Parecía imposible, pero estaba seguro de que ese recuerdo era real. Además, la sangre que manchaba sus manos lo probaba…, y ahora manchaba también el vestido de Lori.
Sin embargo Lori, en ese momento, no estaba preocupada por eso. Se obligó a permanecer tranquila.
– Doug, escúchame. Nadie trató de matarte. Estás alucinando.
– ¡Maldita sea, esto es real! -estalló. Se lanzó hacia otra ventana y echó una ojeada al exterior.
Lori le siguió y le cogió por los hombros.
– ¡Deja de dar vueltas y escúchame!
Quaid permaneció inmóvil, mirándola con ojos furiosos.
– Esos carniceros de Rekall te han manipulado el cerebro -le dijo con energía-. Y ahora padeces ilusiones paranoides.
Él alzó las manos manchadas de sangre.
– ¿Llamas a esto una ilusión paranoide?
Ella quedó impresionada; estaba claro que ya no sabía si sentir miedo por él… o de él.
Resultaba inútil intentar discutir con ella. ¡Ni él mismo estaba tan seguro de la situación! Corrió hacia el cuarto de baño, manteniéndose fuera del campo de visión de las ventanas. Su apartamento era bastante alto; no obstante, un buen francotirador controlaría la distancia, en especial si disparaba desde otro edificio y a la misma altura.
Lori aguardó hasta que la puerta del cuarto de baño se hubo cerrado y entonces se dirigió rápidamente al videófono.
– ¡Doug! -gritó, por encima del hombro-, ¡Voy a llamar al doctor!
La voz de él le llegó ahogada:
– ¡No lo hagas! No llames a nadie.
Una débil sonrisa rozó los labios de Lori cuando el rostro de un hombre apareció en la pantalla.
– Richter -dijo en un susurro. Había algo predador, algo duro y cruel, en el rostro del hombre, que se suavizó cuando la oyó pronunciar su nombre.
– Hola -dijo. Ella le envió un silencioso beso.
En el cuarto de baño, Quaid se lavó la sangre de las manos. Probablemente procedía del matón al que le había aplastado la nariz…, aunque aún no estaba muy seguro de cómo podía haber hecho algo semejante. Sabía luchar, por supuesto: moviendo los dos puños delante de la cara, tratando de penetrar la guardia del otro trabajador al tiempo que intentabas darle en el hombro o en la cabeza. Pero había hecho eso con la rodilla. Y los otros…, le había retorcido el cuello a uno y aplastado la laringe al otro. En una pelea limpia, esas cosas no tenían cabida. Y, aunque así fuera…, ¿dónde lo aprendió? La terrible velocidad con la que había actuado…, en vez de unos golpes torpes lanzó cuatro precisos arietes, cada uno tan brutalmente eficiente que, recordándolo ahora, le dejaban sorprendido. Había sentido miedo, por supuesto; pero había actuado como una máquina de matar.
Mientras lo meditaba, terminó de quitarse la sangre de las manos. Se echó agua fría en la cara y, luego, se miró en el espejo. ¡Ni siquiera tenía un rasguño! ¡Ahora sí que empezaba a parecer una fantasía!
Sin embargo, sabía que no lo era. Se secó el rostro y las manos, apagó la luz y abrió la puerta del baño. Por alguna razón que no logró descubrir, se colocó a un lado de la puerta en vez de quedarse en el centro, como si quisiera cederle primero el paso a alguien.
Unas balas trazadoras se estrellaron en el baño, destrozando el espejo, las paredes y los frascos que había allí. Los cristales llovieron a su alrededor. Quaid se lanzó de cabeza hacia delante y penetró en la sala de estar.
¡Otra pandilla de matones le había localizado! De alguna forma lo había sospechado, y eso le salvó la vida. Ya no jugaban como antes, tratando de introducirlo en un vehículo; ahora actuaban directamente, le disparaban apenas verlo.
– ¡Lori! -gritó desde el suelo, mientras rodaba hasta situarse detrás del sofá-. ¡Corre!
La sala de estar se hallaba en una total oscuridad, salvo los tenues rectángulos de las ventanas, más allá de las cuales parpadeaban las luces de la ciudad. Quaid avanzó, haciendo ruido al arrastrar las rodillas por el suelo…, y las balas atravesaron el mobiliario a unos escasos centímetros por encima de la cabeza. Se incorporó hacia un lado y se arrojó debajo de la mesita de café, rodando en silencio de un modo que desconocía que supiera hacer. Se quedó congelado allí, a la escucha. Oyó que su atacante atravesaba el salón. ¡El francotirador estaba en la misma habitación, y usaba la oscuridad como escudo!
No había recibido ninguna respuesta por parte de Lori. Debieron ocuparse de ella en silencio mientras Quaid se encontraba en el cuarto de baño. ¡Si le habían hecho algún daño, lo pagarían! Sin embargo, primero debía salvar su propia vida.
Notó que sus facciones se endurecían en una expresión familiar en la oscuridad. Puede que su memoria estuviera en blanco; no obstante, comprendió de pronto que ésta no era la primera vez que le disparaban. Sabía cómo manejar la situación.
En silencio, cogió un almohadón del sofá. Luego lo arrojó a través de la habitación.
Unas balas trazadoras lo destrozaron.
Quaid dio un salto por encima de una silla en dirección a la procedencia de las balas, moviéndose de nuevo con una velocidad y una certeza que le asombraron.
Estableció contacto. Las balas salieron disparadas frenéticamente, chocando contra el techo y las paredes. Consiguió arrebatarle el arma a su oponente, y la arrojó al suelo.
Inmediatamente se ocupó de su atacante. Golpeó un hombro, una pierna, intentando calcular la distancia que le separaba de la figura que se debatía en la oscuridad. Le acertó con un golpe en pleno plexo solar, y escuchó el dolorido jadeo cuando la otra persona se quedó sin aliento. El francotirador era bajo, y se amparaba más en la velocidad que en la fuerza. Lo sujetó con un brazo en una presa alrededor del cuello, con la presión suficiente para mantenerlo inmovilizado, y alargó el brazo hacia la pared para encender la luz.
Las luces iluminaron la estancia. Quaid parpadeó, ajustando los ojos al resplandor. Miró a la persona que sujetaba.
Se trataba de una mujer, con las trenzas claras de su cabello alborotadas. De hecho, era Lori.
Se quedó perplejo…, y atontado. ¿Su esposa le había estado disparando? ¿Cómo era posible?
– Lori… -comenzó.
Ella le clavó ferozmente el tacón de su zapato en el pie. Incluso a través del calzado, resultó efectivo; el dolor le inundó. Durante un momento aflojó su presa.
Ella le lanzó un codazo a la cara, obligándole a retroceder, aunque no a soltarla por completo. Se volvió, apoyándose en el brazo de él, y comenzó a aporrearle con una serie rápida de golpes en el pecho, cuello y cara. Sabía lo que estaba haciendo; éstas no eran unas bofetadas inocuas, sino golpes bien dirigidos y sorprendentemente fuertes que le causaban daño. De hecho, habrían dejado sin sentido a un hombre menos recio. Lo único que le protegió fue su masa y su buena condición física; tensó los músculos de forma automática y apartó la cara, aguantando los golpes y haciendo que resbalaran sin surtir todo su efecto.
Atontado más por la identidad de su atacante que por los propios golpes, Quaid no los devolvió. ¿Cómo podía estar haciéndole eso su adorable y amante esposa? ¡Esta misma mañana había sido tan dulce y sexy, las manos tan suaves y evocadoras! Si se hubiera tratado de otra persona, habría contraatacado casi antes de recibir el primer impacto. Pero, contra Lori…
No obstante, ella sólo se estaba desentumeciendo. En ese momento ya disponía del espacio adecuado para atacar más fuerte. Se echó hacia atrás para lanzar el golpe de gracia. Éste no lograría evitarlo o esquivarlo.
La golpeó en el estómago. El golpe resultó más fuerte que veloz, y ella era ligera. De algún modo, sin embargo, no puso toda su fuerza en él, ya que aún se mostraba reticente a hacerle daño. Además, había quedado un poco atontado por el violento ataque al que se había visto sometido, y se sentía algo debilitado. El efecto de la droga aún no se había desvanecido por completo, lo cual empeoraba la situación. Incluso así, el golpe la mandó hasta la cocina.