Capítulo 13
Las campanas de los templos resonaron por todo Edo en una música disonante que anunciaba el mediodía. Unas vistosas cometas salpicaban el cielo soleado por encima de los tejados. Por la calle, los niños jugaban con las lanzas rotas de los guerreros caídos durante una escaramuza entre rebeldes y el ejército. Dentro del castillo de Edo, Sano entrevistaba en su despacho a las personas que habían estado con el jefe Ejima en los dos días previos a su muerte. Ya había hablado con los invitados del banquete y con los subordinados de Ejima en el cuartel general de la metsuke. En ese momento despedía al último de los que habían tenido citas privadas con él. Se volvió hacia los detectives Marume y Fukida, que estaban de rodillas junto a su escritorio.
– Bueno, no cabe duda de que hemos sacado bastantes sospechosos potenciales -comentó.
Fukida consultó las notas que había tomado durante las entrevistas.
– Tenemos subordinados que estaban enfadados con Ejima porque lo habían ascendido antes que a ellos. Tenemos al nuevo jefe de la metsuke, que se ha beneficiado de su muerte. Tenemos nombres de personas degradadas o ejecutadas por indicios poco consistentes que él presentó contra ellos, que dejaron hijos y vasallos sedientos de venganza.
– Tenía muchos enemigos -constató Marume-, aunque ninguno reconocerá conocer el dim-mak. Cualquiera podría haberse acercado a escondidas a Ejima y tocarlo.
– Todos afirman ser inocentes, como era de prever -dijo Fukida-. Casi todos han dejado caer pistas que incriminaban a algún otro. La guerra ha dejado tantas cuentas por saldar que no me sorprende oír a la gente acusarse mutuamente.
Sano estaba inquieto, porque el asesinato ya estaba avivando un enfrentamiento político susceptible de conducir a otra guerra, y no había avanzado nada en la resolución del caso.
– Tener muchos sospechosos es tan malo como tener muy pocos. Y no sabemos nada del capitán Nakai, nuestro mejor candidato.
– Me pregunto por qué está costando tanto localizarlo -dijo Fukida-. Debería estar de servicio en su puesto del destacamento principal de guardia en el castillo.
– ¿Empezamos a buscar la pista de los informadores de Ejima? -preguntó Marume.
El asesor principal de Sano se asomó por la puerta.
– Disculpad, honorable chambelán. Ha venido a veros el sosakan-sama.
Cuando Hirata entró en el despacho, Sano volvió a angustiarse al ver lo enfermo que parecía. Detectó compasión, rápidamente disimulada, en las caras de Marume y Fukida, mientras el recién llegado se arrodillaba con torpeza y hacía una reverencia. Sin embargo, lo máximo que podían hacer todos era simular que Hirata no tenía ningún problema.
– ¿Qué información traes? -preguntó Sano.
– Buenas noticias -dijo Hirata, cansado pero satisfecho-. He investigado las muertes del supervisor de la corte Ono, el comisario de carreteras Sasamura Tomoya y el ministro del Tesoro Moriwaki. Y tengo un sospechoso. -Relató su visita a la casa de baños donde había muerto Moriwaki.
Sano se inclinó hacia delante, encantado.
– Ahora sabemos que al menos uno de esos hombres murió víctima del dim-mak.
– No es muy descabellado creer que lo mismo sucedió con los demás -observó Fukida.
– Y el nombre del capitán Nakai ha salido a relucir otra vez -Sano le contó a Hirata que el soldado había tenido una cita privada con Ejima-. Ahora sabemos que tuvo contacto con dos víctimas.
– También podría haberse acercado a los demás por la calle. -Hirata parecía orgulloso de haber conectado los casos y revelado indicios contra el sospechoso primario.
A Sano lo conmovía y apenaba ver lo mucho que Hirata anhelaba todavía su aprobación, después de todo lo que había sufrido por el bien del chambelán.
– Debemos encontrar al capitán Nakai.
– Ha surgido otro asunto que he de mencionar -anunció Hirata-. El comisario de policía Hoshina quiere vuestra sangre.
Sano arrugó la frente.
– ¿Otra vez?
Hirata contó su encuentro con él en la casa de baños.
– Gracias por la advertencia -dijo Sano.
– ¿Qué hacemos con ese sinvergüenza? -preguntó Marume.
– Si fuera como mi predecesor, haría que le cortaran la cabeza. Pero no lo soy, de modo que no hay gran cosa que hacer hasta que él mueva ficha, pero debemos resolver este caso rápidamente. En caso contrario, Hoshina dispondrá de más munición contra mí.
El joven detective Tachibana irrumpió en la habitación.
– Disculpad, honorable chambelán. He descubierto dónde está el capitán Nakai. Hoy no se ha presentado en su puesto, de modo que he ido a su casa. Su esposa dice que fue al torneo de sumo. ¿Voy a buscarlo?
– Buen trabajo. Pero iré en persona. -Sano se puso en pie, estirando los músculos entumecidos de estar sentado-. Ahorraremos tiempo.
Hirata, Marume y Fukida se pusieron en pie para acompañarlo. Sano reparó en la rigidez de movimientos de Hirata.
– Si tienes otros asuntos importantes, estás excusado -dijo, para concederle una salida elegante de una cabalgata larga e incómoda.
– No tengo nada tan importante como esto -replicó el incondicional Hirata-. Y quiero ver lo que tiene que decir el capitán Nakai.
Aunque se alegraba de contar con su compañía, Sano experimentó un renacer de los remordimientos.
– Muy bien.
Los torneos de sumo se celebraban en el templo de Ekoin en el distrito de Honjo, al otro lado del río Sumida. Sano e Hirata cabalgaban con los detectives Marume, Fukida, Arai, Inoue y Tachibana a lo largo de los canales que surcaban Honjo como venas. Pasaron por delante de mercados de verduras, residencias de funcionarios samuráis de segunda fila, un puñado de almacenes Tokugawa y las villas de los daimio, los señores feudales. El calor de los hornos donde se cocían las tejas enrarecía el aire cargado de humo. Por las calles desfilaban hombres tocando un enorme tambor para anunciar el torneo de sumo. Sano oyó un redoble más sonoro y grave procedente de un elevado andamio enfrente del templo. Una muchedumbre avanzaba en tropel hacia sus altas puertas.
El templo de Ekoin había sido construido treinta y ocho años atrás, después del Gran Incendio de Meireki, en memoria de las cien mil personas muertas en el desastre. Sus terrenos constituían el recinto oficial de la ciudad para las competiciones de lucha. El sumo había evolucionado hasta convertirse en un entretenimiento popular a partir de un rito sintoísta de fertilidad. Desde los inicios del régimen Tokugawa, hacía casi un siglo, habían surgido periódicos edictos que lo prohibían porque era violento, sangriento y a menudo mortal. Sin embargo, las autoridades se habían dado cuenta de que el sumo tenía su utilidad. Concedía a los ronin un sitio en la sociedad, y los torneos con su sanción oficial y su estricto reglamento, ofrecían a la sociedad una vía de desahogo para las pasiones. Sano observó que el público parecía más nutrido de lo normal después de la guerra.
El y sus hombres dejaron los caballos en un establo y entraron en el estadio, un enorme recinto al aire Ubre, rodeado por gradas dobles de palcos cubiertos por toldos de bambú. Las filas de abajo ya estaban llenas de gente; los recién llegados subían a los niveles superiores por unas escalerillas. En el centro estaba el círculo, definido por cuatro pilastras unidas por cordones. Había miles de espectadores sentados en el suelo, apiñados hacia el centro. Lo habían rodeado con bolsas de paja llenas de arcilla para mantener despejada la zona de lucha. Los arbitros y jueces esperaban de rodillas en el borde. Los vendedores de golosinas se abrían paso entre la multitud.
– ¿Cómo vamos a encontrar al capitán Nakai aquí dentro? -preguntó Hirata mientras él y Sano ojeaban el bullicioso y caótico estadio.
– A lo mejor tenemos suerte -dijo Sano.
El redoble de tambor se aceleró. Los luchadores salieron desfilando hacia el círculo. Sus pechos y extremidades desnudos eran masas de músculo y grasa. Llevaban cuerdas ceremoniales de seda con flecos alrededor de la cintura, y unos delantales de brocado que lucían los emblemas familiares de los señores de Kishu, Izumo, Sanuki, Awa, Karima, Sendai o Nambu. Esos señores reclutaban luchadores para sus escuderías privadas. Sano se fijó en que los equipos eran más nutridos de lo normal: la guerra había creado más ronin, que a su vez habían incrementado las filas de los luchadores de sumo.