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– Lo haría si pudiera. He solicitado audiencia con él. Me jugué la vida para que alcanzara el poder, ¡y ni siquiera me concede el detalle de una respuesta!

Sano e Hirata intercambiaron una mirada; el rencor de Nakai incluía al caballero Matsudaira además de a las víctimas con que había tenido contacto. Poseía motivos sobrados para atacar el nuevo régimen de Matsudaira. Sano siguió con las preguntas:

– ¿Qué hicisteis cuando Ono, Sasamura, Moriwaki y Ejima os negaron su ayuda?

Nakai hizo una mueca.

– Me fui cabizbajo. ¿Qué otra cosa iba a hacer?

– ¿No os vengasteis de ellos? -preguntó Hirata.

El recelo asomó a los ojos de Nakai.

– ¿De qué estáis hablando?

De repente los luchadores del círculo cargaron. Sus voluminosos cuerpos temblaron con el impacto. El público prorrumpió en vítores. Los luchadores se atizaron sin compasión, entre agarrones y empujones para intentar sacar al otro del círculo.

– Sois uno de los mejores guerreros del país -dijo Hirata-. ¿Conocéis el dim-mak?

– Qué va. Nadie lo conoce. Es sólo una leyenda. ¿Qué…? -El desconcierto de Nakai dio paso a una asombrada comprensión-. Creéis que a esos hombres los mataron con el toque de la muerte. Y me estáis preguntando si lo hice yo.

– ¿Lo hicisteis? -inquirió Sano.

Nakai soltó una carcajada que no ocultaba su consternación.

– Jamás les puse la mano encima.

– Bastó con un dedo -señaló Hirata, dándose un toquecito con el índice en la cabeza-. Y adiós a cuatro hombres que no sólo os habían negado lo que queríais, sino que además habían insultado vuestro orgullo.

Nakai lo miró indignado.

– Soy un soldado, no un asesino. Las únicas personas a las que he matado en mi vida eran enemigos en el campo de batalla. -Una furiosa intuición le iluminó los ojos-. Ah, ya veo lo que pasa. Necesitáis a un culpable. Y habéis pensado: «¿Qué hay de ese desgraciado de Nakai? Con lo ansioso que estaba por sacrificarse por el caballero Matsudaira. Tomémoslo de chivo expiatorio y nos libraremos de él.» -Se le puso la voz ronca de animosidad-. Pues bien, no pienso quedarme de brazos cruzados. -Cuadró los hombros y desenvainó la espada con un movimiento brusco.

Todos se apartaron instintivamente de un salto y desenvainaron sus armas. Los espectadores que los rodeaban chillaron y se alejaron gateando, no queriendo verse atrapados en una pelea. Sin embargo, Nakai volvió su espada hacia sí mismo, con la empuñadura agarrada con las dos manos y la punta apretada contra el abdomen.

– Me haré el seppuku antes de permitiros deshonrar mi nombre. -En sus ojos centelleaba una seria determinación.

Sano soltó un suspiro de alivio al ver que no tendría que luchar contra Nakai. Matar a su principal sospechoso no beneficiaría a su investigación, y no podía evitar compadecer a ese hombre.

– Guardad la espada, capitán -dijo.

Nakai lo fulminó con la mirada, pero envainó su acero: era la orden directa de un superior. Sano no supo discernir si se alegraba o apenaba de que hubieran impedido su harakiri. A lo mejor ni el propio Nakai lo sabía. En el círculo, los luchadores se separaron y luego cargaron de nuevo. Se tambalearon juntos. Uno perdió el equilibrio, y el otro lo agarró del taparrabos y de un tirón lo mandó dando tumbos al otro lado del círculo, donde tropezó con las balas del borde y cayó entre el público, que aplaudía, vitoreaba y abucheaba. Los espectadores de los palcos lanzaron monedas y prendas caras de ropa al ganador, que se pavoneaba y alzaba los puños.

– No estoy buscando un chivo expiatorio -dijo Sano a Nakai-. Si sois tan inocente como afirmáis, no tenéis nada que temer de mí… Pero será mejor que permanezcáis vivo y en la ciudad hasta que haya concluido mi investigación.

Con un gesto indicó a sus acompañantes que de momento habían acabado con Nakai. Salieron del palco y bajaron por la escalerilla. Cuando se reunieron abajo, Sano echó un vistazo hacia arriba. El capitan estaba de pie en el palco, mirándolos con expresión tan agraviada como hostil.

– ¿Creéis que ha sido un farol? -preguntó Hirata.

– Si lo era, lo ha representado muy bien -dijo Sano.

El detective inquirió:

– ¿Creéis que es culpable?

– Sigue siendo nuestro mejor sospechoso. -Sano se volvió hacia Tachibana-. Sigúelo. No dejes que te vea, pero no lo pierdas de vista. Quiero saber a qué sitios va, con qué gente se relaciona y todo lo que hace.

– ¿Qué hago si intenta tocar a alguien? -preguntó el joven detective.

– Impídeselo -dijo Sano-, si puedes. Si es el asesino, es posible que no podamos impedir otro crimen, pero al menos lo pillaremos con las manos en la masa.

– Sí, honorable chambelán. -El joven se alejó y se perdió entre la multitud.

– Entretanto, volvamos a mi residencia -le dijo Sano a Hirata y los demás-. A lo mejor han llevado a los informadores de Ejima y encontramos más sospechosos entre ellos. -Además, tenía un país que gobernar.

Mientras cruzaban entre el público y en el círculo empezaba otra pelea, se preguntó si a Reiko le iría mejor con su investigación. Esperaba que se hubiera limitado al poblado hinin y acabara pronto.

Capítulo 14

Riogoku Hirokoji era el principal distrito del ocio en Edo, situado a la orilla del río Sumida. Había crecido en un espacio abierto creado a modo de cortafuegos tras el Gran Incendio de Meireki, en el que millares de personas quedaron atrapadas y murieron pasto de las llamas porque había demasiadas para cruzar los puentes que llevaban a la seguridad. Atravesando Riogoku Hirokoji en su palanquín, Reiko miraba por la ventanilla con curiosidad. Los vistosos carteles de los puestos que bordeaban la amplia avenida anunciaban atracciones inéditas en el distrito de los teatros autorizados, tales como artistas de sexo femenino. Admiró las maquetas de galeones holandeses de un puesto, primorosamente detalladas; otros exponían loros vivos, gigantes humanos y duendes hechos de conchas y tallos de enredadera Sacerdotes y monjas pedían limosna a los transeúntes.

Reiko había oído hablar del lugar a sus criadas, pero nunca lo había visitado porque se trataba de un destino más propio de las clases bajas. Sus guardias cabalgaban pegados al palanquín, dispuestos a protegerla de ladrones y demás malhechores que se confundían entre la multitud o acechaban en los callejones. Sin embargo, el ambiente perdulario de la zona la emocionaba.

Una joven monja, vestida con una ancha y basta túnica, con la cabeza rapada, se acercó al palanquín y metió su cuenco de las limosnas por la ventanilla.

– ¡Una caridad para los pobres!

Reiko le dijo:

– Había una feria propiedad de un hombre llamado Taruya. ¿Sabes dónde estaba?

La monja señaló calle abajo.

– Por esa puerta roja.

– Gracias.

Después de que Reiko soltara una moneda en el cuenco de la monja, sus guardias la llevaron hacia los dos postes de madera roja y coronados por una cubierta de tejas. Pensaba que se encontraría la feria cerrada, ya que el padre de Yugao había muerto, pero la gente formaba cola ante la taquilla. Al otro lado de la puerta se extendían los tenderetes interconectados de un Teatro de los Cien Días: un espectáculo de variedades. Mientras bajaba del palanquín y sus escoltas compraban entradas, tuvo el inquietante presentimiento de que a Sano no lo complacería descubrir que sus pesquisas la habían llevado más allá del poblado hinin. Sin embargo, debía servir a la justicia, y ya había viajado hasta allí.

Ella y sus escoltas atravesaron la puerta y se adentraron en otro mundo. Ante ella se extendían centenares de tenderetes. Sus tejados sobresalían por encima de un laberinto de callejuelas y bloqueaban el sol. Las linternas rojas colgadas de los techos proyectaban un resplandor estridente sobre los rostros ansiosos del gentío que se abría paso a codazos a su alrededor. Resonaban las charlas, las risas y la música; el olor a sudor y orina era penetrante. Buhoneros apostados ante las cortinas que vestían las entradas de las carpas hacían señas y llamamientos a los potenciales clientes. Algunos de esos cortinajes estaban abiertos para revelar garitos de juego donde los hombres tiraban flechas a blancos de paja o colaban pelotas por aros, y otros en los que algún narrador de historias recitaba para un público embelesado. En otros puestos las cortinas estaban echadas. Bandadas de hombres acudían a ellos y desembolsaban monedas. Uno de los anunciantes abrió una cortina para dar paso a un cliente y Reiko captó un atisbo de chicas con los pechos al aire bailando en un escenario. Mientras la muchedumbre la arrastraba a ella y sus acompañantes por un pasaje, vio alzarse otra cortina que reveló a dos hombres y una mujer, todos desnudos. La mujer estaba a cuatro patas mientras un hombre la penetraba por detrás y ella chupaba el órgano erecto del otro. Surgían gemidos de los hombres sentados debajo del escenario. Reiko estaba pasmada.

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