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Su padre se puso de parte de Umeko; siempre lo hacía.

– Si nos pillan escondiendo a un fugitivo, tendremos problemas -le dijo a Yugao-. Voy a denunciarlo a la policía.

– Si lo haces, les diré que no has parado de cometer incesto -contraatacó Yugao-. Te alargarán la condena.

Su amenaza mantuvo callados a su padre y a Umeko. Durante todo ese invierno había escondido a su amante y lo había cuidado hasta devolverle la salud. Cuando estuvo bien, empezó a salir por las noches. Nunca explicó para qué, pero Yugao sabía que había retomado su guerra contra el caballero Matsudaira. A veces regresaba a la mañana siguiente; a veces desaparecía durante días. Yugao esperaba, temerosa de que no regresara. La aterrorizaba que lo hubieran matado. La última vez, cuando llevaba un mes fuera, se puso a buscarlo en los lugares donde antes se citaban. Al final lo encontró, pero él se mostró más enfadado que contento de verla. Aunque su frialdad la había hecho llorar, él la había rechazado:

– Tengo trabajo. Serías una molestia. Si te vuelvo a necesitar, acudiré a ti.

– Por favor, deja que me quede contigo -había suplicado ella-, por lo menos un rato.

Se había desvestido para intentar seducirlo. El desenvainó su espada y le rebanó el pezón izquierdo. Sin parar mientes a sus chillidos de horror ante la sangrienta herida, le gritó:

– ¡Vete y no vuelvas, o la próxima vez te mataré!

Por fin había insuflado en Yugao auténtico miedo. Con el corazón roto, ella lo había obedecido, pensando que su relación había terminado para siempre. Regresó a la choza, donde no había hallado comprensión en su familia.

– Que se vaya con viento fresco -dijo su padre.

– Eres demasiado fea para conservar a un hombre -se mofó Umeko.

Su madre se había reído de su dolor:

– Te lo tienes bien merecido.

– ¡Algún día pagaréis por el modo en que me tratáis! -les había gritado Yugao en un arrebato de furia.

Ya no podían hacer daño a nadie. El incendio que la había liberado le había ofrecido una nueva esperanza de pasar la vida con él. Sin embargo, en ese momento, después de haber dado por fin con su amante, se le escapaba una vez más de las manos. Lo vio ponerse la ropa, mientras decía:

– No tendría que haber dejado que me trajeras aquí. La policía registrará los sitios e interrogará a las personas que tuvieran alguna relación contigo. No puedo arriesgarme a que te encuentren y de paso me atrapen.

Mientras él miraba por las rendijas de las persianas para ver si alguien rondaba por el exterior, Yugao sintió un brote de pánico.

– Si no te gusta este sitio, nos iremos a otra parte -dijo, aunque odiaba la idea de dejar ese lugar. Empezó a vestirse deprisa, una prenda interior y un quimono baratos que había robado de una tienda.

El desprecio de su mirada la cortó como un cuchillo.

– No nos vamos juntos. No pienso pasear de un lado a otro un peso muerto peligroso. Va siendo hora de que nos separemos.

– ¡No! -Horrorizada, Yugao se aferró a él-. ¡No permitiré que me dejes! -Él se la quitó de encima con una exclamación exasperada y le dio la espalda, pero ella se apretó contra su cuerpo-. ¡No después de lo que he hecho por ti!

Él giró sobre los talones y la miró. El aire que los separaba vibraba con todas las cosas que Yugao había hecho para ganarse su amor, además de cuidarlo y cobijarlo. Casi olía a sangre acre.

– Nunca te pedí que lo hicieras -dijo él con los ojos encendidos de cólera.

– ¿Pero no te alegras? Eran el enemigo.

– Fuiste descuidada y podrían haberte atrapado. Había gente capaz de relacionarte conmigo. La policía nos habría arrestado a los dos por conspiración aunque actuaras por tu cuenta.

– Pero no lo hicieron. El destino está de nuestra parte. Nos protegió.

El sacudió la cabeza, y una risa incrédula surgió de su boca en un siseo.

– ¡Dioses misericordiosos, estás loca! ¡Cuanto antes me libre de ti, mejor!

Se ciñó las espadas a la cintura y llenó un morral con sus mudas de ropa y algunas posesiones más.

– ¡Espera! -exclamó Yugao, frenética. Dado que su amor y lo que le debía no iban a detenerlo, a lo mejor las razones prácticas lo hacían-. Has dicho que el chambelán y sus tropas te buscan. Y ya han hecho redadas en escondrijos que has usado. ¿Adonde vas a ir?

– Eso es asunto mío. -Sin embargo, sus manos vacilaron mientras hacía el nudo del hato.

Yugao explotó su ventaja.

– Tendrías que permanecer oculto una temporada. El chambelán pensará que has huido de la ciudad. Dejará de buscarte en Edo. Hasta entonces, éste es el lugar más seguro que tienes.

Un ceño ensombreció las facciones del hombre. Yugao lo notó luchar contra la lógica, resistirse a sus argumentos. Insistió:

– A lo mejor encuentras alguna cueva donde esconderte, pero ¿quién te llevará comida? Tus camaradas están muertos o desperdigados por todo el país. ¿Quién más tienes para ayudarte si no yo?

Con un repentino estallido de ira, él lanzó su fardo a la otra punta de la habitación. Se hincó de rodillas con una expresión que helaba la sangre. A Yugao no le importaba que odiara depender de ella para sobrevivir. Tras arrodillarse a su lado, lo abrazó y apoyó la mejilla en la suya, aunque él se mantuvo rígido entre sus brazos.

– Todo saldrá bien -lo consoló-. Juntos destruiremos a nuestros enemigos. Entonces seremos felices, como marca nuestro destino. Confía en mí.

Capítulo 26

El Pabellón de Jade no merecía ese elegante nombre. Era una posada destartalada, sobre el muro de contención del río Nihonbashi, que atendía a los viajeros escasos de recursos y a los jornaleros que trabajaban en las barcazas. Tenía cuatro alas construidas con tablones, cubiertas por una raída techumbre de juncos y unidas por pasadízos techados.

Unos escalones de piedra bajaban del terraplén hasta el río, cuyas negras aguas se agitaban en la noche. A lo largo de la ribera había ancladas casas flotantes. Con la proximidad de la medianoche, la niebla se fue aclarando, hasta dejar a la vista la luna atrapada como una boya de cristal en una red de pesca rasgada.

Sano, Hirata, los detectives Marume, Fukida, Inoue y Arai y seis guardias se acercaron a la entrada del Pabellón de Jade, situada en una callejuela bordeada de puestos de comida y comercios de artículos náuticos, todos oscuros y desiertos. Los veinte soldados que Sano había traído rodeaban la posada. Sobre la entrada ardía una linterna, pero la puerta estaba cerrada. Sano llamó. Un posadero calvo y rechoncho asomó la cabeza.

– Si buscáis habitación, lo lamento, señores -dijo-. Las mías están todas ocupadas.

– Buscamos a un fugitivo -dijo Sano-. Ábrenos. Y no hagas ruido.

Él y sus hombres cruzaron la puerta y un pasadizo que llevaba a un jardín de matas y arbustos mojados y descuidados. El olor a letrina, pescado y basura contaminaba el aire. Todos los edificios que alojaban a los huéspedes tenían delante una galería. Sano y sus hombres desenvainaron sus espadas y avanzaron por ellas. Empezaron a abrir puertas de sopetón, gritando:

– ¡Esto es una redada! ¡Todo el mundo fuera!

Se oyeron gritos y revuelo en las habitaciones. Salieron dando tumbos hombres vestidos en camisón o desnudos por completo, parpadeando de sueño y miedo. Hirata y los detectives los alinearon en las galerías. El resto de los soldados irrumpió en el jardín, llevando a rastras a los que habían tratado de escapar por las ventanas.

– Decid vuestros nombres en alto -ordenaron Hirata y los detectives. Los clientes obedecieron, con las voces mezcladas en una cacofonía de pánico.

De una habitación no había salido nadie. Sano se asomó a una oscuridad que se antojaba vacía. El posadero aguardaba en el jardín, sosteniendo una lámpara. Sano lo llamó.

– Pensaba que habías dicho que todas las habitaciones estaban ocupadas.

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