respuestas. Aspiró una profunda bocanada de aire, cogió el tentáculo y tiró de él, sacándoselo de la nariz. Apareció todo manchado de sangre y mucosidades, al tiempo que la agonía volvía a apoderarse de él.

Mareado por el dolor, observó el resplandeciente guisante plateado que había en la ensangrentada garra. ¡Así que éste era el transmisor! Su primer pensamiento fue arrojarlo lejos; pero, de inmediato, se le ocurrió una idea mejor.

Se quitó la toalla de la cabeza y la usó para limpiarse la sangre de las manos y la cara. Luego, sacó una barra de chocolate Mars. En este momento no tenía apetito, aunque tampoco le hacía falta.

Vio algunas ratas entre las sombras. Las noticias se habían difundido otra vez: comida gratis. Bueno, se encontraba en un estado de ánimo complaciente, a pesar de que sentía como si le hubieran aplastado la nariz en una enorme trampa para ratas.

– Poneos en fila, amigas -les murmuró a las ratas-. Quiero que cada una de vosotras disponga de la misma oportunidad.

¡BIIIIP! Un punto rojo intenso destelló en el aparato rastreador.

– ¡Lo tengo! -exclamó Richter.

Condujo a los agentes a la carrera a través de la fábrica.

Quaid volvió a guardar todas las cosas en el maletín. Iba a añadir el dispositivo del videodisco cuando los haces de unas linternas barrieron el polvoriento aire. Dejó caer el aparato y corrió hacia un montón de cascotes en el momento mismo en que una ráfaga de balas saturaba la habitación. Quien fuera que estaba disparando no corría riesgos. Quaid saltó en silencio por la ventana y corrió tan rápido como le permitían sus piernas.

Richter y sus hombres giraron a izquierda y derecha como si fueran misiles de rastreo térmico. El detector les mostraba el emplazamiento exacto de la presa. El imbécil debió olvidarse de ocultar la señal, si es que estaba al corriente de su existencia. Quizás interfirió con ella sin siquiera darse cuenta y, en ese momento, realizaba otra cosa.

– Se mueve -dijo Richter-. ¡Por aquí!

Atravesó a la carrera una puerta que le condujo a la estancia adecuada.

Los haces de sus linternas atravesaron el polvoriento aire. Algo se movió. Lanzaron una andanada de balas que destrozó la habitación.

Los disparos cesaron. De repente reinó el silencio. No se veía ningún cuerpo a la vista. ¿Qué demonios? Richter comprobó el aparato rastreador.

El punto rojo aparecía en movimiento. Escucharon un ruido, sonoro en la quietud.

– ¡Allí! -gritó Richter.

Los rifles automáticos dispararon otra ráfaga de balas. Una lata voló por los aires, completamente agujereada.

Comprobó de nuevo el rastreador. El punto rojo se estaba alejando.

– ¡No, ahí! -Señaló debajo de una línea de montaje.

Corrieron a lo largo de la extensión de la línea, disparando debajo de la cinta.

Aún seguía sin aparecer ningún cuerpo…, y el punto continuaba avanzando en el rastreador, justo más allá del último lugar hacia el que habían abierto fuego. ¿Es que el hombre tenía nueve vidas?

Se escuchó el ruido de algo que se escurría por el suelo en la oscuridad. Dispararon en la dirección del sonido, destrozando un montículo de desperdicios.

Richter lo recorrió con la linterna. El cuerpo de Quaid no estaba allí.

Perplejo, volvió a observar el rastreador. El punto parpadeante indicaba con claridad que tenían a Quaid delante de ellos. Pero ahí no estaba. Sólo había basura.

Richter pasó el haz de luz sobre la basura e iluminó…

A una rata aterrorizada, que llevaba en la boca un fragmento del envoltorio de una barrita de chocolate Mars. El rastreador indicaba inconfundiblemente a la rata.

Entonces lo comprendió. El maldito gilipollas había hecho que la rata se comiera el transmisor…, tal vez escondiéndolo dentro de la tableta de chocolate. Estuvieron persiguiendo a la rata mientras su presa se escapaba.

Una vez más les había vencido.

Furioso, hizo añicos con una ráfaga el cuerpo de la rata.

Cuando el velo rojo de la furia se aclaró de sus ojos, Richter se dio cuenta de que Helm estaba de pie a su lado, sujetando los restos del lector de videodiscos. Había sido alcanzado por una bala perdida y ahora chirriaba como una grabación rota. Lentamente, Richter volvió la cabeza y observó un fragmento lleno de estática del mensaje grabado en la rota pantalla.

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