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El grupo hizo un alto ante el tenderete de un vendedor de vino. El mendigo se detuvo a cierta distancia. Su intensa mirada se centraba en el samurái del centro del grupo, un hombre corpulento de rostro rollizo ya colorado por el licor. Llevaba lujosas vestiduras de seda y espadas decoradas. Los demás iban vestidos con sencillez; sus ayudantes. Él y sus hombres compraron copas de vino, brindaron los unos por los otros, bebieron y prorrumpieron en carcajadas. Un estallido de ira se apoderó del mendigo mientras los contemplaba. El samurái, un alto funcionario del bakufu, era uno de los enemigos que habían pisoteado su honor por el fango. Su espíritu se soliviantó con el ansia abrasadora y sanguinaria de venganza que había inspirado su cruzada particular.

Los tambores retumbaban y los gongs restallaban a un ritmo cada vez más rápido y estruendoso. Dos altares coincidieron en un punto. Los portadores se arrancaron a gritar y aceleraron el paso y la cadencia de sus cánticos. Las estructuras se balancearon e inclinaron precariamente por encima de los espectadores que vitoreaban. Cargaron al frente en un duelo ritual. El funcionario y sus ayudantes se acercaron para presenciarlo. El mendigo los siguió, inadvertido por ellos, apenas otro hombre insignificante entre millares. La venganza sería suya esa noche si lograba acercarse lo suficiente para tocar a su adversario.

Mientras caminaba dejó caer su cuenco de limosnas. Respiró con alientos profundos, lentos y regulares. Su mente se calmó, como la superficie plana y sin ondas de un lago. Se desprendió de emociones y pensamientos. Sus fuerzas internas se alinearon, y entró en un trance que había aprendido a alcanzar mediante años de meditación y práctica. Su visión se amplió y estrechó a la vez. Vio el panorama entero, enorme y centelleante, del distrito del templo de Asakusa, con su enemigo moviéndose en el centro. Sus sentidos se aguzaron tanto que oyó el pulso de su presa por encima de los cánticos, el repicar de las campanas y el bullicio general.

El funcionario y sus ayudantes aflojaron el ritmo, obstaculizados por la multitud apiñada y forcejeante. Sin embargo, el mendigo la atravesaba como agua fluyendo entre rocas. La gente le echaba un vistazo y luego le abría paso, como si la repeliera un aura amenazadora que él emanase. Inclinó la espalda, adelantó los hombros y hundió el pecho en una postura ritual que extraía energía de su interior más profundo y primitivo. Notaba las extremidades relajadas y sueltas, pero las recorría un hormigueo de atención. La energía le palpitaba en la sangre. La luna y las estrellas parecieron frenar su recorrido por los cielos; el mundo pareció ponerse a sus órdenes. Fijó la vista en su enemigo y captó la distancia que los separaba mientras su energía interior irradiaba hacia fuera. Sus intenciones manipulaban la realidad. Personas se movían como si fueran títeres bajo su control, topando con el hombre al que perseguía. Lo separaron de sus ayudantes y lo arrastraron en su marea. El miró hacia atrás, a sus hombres, que intentaban en vano alcanzarlo, pero la multitud se lo impedía. El mendigo lo siguió sin dificultad.

Los altares se cernían sobre sus cabezas, entre los empujones, contorsiones y gritos de los porteadores. En ese momento el mendigo se situó exactamente detrás de su enemigo, a cuatro pasos de distancia. Como el vapor de un volcán, el poder subió por su columna vertebral. Su cuerpo era el vehículo de aquel poder dominado por su mente. La imagen de la espalda del enemigo creció hasta llenar su visión; el entorno se desvaneció. Su mirada penetró las prendas que llevaba su blanco. Vio piel desnuda y bajo ella la musculatura, el esqueleto, los órganos y vasos sanguíneos. Las vías nerviosas constituían una red resplandeciente y plateada que unía y animaba el conjunto. Formaban encrucijadas por todo el cuerpo. Su ojo tomó por blanco uno de esos nodos, situado entre dos vértebras de la columna de su enemigo. Aceleró el paso hasta tener a su presa al alcance del brazo. Inspiró tan hondo que las costillas cedieron. El poder espiritual y físico atronaba en su interior, acumulándose en una fuerza letal.

El tiempo se detuvo.

Su presa y todos salvo él mismo se quedaron inmóviles.

Los sonidos externos se desvanecieron en un silencio abrupto y sobrenatural.

Exhaló en el mismo momento en que el poder tomaba el control de su cuerpo. Su brazo salió disparado a tal velocidad que se hizo borroso, impulsando su puño, que se abrió un instante antes de llegar a su blanco.

La punta de su índice derecho tocó el nodo de la columna vertebral de su enemigo con una presión tan ligera como la de una pluma impulsada por la brisa. La energía explotó desde su interior. La fuerza de su liberación le alzó los pies del suelo por un momento. Su visión se resquebrajó en fragmentos de luz. El cuerpo se le estremeció con violencia y perdió el sentido mientras un embeleso parecido al climax sexual se apoderaba de él.

El mundo revivió. Los altares retomaron su duelo; los porteadores cantaban, los gongs resonaban, los tambores retumbaban y las campanas repicaban; la muchedumbre aplaudía y arremetía. El mendigo boqueó, agotado por el esfuerzo. Vio que su adversario se volvía hacia él.

El funcionario tenía una expresión de recelosa perplejidad: había presentido, si no notado, el contacto contra su espalda y la presencia del peligro. No le había causado dolor; ni siquiera se había estremecido. El mendigo dejó que la muchedumbre se interpusiera entre ellos y se lo llevara. Desde cierta distancia vio que el funcionario avistaba a sus ayudantes y se abría paso con ellos por la refriega. Parecía tan rubicundo, vigoroso y animado como siempre. Sin embargo, el mendigo visualizó cómo la energía de su ataque recorría las vías nerviosas y le perforaba una vena del cerebro. Tuvo la visión de la sangre que empezaba a filtrarse, el lento goteo de la fuerza vital. Se sentía eufórico de triunfo.

Su enemigo era un cadáver andante, otra víctima de su cruzada.

Capítulo 16

El amanecer encontró a Sano sentado ante su escritorio, leyendo documentos a la luz de una linterna que había ardido toda la noche. Mientras estampaba el sello con su firma en un papel, reparó en que los grillos habían dejado de cantar en el jardín y que los pájaros piaban. Oyó el parloteo y estrépito de los criados mientras su casa despertaba a la vida. Los detectives Marume y Fukida entraron en su despacho, seguidos por Hirata y los detectives Inoue y Arai.

– ¿Olvidasteis acostaros anoche? -preguntó Marume.

Sano bostezó, estiró sus músculos agarrotados y se frotó los ojos empañados.

– Tenía trabajo que poner al día.

Apenas había hecho una muesca en la correspondencia y los informes que habían llenado su despacho en su ausencia, aunque su principal asesor Kozawa hubiese resuelto muchos asuntos. Además, la noche anterior, tras escuchar los progresos de su investigación, Matsudaira le había ordenado que siguiera concediéndole máxima prioridad. Sano habría querido desdoblarse en dos, o que el día tuviera más horas.

Apareció Kozawa, y Sano le dio instrucciones que incluían aplazar todas sus reuniones. Dio permiso para partir a su ayudante con el encargo de ocuparse de los asuntos de poca importancia. Después explicó a Hirata y los detectives su plan para las indagaciones de la jornada.

– Nos centraremos en identificar a personas con las que las víctimas tuvieran contacto pero fueran desconocidas para ellas, y en encontrar a expertos en artes marciales que puedan conocer el dim-mak. -Repasó las notas de todos-. Hemos establecido que todas las víctimas pasaron tiempo fuera del castillo y el distrito administrativo durante los dos días previos a su muerte. Hirata-san, tú y tus hombres iréis a donde fueron y averiguaréis quién, además de sus amigos, familiares y asociados, se acercó lo bastante para tocarlos, si es que alguien lo hizo.

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