– Alguien pudo dispararle desde allí arriba.
– ¿Quién se hubiera fijado en un disparo más? -corroboró Marume.
– No le veo ninguna herida de bala, pero podrían haberle dado en el casco y aturdido. -Sano se acuclilló y examinó el yelmo de Ejima. Estaba cubierto de arañazos y abolladuras.
– Haré que registren la zona en busca de una bala -dijo Marume.
– En cualquier caso, los testigos no se limitan a las personas que se encontraban dentro del recinto cuando murió Ejima -dijo Sano-. Tendremos que reunir a todos los soldados que se hallaban de servicio en cualquier punto desde el que se vea el hipódromo. Sin embargo, antes quiero interrogar a los testigos que estaban más cerca de Ejima.
Él y Marume se acercaron al dueño del hipódromo.
– ¿Habéis terminado de inspeccionar el cuerpo? -preguntó Oyama-. ¿Puedo hacer que se lo lleven? -Sonaba ansioso por liberar su recinto de la contaminación física y espiritual que extendía la muerte.
– Todavía no -dijo Sano, porque necesitaba un examen más concienzudo del cadáver y no quería que se lo llevaran a toda prisa para el funeral y la cremación-. Yo me encargaré de su retirada. Ahora quiero hablar con los jinetes que competían en la carrera con Ejima. ¿Dónde están?
– En los establos -contestó Oyama.
Dentro de los largos cobertizos de madera con techumbre de juncos los mozos lavaban y secaban a los caballos, les peinaban las crines y les vendaban las patas heridas. El aire olía a estiércol y heno. Los cinco jinetes charlaban en voz baja acuclillados en un rincón. Se habían quitado la armadura, que colgaba de unos soportes que también contenían sus arreos de montar. Cuando Sano se acercó, se apresuraron a arrodillarse y a hacer reverencias.
– Levantaos -dijo Sano-. Quiero haceros unas preguntas sobre la muerte del jefe Ejima. -Observó que los jinetes eran todos robustos samuráis con edades comprendidas entre los veinticinco y los treinta y cinco años. Todavía estaban sucios de la carrera y apestaban a sudor. Cuando se pusieron en pie, les dijo-: Primero identificaos.
Entre ellos había un capitán y un teniente del Ejército, un administrador del palacio y dos primos lejanos del sogún. Cuando Sano les pidió que describieran lo que habían visto durante la carrera, el capitán habló en representación de todos:
– Ejima se desplomó en su silla y luego cayó al suelo. Nuestros caballos lo arrollaron. Cuando paramos y desmontamos, ya estaba muerto.
Eso encajaba con la versión de los espectadores.
– ¿Habéis visto si lo golpeaba algo antes de desplomarse? -preguntó Sano-. ¿Como una piedra o una bala?
Los jinetes sacudieron la cabeza.
– ¿Habéis tocado a Ejima?
Vacilaron, mirándose de refilón con expresión de inquietud. Sano les dijo:
– Vamos, ya sé que las carreras de caballos son un deporte duro. -Se acercó al soporte y pasó el dedo por una fusta, formada por un corto y recio látigo de cuero con mango de hierro-. También sé que los caballos no son los únicos en probar esto. Ahora hablad.
– De acuerdo. Yo le di -confesó el capitán a regañadientes. -Yo también -admitió el teniente-. Pero sólo intentábamos frenarlo.
– No le pegamos tan fuerte. Yo salí bastante peor parado de sus golpes que él de los míos. -El capitán se tocó con cuidado la cara, hinchada alrededor de la mandíbula.
– No nos andamos con chiquitas, pero nunca hacemos daño aposta a un rival -aclaró el teniente-. Es el código de honor del hipódromo. -El resto de los hombres asintieron, unidos contra la acusación implícita de Sano-. Además, era un amigo. No teníamos ningún motivo para matarlo.
– Aunque apuesto a que muchos otros sí -dijo el capitán. Sano les dio las gracias por su ayuda y salió con Marume de los establos. -Yo creo que dicen la verdad -comentó éste-. ¿Los creéis?
– De momento -respondió Sano, que se reservaba el juicio hasta que los indicios apuntaran otra cosa-. El capitán está en lo cierto al sugerir que Ejima era un buen candidato a ser asesinado.
– ¿Porque era uno de los altos cargos del caballero Matsudaira?
– No sólo eso -dijo Sano-. Su cargo lo convertía en blanco. Encabezaba una organización que espía a la gente.
Nadie estaba a salvo de la metsuke, sobre todo en aquel turbulento clima político, en el que las palabras o los actos más inocuos de un hombre podían tergiversarse hasta volverse pruebas de deslealtad al caballero Matsudaira y motivo de destierro o ejecución.
– Si Ejima ha sido asesinado -prosiguió Sano-, el culpable tal vez tenga relación con alguien afectado por una investigación de la metsuke. -Y Sano recordaba que Ejima había disfrutado con su sucio trabajo. El regodeo con que acometía la ruina de una persona podría haber enfurecido a sus parientes y amigos.
– Era lo que se dice un hombre con un montón de enemigos -dijo Marume.
– Pero un móvil no significa necesariamente un asesinato -observó Sano como recordatorio para los dos-. No cuando hay tan pocas pruebas. -Se resistía a dejarse llevar por su corazonada de que, había gato encerrado: hasta el instinto samurái era susceptible a la influencia de las preferencias personales-. Antes de seguir adelante, deberíamos interrogar a todos los testigos. -Miró al otro lado de la pista, donde el detective Fukida seguía manos a la obra con los espectadores, y luego alzó la vista hacia los soldados de los muros y torretas-. Más importante aún, tenemos que determinar la causa exacta de la muerte de Ejima.
Eso era algo que Sano, pese a toda su experiencia y su flamante autoridad, no podía hacer por sí mismo. Y el alcance de la investigación se extendía mucho más allá del hipódromo y los hombres presentes en el escenario de los hechos, para incluir a los adversarios de Ejima además de los del caballero Matsudaira. Eso podía suponer centenares de sospechosos potenciales. Sano necesitaba más ayuda de la que podían ofrecer Marume y Fukida, de alguien en quien tuviera absoluta confianza.
– Manda llamar a Hirata-san -ordenó a Marume-. Dile que venga a verme aquí enseguida.
Capítulo 4
Hirata estaba sentado al escritorio de la oficina que en un tiempo había pertenecido a Sano, en la mansión de la que en ese momento él era señor. En la habitación entraron diez miembros de los cien del cuerpo de detectives que antes supervisara para Sano y en la actualidad comandaba en persona.
– Buenas tardes, sosakan-sama -dijeron los hombres a coro mientras se arrodillaban y le hacían una reverencia.
– ¿Qué informes me traéis? -preguntó Hirata.
Los hombres describieron sus progresos en los diversos casos que les había asignado: un robo de armas del arsenal del castillo de Edo, la búsqueda de una banda de rebeldes sospechosos de conspirar para el derrocamiento del caballero Matsudaira… El clima político había engendrado una multitud de delitos para tener ocupado al nuevo muy honorable investigador de sucesos, situaciones y personas del sogún. Mientras los escuchaba, Hirata intentó no hacer caso del dolor de la herida profunda y apenas sanada de su muslo izquierdo. Intentaba que su expresión jamás delatara lo que sufría. Sin embargo, no podía ocultar que había perdido mucho peso y músculo tras la lesión que había estado a punto de matarlo. Todos los honores que le había procurado su valor en el cumplimiento del deber los había pagado a un precio terrible.
Seis meses atrás había frustrado un ataque contra Sano y le había salvado la vida. El tajo de la espada del agresor, destinado a su señor, le había causado tal corte en la pierna que había dado su muerte por segura. Mientras perdía la conciencia y la sangre a borbotones, había creído realizar el acto definitivo de lealtad samurái: sacrificarse por su señor.
A los tres días había despertado para descubrir que el caballero Matsudaira había derrotado a Yanagisawa, Sano era el nuevo chambelán y él mismo era un héroe. El sogún había declarado que, si Hirata vivía, lo ascendería al antiguo puesto de Sano. Se había sentido entusiasmado por el honor y asombrado de que él -antaño policía de patrulla- hubiese ascendido a tan alta condición. Sin embargo, durante dos largos meses, el dolor había sido tan intenso que los médicos le administraron fuertes dosis de opio, y vivía en un estado de soñoliento estupor. La fiebre lo mareaba y debilitaba. Antes robusto y activo, fue un inválido hasta Año Nuevo, cuando el espíritu maligno de la enfermedad por fin lo abandonó, y empezó a restablecerse. Todo el mundo decía que su cura había sido un milagro, pero Hirata no estaba tan seguro.