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– La mala noticia es que no han acabado los problemas -prosiguió Isogai-. Se han producido más incidentes desafortunados. Dos de mis soldados fueron emboscados y asesinados en la carretera, y otros cuatro mientras patrullaban por la ciudad. Ayer pusieron una bomba en la guarnición militar de Hodogaya; cuatro soldados resultaron muertos, ocho heridos.

Sano arrugó la frente, consternado.

– ¿Han atrapado a los responsables?

– Todavía no -respondió Isogai con expresión agria-. Pero por supuesto sabemos quiénes son.

Tras el derrocamiento de Yanagisawa, docenas de soldados de su ejército se las habían ingeniado para frustrar los denodados esfuerzos del caballero Matsudaira por capturarlos. Edo, hogar de un millón de personas e incontables casas, tiendas, templos y santuarios, ofrecía muchos escondrijos a los fugitivos. Decididos a vengar la derrota de su señor, libraban la guerra contra el caballero Matsudaira en forma de atentados y sabotajes. Así pues, Yanagisawa todavía proyectaba una sombra, aunque en ese momento viviera exiliado en la isla de Hachijo, en medio del océano.

– He oído informes de combates entre el Ejército y los rebeldes en las provincias -dijo Sano. Los rebeldes estaban fomentando la insurrección en las zonas donde los Tokugawa tenían menos presencia militar-. ¿Sabéis ya quién dirige los ataques?

– He interrogado a los fugitivos capturados y les he sonsacado algunos nombres. Todos son altos mandos del ejército de Yanagisawa pasados a la clandestinidad.

– ¿Podrían estar recibiendo órdenes de alguien nada clandestino?

– ¿Del interior del bakufu, queréis decir? -Isogai se encogió de hombros-. Quizá. Aunque el caballero Matsudaira se ha desembarazado de la mayor parte de la oposición, no puede eliminarlos a todos.

Matsudaira había purgado el gobierno de muchos funcionarios que habían apoyado a su rival. Los destierros, degradaciones y ejecuciones probablemente se prolongarían una temporada. Sin embargo, todavía había en el bakufu restos de la facción de Yanagisawa. Se trataba de hombres demasiado poderosos para que Matsudaira pudiera defenestrarlos. Suponían un desafío modesto pero creciente para él. -Con el tiempo aplastaremos a los rebeldes -dijo el general-. Sólo nos cabe rogar que un ejército extranjero no invada Japón mientras andamos enfrascados en ello.

Terminada su reunión, ambos se levantaron e intercambiaron reverencias.

– Mantenedme informado -pidió Sano. El general lo observó un momento.

– Estos tiempos han sido desastrosos para muchas personas -comentó-, pero beneficiosos para otras. -Su sonrisa cómplice y traviesa era un guiño para Sano-. Si Yanagisawa y el caballero Matsudaira no se hubieran enfrentado, cierto antiguo detective jamás se habría elevado a cotas muy por encima de sus expectativas… ¿no es así, honorable chambelán?

Recalcó el título de Sano, concedido seis meses atrás a resultas de una investigación de asesinato que había precipitado la caída de Yanagisawa. Sano, que en un tiempo fuera sosakan-sama del sogún -muy honorable investigador de sucesos, situaciones y personas-, había sido elegido como sustituto del anterior chambelán.

Isogai soltó una risita.

– Jamás pensé que respondería ante un antiguo ronin. -Antes de incorporarse al gobierno, Sano había sido un samurái sin señor que malvivía como tutor e instructor de artes marciales-. Aposté con varios de mis oficiales que no duraríais ni un mes.

– Gracias por vuestro voto de confianza -repuso Sano con una sonrisa irónica, al recordar lo que le había costado aprender cómo funcionaba el gobierno, mantener bien engrasada su enorme y esotérica burocracia y entablar una buena relación con los subalternos que le echaban en cara su ascenso por encima de ellos.

En cuanto hubo partido el general, el torbellino exterior al despacho de Sano irrumpió por la puerta. Los asesores se le echaron encima, luchando a voces por su atención:

– ¡Aquí están los últimos informes sobre rentas públicas!

– ¡Aquí están vuestros memorandos para que los firméis!

– ¡Los consejeros judiciales esperan para veros!

Los asesores apilaron una montaña de documentos sobre el escritorio y desenrollaron pergaminos ante él. Impartió órdenes mientras repasaba los papeles y los estampaba con el sello de su firma. Esa había sido su rutina cotidiana desde que lo nombraran chambelán. Para mantenerse al día de todo lo que pasaba en la nación, leía y escuchaba un sinfín de informes y celebraba una reunión tras otra. Su vida se había convertido en un frenesí incesante. Reflexionó sobre que el régimen Tokugawa, fundado por el acero de la espada, marchaba a esas alturas sobre el papel y la charla. Lamentaba la costumbre que había instaurado al asumir su nuevo cargo.

En su afán por tomar las riendas, había querido entrevistarse con todo el mundo y oír todas las noticias y problemas sin el filtro de quienes pudieran ocultarle la verdad. Había pretendido tomar las decisiones por su cuenta, en lugar de confiarlas a los doscientos hombres que formaban su personal. Como no quería acabar manipulado y en la ignorancia, Sano había abierto sus puertas a un enjambre de funcionarios. Sin embargo, no tardó en darse cuenta de que se había excedido. Los asuntos de poca monta y la gente ansiosa por ganarse su favor le consumían demasiado tiempo. A menudo se sentía como si flotara precariamente en constante peligro de ahogarse. Había cometido muchos errores y herido muchas susceptibilidades.

Con independencia de sus dificultades, Sano se enorgullecía de sus logros. Había mantenido de una pieza el régimen Tokugawa a pesar de su inexperiencia. Había alcanzado la cumbre de la carrera de un samurái, el más alto honor. Con todo, a menudo se sentía aprisionado en su despacho. Su espíritu de guerrero se impacientaba; ni siquiera tenía tiempo para practicar las artes marciales. Sentarse, hablar y manosear papel mientras la espada criaba herrumbre no era trabajo para un samurái. No podía evitar la añoranza de sus días de detective, el desafío intelectual de resolver crímenes y la emoción de cazar malhechores. Deseaba usar su nuevo poder para hacer el bien, mas no parecía haber muchas ocasiones para ello.

Un mensajero del castillo de Edo esperaba indeciso a su lado.

– Disculpad, honorable chambelán -dijo-, pero el sogún desea veros en palacio ahora mismo.

Además de todo, Sano estaba a las órdenes del sogún día y noche. Su deber más importante era mantener contento a su señor. No podía rehusar un llamamiento, por frivolos que solieran demostrarse los motivos.

Salió de sus aposentos acompañado por sus dos vasallos, Marume y Fukida. Los dos habían pertenecido a su cuerpo de detectives cuando era sosakan-sama, en ese momento le servían en calidad de guardaespaldas y ayudantes. Atravesaron con paso ligero la antesala, donde los funcionarios ansiosos por verlo revolotearon a su alrededor suplicando un instante de su atención. Sano se disculpó y se apartó mentalmente de todo el trabajo que tenía pendiente, mientras Marume y Fukida lo sacaban por la puerta.

Dentro del palacio, Sano y sus escoltas avanzaron por la larga sala de audiencias, por delante de los guardias apostados contra las paredes. El sogún estaba sentado en la tarima del fondo. Llevaba el gorro negro cilíndrico que indicaba su rango y unas lujosas vestiduras de seda cuyas tonalidades verdes y doradas casaban con el paisaje mural que tenía detrás. El caballero Matsudaira estaba de rodillas en la posición de honor, por debajo del sogún y a su derecha. Sano se arrodilló en su habitual lugar a la izquierda del dictador; sus hombres se colocaron cerca de él. Mientras hacían reverencias a sus superiores, Sano pensó en qué parecidos eran de aspecto los dos primos, y a la vez qué diferentes.

Tenían en común las facciones aristocráticas de los Tokugawa pero, mientras las del sogún parecían marchitas y pusilánimes, las del caballero Matsudaira estaban reforzadas por una salud robusta y un espíritu aguerrido. Los dos tenían cincuenta años y la misma altura aproximada, pero el sogún parecía mucho más viejo y menudo por su pose encorvada. Matsudaira, más corpulento que su primo, erguía la espalda con orgullo. Aunque llevaba ropajes de un tono discreto, dominaba la sala.

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