– ¡Cállate, vieja! -exclamó Hoshina-. Te cerraré los baños, o…
Apretó los puños y dio un par de pasos hacia ella. Los detectives lo apartaron a empujones. Hirata dijo:
– Esta mujer es un testigo importante, y si le hacéis algún daño os buscaréis más problemas de los que ya tenéis.
Hoshina se calmó, impotente pero lleno de ira. Para Hirata era todo un placer hacerle pagar por haberlo insultado ese día y haber saboteado a Sano en el pasado. Se dirigió a la mujer:
– Pienso encargarme de que se atrape al auténtico asesino. Necesito hacerte unas preguntas sobre el ministro Moriwaki.
Petulante bajo su protección, la mujer dijo:
– No hay problema.
– ¿Le viste a Moriwaki alguna marca inusual?
– Pues la verdad es que sí.
Hoshina masculló:
– Te he ordenado que guardaras silencio sobre todo lo relativo a esta investigación.
– No puedo negarme a hablar con el detective del sogún, ¿o sí? -La mujer fingió desvalida inocencia. Luego siguió con Hirata-. Tenía un cardenal justo aquí. -Se señaló un punto cercano a la sien.
Hirata sintió una repentina emoción.
– ¿Qué aspecto tenía?
– Era azul. Ovalado. Parecido a una huella dactilar.
Por fin Hirata disponía de indicios concluyentes que relacionaban uno de los asesinatos previos con el de Ejima. Hoshina parecía contrariado; saltaba a la vista que su intención había sido atesorar ese dato importante para su propio uso.
– ¿Cuándo viste el moratón? -preguntó Hirata.
– Justo después de que muriera Moriwaki. Le lavé la sangre antes de que sus vasallos se lo llevaran a casa. -Y añadió-: Siempre que lo bañaba, me chupaba los pechos mientras estábamos en la bañera. A algunos hombres de su edad les gusta eso, no sé si lo sabíais. Pasaba tanto tiempo mirándole la cabeza desde arriba que no pude por menos que fijarme en que la marca no estaba allí antes.
Eran más detalles de los que Hirata necesitaba, pero aportaban veracidad a su declaración.
– Me has dicho que el ministro era un cliente habitual. ¿Vino durante los dos días anteriores a su muerte?
Hoshina hizo unos gestos furiosos para acallarla. La mujer lo ignoró.
– Ahora que lo decís, vino justo el día antes.
Hirata ya podía recomponer parte del tiempo que Moriwaki había pasado fuera del castillo de Edo.
– ¿Viste a alguien con él ese día?
– Eso ya se lo he preguntado -interrumpió Hoshina-. No sabe nada. Se está inventando mentiras para complaceros.
La mujer puso los brazos enjarras mientras sus ojos lanzaban furiosas chispas a Hoshina.
– No soy ninguna mentirosa. Y si creéis que lo soy, ¿por qué os habéis emocionado tanto cuando os conté con quién había visto a Moriwaki?
Hoshina escupió un suspiro de frustración.
Hirata, que se estaba divirtiendo, dijo:
– Cuéntame lo que le has dicho al honorable comisario de policía.
– Un samurái vino con Moriwaki. Suplicaba hablar con él. Moriwaki le dijo que estaba ocupado, pero el samurái lo siguió hasta el vestidor. Empezaron a discutir. No me fijé en lo que decían, pero me parece que el samurái quería un favor. Moriwaki le dijo que se fuera, y el otro se fue.
Hirata notó que estaba a punto de descubrir algo crucial.
– ¿Sabes quién era ese samurái?
– Sí. Se lo pregunté a Moriwaki. «¿Quién era ese tipo tan grosero?», le dije, y él me contó que era el capitán Nakai, del Ejército Tokugawa. -Miró a Hoshina con una sonrisa triunfal.
El policía salió de la estancia hecho una furia, deshaciéndose en maldiciones. Hirata ya entendía por qué había querido mantener en secreto la información de la dueña. El capitán Nakai era un sospechoso excelente, que había demostrado su dominio de las artes marciales durante la guerra de las facciones. Relacionarlo con el ministro Moriwaki era un golpe de suerte, porque no había aparecido en las listas de personas que habían estado en contacto con ninguna de las víctimas anteriores.
– ¿Estuvo a solas el capitán Nakai con el ministro del Tesoro? -preguntó.
– Sí. Mientras Moriwaki se desvestía.
– ¿Tocó a Moriwaki?
– No lo sé. La cortina estaba echada.
Aun así, Hirata no cabía en sí de gozo. Cuando él y sus detectives salieron de la casa de baños, se encontró con que Hoshina lo esperaba en la calle, todavía hecho un basilisco.
– Sólo quería deciros que no os saldréis con la vuestra; no me haréis quedar como un idiota -dijo nada más verlos-. Y si creéis que vos y el chambelán Sano vais a resolver este caso y cubriros de honores a mi costa, estáis muy equivocado. Pienso arruinaros a los dos.
Empujó a Hirata con un dedo en el pecho. Éste perdió el equilibrio y su pierna herida cedió. Cayó sobre un montón de estiércol de caballo. Soltó un grito de indignación ante aquella humillación pública. Hoshina y sus ayudantes se rieron.
– Ese es vuestro sitio -dijo el policía mientras los detectives de Hirata lo ayudaban a ponerse en pie y le sacudían los excrementos-. La próxima vez que os encuentre, no os levantaréis.
Hoshina y sus hombres montaron y se alejaron al trote. El detective Inoue dijo:
– No hagáis caso de ese fracasado, Hiratasan. Es un don nadie.
Sin embargo, Hirata sabía que Hoshina era peligroso, y además estaba ansioso por recuperar su posición en la corte. Su encontronazo no era más que el primer asalto de lo que se prometía una encarnizada guerra política. Fue cojeando hacia su caballo.
– Vamos, tenemos que regresar al castillo. Quiero informar al chambelán Sano sobre el capitán Nakai.
Y más le valía advertirle también que esperase problemas de su viejo enemigo.
Capítulo 12
El día se puso cálido y bochornoso mientras Reiko y sus escoltas recorrían el poblado hinin. Una película de humo y sudor le cubría la piel; las cenizas le irritaban los ojos y le secaban la garganta; se sentía como si estuviera absorbiendo la contaminación de los parias. Sus visitas a las casas vecinas a la de Yugao no le habían procurado sospechosos ni testigos.
– Si queréis encontrar a la asesina, no tenéis más que buscar en la cárcel de Edo -dijo el jefe mientras sorteaban un montón de basura en un callejón.
Reiko empezaba a pensar que Kanai tenía razón. El aumento de la temperatura exacerbaba el hedor; estaba más que tentada de rendirse. La insolente Yugao a duras penas le parecía merecedora de ese esfuerzo. Con todo, dijo:
– Todavía no he terminado.
Avanzaron por las callejuelas, sorteando el agua que rebosaba de las alcantarillas alimentada por el goteo de las astrosas prendas puestas a tender, hasta la casucha situada detrás de la de Yugao. Un patio lleno de tinas, herramientas rotas y otros trastos separaba las dos viviendas. El paria que vivía en la choza era un anciano que estaba sentado a su entrada fabricando unas sandalias con paja y cordel. Cuando Reiko le preguntó si había visto a alguien en casa de Yugao aparte de su familia la noche del asesinato, él respondió:
– Estaba el alcaide.
– ¿El de la cárcel de Edo? -inquirió Reiko.
El viejo zapatero asintió; alisó la paja con manos nudosas y expertas y añadió:
– Era el jefe de Taruya.
– Es un antiguo mañoso -explicó el jefe del poblado-. Lo degradaron por extorsionar a los comerciantes del mercado de verduras y darles palizas cuando no pagaban.
– ¿Cuándo lo viste? -preguntó Reiko, emocionada por haber descubierto un nuevo sospechoso, y además propenso a la violencia.
– No lo vi -aclaró el zapatero-, pero oí su voz. Estaba discutiendo con Taruya. Fue justo al ponerse el sol.
– ¿Cuándo se fue?
– Los gritos pararon un poco más tarde. Debía de haberse ido.
Reiko se llevó un leve chasco, porque el momento de la visita no coincidía con el crimen. Aun así, quizá el alcaide había regresado más tarde para ajustar cuentas.
– ¿Dónde puedo encontrar al alcaide? -preguntó.