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– Lo siento. A lo mejor, si le hablo bien de ti a mi padre, te indultará.

– Gracias, pero no os molestéis -dijo Kanai, mirándola de nuevo con aire taciturno-. Mi condena fue de un año. Puedo irme en cuanto quiera. Sigo aquí por decisión propia.

– ¿Por qué? -Reiko no podía creerse que nadie viviera allí voluntariamente.

– Fui demasiado cobarde para morir. ¿En qué clase de samurái de pacotilla me convierte eso? -Su tono era cáustico-. Ella está muerta. Yo sigo vivo. Quedarme aquí es mi castigo. -Con manifiesto esfuerzo se revistió una vez más de su indiferencia habitual-. Pero no habéis venido para escuchar mi lamentable historia. Acompañadme; os presentaré a los vecinos de Yugao. -Mientras salían, añadió-: Hay una lección que podéis aprender de mi ejemplo y que os convendría tener presente mientras investiguéis estos asesinatos: algunas personas acusadas de delitos al final sí son culpables.

Capítulo 11

Cañonazos y disparos estallaban en torno a Hirata. Se encontraba solo en un campo de batalla, con el cuerpo protegido por su armadura y empuñando la espada. Entre nubes de humo y niebla, unas figuras entrevistas se medían en encarnizado combate. Sus gritos resonaban por encima del clamor de las caracolas y el retronar de los tambores de guerra. Un jinete cruzó la niebla al galope, con la lanza apuntada a Hirata. Éste la esquivó y le lanzó un mandoble. El soldado recibió un corte en el estómago y cayó de su montura, chorreando sangre. Un espadachín cargó contra él por la espalda. Hirata giró sobre los talones y le rebanó la garganta con su acero. Lo atacaron más soldados y él le dio muerte con fluida habilidad. Su espada parecía una extensión de su voluntad de salir victorioso. Se sentía eufórico.

De repente los sonidos de la batalla fueron apagándose; los ejércitos se disolvieron en la niebla. Hirata despertó para encontrarse tumbado en la cama, atormentado de dolor por la herida de su pierna. Los gritos de guerra se convirtieron en el parloteo de los criados de la mansión; los disparos surgían del campo de tiro del castillo de Edo. El sol matutino que entraba por las ventanas le destrozaba los ojos. Le dolía la cabeza y tenía el estómago revuelto: secuelas de su poción somnífera. Todas las noches soñaba que estaba en plena forma; todas las mañanas despertaba a la pesadilla de su auténtica existencia. Aun así, se alzó estoicamente de la cama. Tenía trabajo que hacer, y ya había dormido demasiado.

– ¡Midori! -llamó.

Después de que ella lo ayudara a vestirse y lo convenciera de comer unas gachas de arroz y pescado, pasó a su despacho y mandó llamar a sus detectives. Asignó hombres a las diversas investigaciones en curso, les dio permiso para partir y le dijo a Arai e Inoue que se quedaran.

– Hoy investigaremos las muertes anteriores que el caballero Matsudaira considera asesinatos -dijo.

– ¿Hablamos de Ono Shinnosuke, supervisor de ceremonias de la corte, el comisario de carreteras Sasamura Tomota y el ministro del Tesoro Moriwaki? -preguntó Arai.

Hirata asintió.

– Intentaremos descubrir si fueron víctimas de dim-mak. Si es así, buscaremos sospechosos.

– ¿Por dónde empezamos? -inquirió Inoue.

– Por sus casas. Allí es donde murieron Ono y Sasamura.

Los tres fallecidos habían vivido en mansiones del distrito administrativo de Hibiya. Hirata esperaba no tener que viajar mucho más lejos. El dolor era especialmente agudo esa mañana, por culpa de los esfuerzos del día anterior. A lo mejor podía relacionar las muertes anteriores con las del jefe Ejima y desvelar algunas pistas antes de que le fallaran las fuerzas. Se guardó una ampolla de opio bajo la faja, por si necesitaba alivio.

Dos horas más tarde, él y los detectives abandonaban la residencia del ministro Moriwaki. Montaron a lomos de sus caballos mientras les pasaba por delante un caudal de oficinistas, funcionarios en palanquín y soldados de infantería.

– Otro callejón sin salida -se lamentó Inoue.

– Es una lástima que nadie de aquí ni de las mansiones del supervisor de la corte y el comisario de carreteras reparase en ningún cardenal en forma de huella digital -dijo Arai.

Hirata había interrogado a las familias, vasallos y criados de los fallecidos, sin resultado. Dado que los cuerpos habían sido incinerados, era imposible examinarlos.

– La mujer de Moriwaki al menos nos ha revelado varios datos interesantes sobre lo que pasó después de su muerte -señaló.

– Pero no hemos descubierto nada que demuestre que Ono y Sasamura no tuvieron una muerte natural mientras dormían -dijo Inoue.

– A lo mejor el asesinato de Ejima ha sido un incidente aislado y no existe ninguna conspiración contra el caballero Matsudaira -conjeturó Arai.

– En cuyo caso, esta lista de personas que los dos difuntos vieron durante los dos días previos a su muerte no nos servirá de gran cosa porque no hay motivo para que el nombre del asesino de Ejima vaya a aparecer en ella. -Hirata guardó el pergamino en su alforja. Se sentía enfermo y débil, además de frustrado.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Inoue.

Hirata no quería rendirse y volver a Sano con las manos vacías.

– El caso del ministro Moriwaki es distinto de los otros dos. A él no lo encontraron muerto en su cama. Y nuestra lista de contactos y lugares a los que fue está incompleta. -El que fuera secretario de Moriwaki les había explicado que el ministro del Tesoro era un hombre excéntrico y reservado al que le gustaba organizar sus propias citas y desplazarse solo-. A lo mejor si encontramos el rastro de sus movimientos destaparemos algún indicio de que lo asesinaron y alguna pista sobre quién lo mató, a él y al jefe Ejima.

Aunque se le había aliviado un tanto la rigidez de la pierna, Hirata añadió con tanta renuencia a emprender otro viaje como esperanza de éxito:

– El único lugar que estamos seguros de que Moriwaki visitó es la casa de baños donde murió. Vayamos allí.

La travesía los llevó al distrito mercante de Nihonbashi. Los canales que atravesaban el barrio rebosaban de lluvia primaveral. En ellos bañaban sus copas los sauces como chicas lavándose el pelo. Los ciruelos florecían en los tiestos situados en puertas y balcones. Hirata y sus hombres se cruzaron con un cortejo fúnebre: portadores de linternas, sacerdotes tocando campanas y tambores y entonando cánticos, y deudos vestidos de blanco que acompañaban a un ataúd decorado con flores. Los funerales eran una visión preocupantemente habitual desde la guerra.

La casa de baños estaba situada en un edificio de madera de tejado reluciente. Ocupaba una manzana entera en un vecindario compuesto por casas señoriales cercanas a tiendas que vendían costosos objetos de arte. Sobre la entrada pendían unos limpios cortinajes de color añil que llevaban estampado en blanco el símbolo de «agua caliente». Ante ella unas bellas doncellas vestidas con pulcros quimonos daban la bienvenida a los clientes. Cuando Hirata y sus detectives desmontaron delante, unos criados salieron corriendo para encargarse de sus caballos. Dedujo que el establecimiento atendía a clientes lo bastante ricos para tener baños en casa pero que acudían allí por otros motivos ajenos a la higiene.

Un samurái salió a grandes zancadas por la puerta. Era alto, de constitución musculosa y porte arrogante; llevaba unas opulentas vestiduras de seda, una elegante cota de armadura y dos trabajadas espadas. Dos ayudantes samuráis lo seguían. Al reconocer a Hirata, su rostro bello y anguloso esbozó una sonrisa desdeñosa.

– Bueno, bueno, pero si es el sosakan-sama -dijo.

A Hirata lo sacaba de sus casillas su tono insultante.

– Saludos, comisario de policía Hoshina.

El comisario había sido amante de Yanagisawa y un aliado incondicional de su facción, hasta que una hiriente disputa los había separado. Hoshina se había vengado uniéndose al caballero Matsudaira y conservando así su cargo de jefe del cuerpo de policía. Era enemigo jurado de Sano, y su inquina se hacía extensiva a Hirata.

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