El remoto repicar de una campana se coló en su conciencia. Oyó que uno de los guardias exclamaba:
– ¡Es la alarma de incendios!
El hombre que la estaba violando se retiró y los demás la soltaron. Yugao se derrumbó en el suelo, boqueando. Los guardias salieron disparados por el pasillo. Desatrancaron y abrieron las puertas, gritando:
– ¡Fuego! ¡Todo el mundo fuera!
Entre gritos de miedo y emoción, los presos salieron en estampida de sus celdas y corrieron por el pasillo sorteando a Yugao. Ella olió el humo de algo que se quemaba por allí cerca. Un guardia le dio una patada en las costillas mientras seguía a los reclusos hacia el exterior de la cárcel.
– Levántate y corre si no quieres morir achicharrada -le dijo.
La ley ordenaba que se liberara a los presos cuando un incendio amenazaba la cárcel. Era un ejemplo de misericordia en un sistema legal por lo demás cruel. Yugao, asombrada, cayó en la cuenta de que todo acababa de cambiar. Antes pensaba que su muerte por ejecución era lo único que podía ofrecerle a él y que volverían a encontrarse en el paraíso que existía al otro lado de la muerte. Ahora el destino había intervenido.
Se puso en pie llena de júbilo. Trastabillando de dolor y haciendo caso omiso del reguero de sangre que le bajaba por las piernas, salió con el resto de los prisioneros a un patio donde el sol la deslumhró por un instante. Se estaban formando nubes de humo acre por encima de los tejados en un barrio contiguo a los muros de la cárcel, pero el aire era más fresco que en su celda. Yugao respiró con agradecimiento. Un torrente de prisioneros surgía del resto de alas de la prisión. Los guardias los dirigían a toda prisa hacia la puerta principal.
– ¡No olvidéis volver en cuanto apaguen el incendio! -advirtieron a gritos a la horda que se alejaba.
Cuando Yugao superó el puente sobre el canal, la ciudad se extendió ante ella, luminosa, bella y acogedora. ¡Qué milagroso golpe de suerte! Podía vivir, por él y con él. Ebria de libertad y esperanza, se adelantó corriendo a los otros prisioneros y desapareció en los callejones de los suburbios que rodeaban la cárcel de Edo sin mirar atrás.
Capítulo 20
– Os dije que un asesino rondaba los cargos recién nombrados -dijo el caballero Matsudaira cuando Sano informó de la muerte del coronel Ibe. Paseó una mirada de triunfo por el sogún y Yoritomo, sentados en la tarima por encima de él, y los dos ancianos que se hallaban de rodillas a un lado-. ¿Me creéis ahora?
– Sí. Teníais razón -reconoció Ihara. El descontento arrugaba sus rasgos simiescos.
Kato asintió con una renuencia que la máscara de su rostro no acertaba a disimular. Sano, sentado junto a Hirata en el suelo, cerca de la derecha del sogún, observó la mirada consternada que intercambiaron ambos ancianos: estaban preocupados porque el último asesinato daba más peso a la teoría de Matsudaira de que existía una conspiración contra su régimen.
El primo del sogún lanzó una mirada furibunda a Sano.
– Se suponía que debíais atrapar al asesino. -Sus ojos se desplazaron hacia los ancianos, insinuando que debería haberlos implicado en el complot-. En cambio, me decís que el asesino ha vuelto a golpear. ¿Cómo osáis fallarme después de que yo depositara mi confianza en vos?
– Mil perdones, mi señor. -Sano estaba abochornado, pero aceptó el reproche con el estoicismo propio de un samurái-. No hay excusa.
Los ancianos parecían complacidos por su deshonra y satisfechos de que fuera él, y no ellos, el blanco de las iras del caballero. Hirata y Yoritomo parecían preocupados.
– Lamento, aah, discrepar -dijo el sogún, rebelándose contra su primo como en otras ocasiones-. Sano-san ciertamente cuenta con una, aah, excusa legítima. Fue sólo, aah, anteayer cuando empezó a investigar los asesinatos. No deberías ser tan impaciente, primo.
Sano pensó en lo irónico que resultaba que el sogún, que siempre había esperado de él resultados inmediatos, lo defendiera en ese punto. Saltaba a la vista que lo soliviantaba el control que ejercía sobre él Matsudaira, y aprovechaba cualquier oportunidad de plantarle cara. A lo mejor Yoritomo lo había inducido a que abogara por Sano.
– Su excelencia tiene razón -dijo Matsudaira, disimulando el descontento y fingiendo contrición-. Disculpadme, chambelán Sano. Este último asesinato no es culpa vuestra. -Su torva mirada a los ancianos proclamaba dónde colocaba él la culpa-. Contadnos qué avances habéis realizado en la captura del asesino.
– He identificado a un sospechoso. El caballero se inclinó hacia delante.
– ¿Quién es?
Sano observó que Kato e Ihara se preparaban para una acusación contra su camarilla.
– El capitán Nakai.
La sorpresa afloró a los rostros de Matsudaira, los ancianos y Yoritomo. El sogún arrugó la frente como si tratara de recordar quién era el aludido.
– Pero el capitán Nakai… -empezó Ihara, y se calló. «Luchó en el bando del caballero Matsudaira en la guerra de las facciones. ¿Cómo puede ser él quien trata de socavar el nuevo régimen?» Las palabras no pronunciadas resonaron en la sala.
– ¿Por qué sospecháis del capitán Nakai? -preguntó el primo del
sogún.
Sano explicó que Nakai había tenido contacto con el jefe Ejima y el
ministro Moriwaki durante los días previos a sus muertes.
– Y está contrariado porque no lo han compensado por sus recientes méritos.
Matsudaira entrecerró los ojos y se acarició la barbilla mientras asimilaba lo que Sano estaba dando a entender. Los ancianos eran incapaces de ocultar del todo su alivio al ver que el incriminado era uno de los hombres de su rival, en lugar de ellos.
– Oigamos lo que tiene que decir el capitán en su defensa -dijo Matsudaira-. ¿Dónde está?
Sano hubiese preferido interrogar a Nakai en privado, pero su posición ya era lo bastante débil.
– Debería estar de servicio en el puesto de mando de la guardia del castillo.
– Traedlo -ordenó el caballero a un sirviente.
Al cabo de poco, el capitán Nakai entraba con paso firme en la sala de audiencias. Resplandecía de orgullo cuando se postró e hizo las reverencias de rigor.
– Excelencia; caballero Matsudaira; es un honor. -Sano intuyó que creía que iba a recibir, después de tanto tiempo, la recompensa que anhelaba. Pero al ver la expresión sombría del primo del sogún y reparar en Sano, el capitán se cargó de aprensión-. ¿Puedo preguntar por qué se me ha convocado?
– El coronel Ibe ha sido asesinado. ¿Has sido tú? -inquirió Matsudaira, saltándose las formalidades para ir directo al grano.
– ¿Qué? -El capitán se quedó boquiabierto de un asombro que a Sano le pareció genuino.
– ¿Mataste también al jefe de la metsuke Ejima, el ministro del Tesoro Moriwaki, el inspector de la corte Ono y el comisario de carreteras Sasamura? -preguntó el caballero.
– ¡No! -El capitán Nakai miró a Sano y su desconcierto dio paso al ultraje-. Os dije que era inocente. Juro que lo soy. -Una horrorizada comprensión le demudó las facciones-. Le habéis dicho a su excelencia y al caballero Matsudaira que soy culpable.
– ¿Y bien? -La intensa mirada del primo del sogún desafió a Sano-. ¿Es o no es el culpable?
– Sólo hay un modo de resolver la cuestión. Debo rogaros que esperéis un momento. -Y susurró al detective Marume-: Si el detective Tachibana está haciendo su trabajo, debería andar por aquí cerca. Ve a buscarlo y tráelo aquí.
Marume salió. Pasó un breve lapso de tiempo, durante el cual el caballero y los ancianos esperaron en malcarado silencio. Yoritomo le explicó con un murmullo al sogún lo que había pasado. El capitán Nakai miraba de uno a otro, como si buscara que lo rescatasen. Abrió la boca para hablar y luego se mordió el labio. Meneaba las manos y tensaba los músculos. Toda la fuerza física que había hecho de él un héroe en el campo de batalla no iba a servirle de nada allí. Su miedo a la ruina y la muerte impregnaba el aire como un hedor. Sano sintió que la tensión de la sala se acumulaba hasta un punto intolerable. En el último momento llegaron los detectives Marume y Tachibana.