Una remota campanilla resonó en el recuerdo de Sano. Se despabiló de golpe. ¿De qué le sonaba ese nombre?
– He venido a casa a ver si podía llevarme algunos de tus soldados para que me acompañen y me ayuden a capturar a Yugao, si es que está allí -prosiguió Reiko.
Sano se incorporó de sopetón porque ya sabía dónde había visto mencionado El Pabellón de Jade. Hurgó por debajo de su faja y sacó la lista que le había dado el general Isogai.
– ¿Pasa algo? -preguntó Reiko, intrigada-. ¿Qué haces?
Sano sintió un arrebato de emoción mientras recorría con el dedo los caracteres del papel.
– Creo que el asesino es uno de los soldados de élite de Yanagisawa. Siete todavía andan sueltos. -Las palabras «Pabellón de Jade» le saltaron a los ojos-. Ésta es una lista de sitios que han frecuentado en el pasado. Y ésta es la posada donde crees que se encuentra Yugao.
Contemplaron la lista y luego se miraron, maravillados de que sus respectivas investigaciones de repente hubieran convergido. A Reiko se le agudizaron las facciones.
– Yugao tenía un amante. Era un samurái. Solían encontrarse en esa posada. ¿Tú crees…?
– No. No puede ser el Fantasma -dijo Sano, aunque el corazón se le aceleró. Que Reiko hubiera topado con una pista ya era demasiado pedir.
– ¿Por qué no? -Los ojos se le iluminaron de emoción-. Tama lo describió como un hombre peligroso. Vio cómo casi mataba a un hombre que lo empujó sin intención. ¿No te parece propio del tipo de persona que podría ser tu asesino?
Sano se previno contra los excesos de optimismo.
– Esa descripción se ajustaría a centenares de samuráis. No hay motivo para creer que él y Yugao estén relacionados. ¿Cómo iban a convertirse en amantes una mujer hinin y un oficial del escuadrón de élite de Yanagisawa? ¿Cómo iban siquiera a conocerse?
– Yugao no siempre fue una paria. Conoció a su hombre en un salón de té cercano a Riogoku Hirokoji, donde su padre era antes propietario de una feria. -Reiko estudió la lista-. Aquí no consta el salón de té, pero el Ejército no lo sabe todo. Podría haber sido un local frecuentado por las tropas de Yanagisawa.
– Podría -dijo Sano, permitiendo que ella lo convenciera a pesar de la falta de pruebas-. ¿Qué más has descubierto sobre ese hombre misterioso? ¿Su nombre?
– Se hacía llamar «Jin». Hablaba en susurros y sonaba como el bufido de un gato -añadió Reiko-. Yugao tuvo relaciones con muchos hombres. El Fantasma podría haber sido aquel del que Tama dice que se enamoró.
– En cualquier caso, vale la pena echar un vistazo en El Pabellón de Jade. -Sano se levantó de la cama-. Podría ser el próximo sitio en el que busque al Fantasma.
Reiko lo acompañó a la puerta.
– Estaba convencida de que había un motivo para seguir con mi investigación -dijo, radiante de excitación-. Si te conduce al Fantasma, espero que eso compense los problemas que te he causado.
– Si lo capturo en El Pabellón de Jade, jamás volveré a interponerme en nada que quieras hacer.
Una parte de él esperaba que Reiko pidiera permiso para acompañarlo, pero no lo hizo. Debía de saber que, si el Fantasma estaba allí, le diría que era demasiado peligroso para ella y que sería una molestia; y no quería otra discusión por mucho que hubiera desvelado lo que parecía ser la pista crucial. Se limitó a decir:
– ¡Ardo en deseos de ver qué pasa!
– Serás la primera en saberlo.
Se abrazaron en una ardorosa despedida. Reiko dijo:
– Si Yugao está allí…
– La capturaremos para ti -dijo Sano mientras salía con paso firme en busca de los detectives Marume, Fukida y un pelotón de soldados. Se sentía vigorizado por la esperanza; su cansancio se evaporó en la niebla. Hasta podía creer que viviría más allá del día siguiente.
Capítulo 25
Una llama oscilante ardía en la lámpara de una habitación cuyas ventanas estaban cerradas a cal y canto. Retumbaban los truenos; la lluvia repicaba sobre el tejado. En un colchón tendido en el suelo, Yugao y su amante yacían juntos desnudos. Él estaba boca arriba, con su cuerpo esbelto y musculoso. Ella lo abrazaba, con los pechos apretados contra su costado, una pierna cruzada sobre las suyas y el pelo extendido en abanico por encima de los dos. Los cuerpos desnudos brillaban dorados a la luz del candil. Yugao le acariciaba la cara con ternura. El corazón se le desbordaba de adoración mientras seguía con el dedo el contorno de su pronunciada frente, sus mejillas y su mentón. Le acarició la boca, tan firme y adusta. Era el hombre más guapo que hubiera visto en su vida, su héroe samurái.
Durante sus días en la cárcel y los años en el poblado hinin, había rezado por volver a verlo. Su recuerdo la había sostenido a lo largo de todas las penalidades. En ese momento lo miró con arrobo a los ojos. Su oscuridad y hondura la mareaban, como si cayera por ellos. Sin embargo, miraban a través de ella, más allá de ella. Se sentía alejada de él aunque lo estuviera tocando, pues él mantenía su espíritu oculto en algún lugar remoto. Apenas parecía consciente de que ella estaba allí.
La embargó una tristeza familiar. Ansiosa por suscitar alguna respuesta en él, algún indicio de que le importaba, llevó la boca a las cicatrices que le surcaban el pecho, recordatorios de incontables combates a espada. Jugueteó con sus pezones con la lengua y los notó endurecerse. Cuando desplazó la boca hacia abajo, él se movió. Acarició su virilidad, que se hinchó y curvó hacia arriba; le oyó un suspiro de placer. El deseo fue apoderándose de Yugao, coloreando su piel, cosquilleándole en los pechos, invadiendo sus entrañas de calor. Sin embargo, cuando lo tomó en su boca, él la apartó con malos modos. Se incorporó y agarró la espada corta que tenía junto a la cama. Sostuvo el filo derecho delante de la cara de Yugao.
– Hazle el amor -ordenó.
Su voz era un siseo que a Yugao le recordaba el crepitar del hielo sobre el fuego, una serpiente presta a atacar. Le habían herido la garganta en combate y por eso era incapaz de hablar salvo en susurros. Yugao había oído la historia de labios de sus camaradas, en el salón de té donde se reunían; él nunca le contaba nada personal sobre sí mismo. En ese momento su intensa mirada la conminaba a acatar sus deseos. La hoja de acero llameaba con los reflejos del fuego de la lámpara, como si estuviera viva. Yugao conocía el ritual, que habían representado muchas veces. A él no le gustaba que lo tocara, y evitaba tocarla en la medida de lo posible. Siempre prefería que dedicara sus atenciones a su arma en lugar de a su cuerpo durante el sexo. Le daba miedo preguntarle por qué pues podría enfadarse, pero debía obedecerlo, como siempre había hecho.
Se arrodilló y deslizó los dedos arriba y abajo por la hoja fría y lisa. Su cara, lastimera en su necesidad de aprobación, se reflejaba en el acero brillante. En los ojos de él prendió un fuego lento de excitación. El pecho se le hinchó a medida que su respiración se volvía más rápida y superficial. El deseo de Yugao la abrasaba como un incendio en su interior. Agachó la cabeza, extendió la lengua y lamió lentamente la hoja de abajo a arriba, por el lado plano. Luego lamió en dirección descendente el filo aguzado como una cuchilla. Tembló de miedo a cortarse, pero vio que la virilidad de él se erguía erecta. El placer de él era el de ella. Gimió por la excitación que le provocaba.
Fuera restalló un trueno que sacudió el suelo y desequilibró a Yugao del susto. La lengua le patinó. Dio un grito ahogado cuando el filo le hizo un minúsculo corte; notó el sabor salado de la sangre. Se echó atrás sobre los talones y se llevó la mano a la boca. Verla herida y dolorida lo excitó hasta el paroxismo. La tumbó en la cama de un empujón. Con la espada atravesada sobre su garganta, se encajó entre sus piernas.
Yugao gritó de placer y terror mientras él la embestía y el filo le presionaba la piel. Él sabía que no necesitaba forzarla; ella le permitiría hacerle cualquier cosa que quisiera. Sin embargo, él necesitaba violencia para obtener satisfacción. La cortaría si así lo deseaba, ya lo había hecho en el pasado. A la vez que lo apretaba hacia sí y arqueaba el cuerpo para recibir sus acometidas, Yugao chillaba y se encogía para alejarse de la espada. Con la cara tensa y contorsionada, él fue aumentando la fuerza y velocidad de sus movimientos. Fijó la mirada en la de ella.