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Tres samuráis, vestidos con prendas sencillas y discretas y tocados por sombreros de mimbre, atravesaban a caballo el barrio, que se vaciaba a ojos vista. Por detrás de ellos y a cierta distancia, un campesino empujaba un carro de madera empleado para acarrear los residuos nocturnos de la ciudad a los campos. Otros dos samuráis montados lo seguían. Desde su posición entre los detectives Arai e Inoue en el grupo de cabeza, Hirata volvió la vista para asegurarse de que el carro seguía a la vista. Transportaba el cuerpo del jefe Ejima, que había sacado a escondidas del castillo de Edo, oculto bajo un doble fondo cubierto por un cargamento de heces y orina de las letrinas de palacio. Los guardias de los controles no habían registrado el carro maloliente en busca de tesoros robados. Tampoco habían reconocido al detective Ogata, que impulsaba el vehículo disfrazado de basurero. Los dos samuráis de la cola también eran detectives de Hirata, con la misión de asegurarse de que ningún espía los siguiera. Habían salido del castillo todos por separado y luego se habían reunido en la ciudad. Tales eran las precauciones necesarias para un viaje clandestino al depósito de cadáveres.

Hirata se removió en la silla de montar, tratando en vano de encontrar una postura cómoda, mientras cada paso de su caballo lo atormentaba. Una parte de su mente le susurraba que no debería haber aceptado esa investigación. Sujetó con más fuerza las riendas e intentó concentrarse en su deber hacia Sano, pero lo agobiaban otros problemas aparte del dolor. Apenas seis meses atrás se movía por el mundo con osadía, pero el mundo era un lugar peligroso para un tullido.

En ese momento él y su grupo entraron en Kodemmacho, el suburbio que albergaba la cárcel de Edo y, dentro de ella, el depósito de cadáveres. Unas casuchas destartaladas bordeaban las calles desiertas salvo por un puñado de mendigos y huérfanos ambulantes. Hirata oía broncas en el interior de las chabolas; decaían al paso de su comitiva y luego resurgían. Desde los umbrales lo observaban rostros asustados. El anochecer parecía allí más oscuro, el crepúsculo más rápido. El olor a pozo negro, pescado frito grasiento y basura contaminaba el aire.

Un repentino cosquilleo de sus instintos le advirtió de una amenaza. Calle arriba, un grupo de seis samuráis dobló la esquina; su ropa sucia y ajada y sus rostros sin afeitar los señalaban como ronin. Caminaban con sigilosa premeditación, como una manada de lobos de caza. Al avistar el grupo de Hirata, apretaron el paso hasta correr hacia él. Se oyó un raspar de acero cuando desenvainaron sus espadas. Hirata se dio cuenta de que eran soldados fugitivos del ejército de Yanagisawa. Se le echaron encima con tanta celeridad que apenas tuvo tiempo de desenfundar su arma antes de que uno lo agarrara del tobillo.

– ¡Baja del caballo! -gritó el forajido.

Dos de sus camaradas asaltaron a los detectives Inoue y Arai, para desmontarlos por la fuerza. Hirata sabía que los caballos eran un bien preciado para los bandidos, muchos de los cuales habían perdido el suyo durante la batalla. Podían usarlos como medio de transporte o venderlos por dinero para comprar comida y cobijo. Blandió la espada hacia su atacante, que le dio un brusco tirón del tobillo. Un punzante dolor le surcó la pierna y le arrancó un aullido. Perdió el equilibrio y resbaló del caballo. Soltó la espada y tendió las manos para amortiguar la caída.

Aterrizó sobre la tierra con un golpe seco. Sintió otra sacudida de dolor; gimió y se agarró la pierna mientras un espasmo le agarrotaba los músculos. El bandido soltó una risotada desdeñosa. Asió las riendas del caballo de Hirata, que dio un respingo y relinchó. Hirata buscó como pudo su espada caída y se levantó con esfuerzo. Inoue y Arai seguían a lomos de sus monturas, luchando con los demás bandidos, que lanzaban estocadas, se retiraban y volvían a acometer. Resonaba el entrechocar del acero. Hirata lanzó un débil golpe contra el forajido que intentaba subirse a su caballo. El otro lo paró con facilidad y su contragolpe dio con Hirata en el suelo de nuevo. Arai e Inoue desmontaron de un salto y corrieron a ayudarlo, pero el resto de los forajidos los rodearon y se enzarzaron en duro combate. Hirata blandió de nuevo su acero contra su agresor, que paró el golpe y rió, sin soltar las riendas del caballo. Superado, Hirata se tendió en el suelo y rodó de un lado a otro intentando frenéticamente esquivar la espada de su atacante, que zumbaba y silbaba a su alrededor.

El detective Ogata, que había abandonado el carro de inmundicias, acudió a la carrera en su rescate, daga en mano. Sus dos hombres de la retaguardia se acercaban asimismo al galope, con las espadas en alto. Los bandidos vieron que tenían más oposición de lo que preveían y huyeron calle abajo, dispersándose por los callejones. Los detectives se reunieron alrededor de Hirata.

– ¿Estáis bien? -preguntó Inoue con desasosiego.

Sin aliento y agotado, con el corazón desbocado por lo cerca que había estado de morir, Hirata se incorporó apoyándose en los brazos.

– Sí -respondió con tono brusco-. Gracias.

Lo humillaba no haber podido defenderse ni capturar aquellos bribones como hubiera sido su deber. Inoue y Arai le tendieron la mano para ayudarlo a levantarse, pero él rehusó y se puso en pie con esfuerzo. Evitó las miradas de sus hombres, para no ver compasión en ellas. Enfundó la espada y se subió al caballo.

– Vamos. Tenemos trabajo que hacer. -Y añadió-: No le mencionéis esto al chambelán Sano.

Mientras retomaban la marcha, se preguntó cómo sacaría adelante aquella investigación, o el resto de su vida.

Capítulo 6

– ¿Cómo te ha ido con Yugao? -preguntó el magistrado Ueda.

Estaban sentados en su despacho privado, un aposento lleno de estanterías y armarios con actas de los tribunales. Una doncella les sirvió un cuenco de té y luego se retiró.

– Debo decir que no la he visto bien dispuesta -respondió Reiko compungida.

Se pasó la servilleta de tela por la cara. Aunque se había lavado la saliva de Yugao, todavía sentía el rastro de baba en la piel, como si la hinin la hubiera contaminado de por vida.

– A decir verdad, ha hecho todo lo posible por ganarse mi mala opinión y disuadirme de hacer nada en su favor.

Le ofreció a su padre una versión censurada de su conversación con Yugao. Le contó que la chica había sido grosera con ella, pero no repitió los insultos; tampoco mencionó que le había escupido. Se sentía frustrada porque tendría que haber manejado mejor la situación, aunque no se le ocurría qué podría haber hecho. Y no quería que su padre se sintiera ofendido a través de ella y castigara a Yugao. A pesar de su comportamiento, todavía le inspiraba compasión, porque debía de haber sufrido muchas humillaciones en su vida como paria, fuera una asesina o no. Hasta una hinin merecía justicia.

– Por el momento mandaré a Yugao de vuelta a la cárcel. ¿Qué impresión te has llevado de su carácter? -preguntó el magistrado entre sorbos de té humeante.

– Es una persona bastante desagradable, con muy mal genio.

– ¿La consideras capaz de asesinar?

Reiko reflexionó un momento.

– Sí. Pero no pondría mucha fe en una opinión personal basada en un único encuentro breve. -Ahora que se le habían calmado los ánimos, su sentido del honor le exigía dejar a un lado las emociones y realizar una indagación justa y concienzuda. Y era demasiado orgullosa para fracasar-. Necesito investigar más para aclarar la verdad. -Quedaban demasiadas preguntas sin respuesta-. Y como ella no quiere ayudarme, tendré que buscar en otra parte.

– Muy bien. -Su padre echó un vistazo a la ventana. El sol, que decaía con la proximidad del ocaso, brillaba dorado a través de las hojas de papel. Dejó su cuenco de té en la mesa y se levantó-. Debo regresar al tribunal. Hoy tengo tres juicios más.

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