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– Me sorprende veros. Lo último que oí es que os encontrabais en vuestro lecho de muerte. -Escrutó a Hirata de arriba a abajo con su mirada insolente-. Me parece que os habéis levantado un poco pronto.

A Hirata se le hacía humillante encontrarse consumido y endeble ante su fuerte y sano adversario.

– Igual de sorprendido estoy yo -replicó-. Lo último que oí es que vos y el caballero Matsudaira erais uña y carne. -Levantó dos dedos cruzados-. ¿Por qué no estáis con él? ¿Habéis perdido su favor?

Hoshina tensó la mandíbula, y a Hirata le complació haber dado en el clavo.

– ¿Qué hacéis aquí? -preguntó Hoshina, y levantó las palmas-. No me lo digáis: venís a investigar la muerte del ministro del Tesoro Moriwaki. El chambelán Sano es demasiado importante para hacerlo en persona, de modo que ha enviado a su cancerbero fiel.

– Supongo que habéis venido por el mismo motivo. -Hirata controló su genio con apuros. Al ver que Hoshina asentía, recordó los hechos que le había contado la esposa del ministro del Tesoro-. ¿Pero no investigasteis ya su muerte? ¿No arrestasteis a alguien que fue ejecutado por asesinarlo?

Un mohíno silencio fue la réplica de Hoshina. Sus ayudantes daban muestras de vergüenza ajena.

– Luego murió el jefe Ejima -prosiguió Hirata-. Ahora parece que puede haberlo asesinado la misma persona que mató al ministro del Tesoro y que vos cometisteis un error.

– ¿Y qué si lo cometí? -repuso Hoshina, aturullado y a la defensiva-. Cualquier otro hubiese hecho lo mismo.

– Pero vos fuisteis el desafortunado. Por eso habéis caído en desgracia ante el caballero Matsudaira. En cuanto se enteró de la muerte de Ejima y cayó en la cuenta de que acababa de perder otro alto funcionario, supo que habíais hecho una chapuza con la investigación y os expulsó de su círculo íntimo. Mis condolencias. -Hirata no lo compadecía en absoluto-. Y ahora, si me disculpáis, voy a realizar una investigación como debe ser sobre la muerte del ministro Moriwaki.

El y sus detectives avanzaron hacia la puerta de la casa de baños, pero Hoshina les cerró el paso.

– Perdéis el tiempo -dijo el policía-. Ya he examinado el lugar.

– ¿Qué, vais a intentar enmendar vuestro error volviendo a recorrer el mismo terreno en el que patinasteis? -replicó Hirata.

Hoshina lo fulminó con la mirada.

– Ahí dentro no hay nada que ver -insistió, lo que convenció a Hirata de que la casa de baños contenía pistas importantes.

El y sus hombres entraron. Hoshina los siguió al interior del local. En el vestíbulo, una mujer vestida con un quimono floreado gris y blanco esperaba de rodillas sobre una tarima. Los soportes de las paredes contenían toallas y bolsas de paño con jabón de salvado de arroz.

– Buenos días, mis señores -dijo mientras hacía una reverencia a Hirata y los detectives. Aparentaba poco más de cincuenta años, encorvada y menuda, con el pelo teñido de negro y la cara muy maquillada con polvo de arroz y carmín. Sin embargo, aún tenía los ojos brillantes y las facciones hermosas. Al ver a Hoshina, su sonrisa se evaporó-. ¿Otra vez aquí, tan pronto? ¿No habéis causado ya bastantes problemas?

Era de esas mujeres mayores que hablaban sin pelos en la lengua, incluso a superiores varones, que probablemente se dejaban intimidar porque les recordaba a sus estrictas madres o niñeras de la infancia.

Mientras Hoshina la miraba con cara de pocos amigos, la mujer se dirigió a Hirata:

– Bienvenidos a mi establecimiento. Vos y vuestros hombres podéis desvestiros ahí dentro. -Señaló una habitación adyacente tras una cortina, donde había batas colgadas de ganchos, prendas dobladas en compartimentos de la pared y un zapatero medio lleno.

– Gracias, pero no queremos un baño. -Hirata se presentó y luego dijo-: Estamos aquí para investigar la muerte de uno de tus clientes: el ministro del Tesoro Moriwaki.

La propietaria pasó su sagaz mirada de Hirata a Hoshina.

– Me alegro de que se encargue otra persona. ¿Cómo puedo ayudaros?

– Puedes mostrarme dónde murió.

– Venid por aquí. -Bajó de la tarima, sonrió a Hirata y pasó por delante de Hoshina como si no existiera.

Hirata y sus hombres la siguieron por una entrada cubierta con una cortina y luego un pasillo. De las estancias divididas por tabiques de celosía y papel salía un aire cargado de vapor y ruidos de chapoteo. Cada una contenía una gran bañera hundida y rodeada por un suelo elevado de listones de madera. Los hombres desnudos se remojaban en las bañeras o esperaban a un lado en cuclillas. Las camareras les frotaban la espalda, les vertían cubos de agua encima o se sentaban desnudas a su vera dentro de las bañeras. Varias puertas estaban cerradas; tras ellas se oían gemidos y risitas. Hirata sabía que la prostitución en casas de baños era ilegal pero común, y a buen seguro la propietaria debía de pagar a la policía para que le dejaran ofrecer esos servicios al margen de la ley.

La mujer corrió un panel.

– Aquí. -La bañera estaba vacía y el suelo seco. La dueña entró y abrió las persianas de bambú. Las motas de polvo centellearon a la luz del sol-. No hemos usado esta sala desde que murió Moriwaki-san. Ninguna chica quiere trabajar aquí. Dicen que su fantasma ronda por aquí.

– ¿Te encontrabas en el local cuando murió? -preguntó Hirata.

– Sí. Ya le conté a ése lo que pasó. -La propietaria lanzó una mirada funesta a Hoshina-. Pero no me hizo caso.

Hoshina se apoyó en la pared, con las manos encajadas en las axilas y cara de circunstancias. Sin embargo, Hirata sabía que se quedaría por ahí para ver si él descubría algo que se le hubiera escapado y que pudiera aprovechar para congraciarse con Matsudaira. Era la clase de hombre que prefiere colgarse los laureles del trabajo ajeno que tomarse la molestia de cumplir su deber de buen principio.

– Yo te escucharé -dijo Hirata-. Cuenta.

– Estaba en la entrada cuando llegó Moriwaki para darse su baño -explicó la mujer-. Era un cliente habitual; venía casi todos los días. Llamé a Yuki para que lo atendiera; era su chica favorita. Ella lo trajo aquí. Al cabo de un rato oí un golpetazo y Yuki gritó. Vine corriendo y me encontré a Moriwaki-san aquí tirado, desnudo. -Señaló el suelo al lado de la bañera-. Yuki me dijo que se había caído. Tenía sangre en la cabeza, donde se había dado contra el suelo. -Se mordisqueó los labios-. Es la primera vez que muere un cliente aquí. Muy malo para el negocio. Pero fue un accidente.

Hirata observó que era un caso muy parecido al del jefe Ejima; caer muerto de improviso sin motivo aparente. ¿Había sido otra víctima del dim-mak?

– Mandé un mensaje a la familia de Moriwaki. Sus vasallos vinieron y le dijeron a Yuki que no se preocupara; no nos culpaban. Se llevaron a casa su cuerpo. Sin embargo, al día siguiente se presentó ése. -Lanzó una mirada iracunda a Hoshina-. Se llevó a Yuki a una sala y le preguntó qué le había pasado a Moriwaki. Ella intentó contarle que no había hecho nada malo, pero él la llamó mentirosa. Oí como le pegaba. La oí llorar.

– Basta ya -interrumpió Hoshina, enfurecido.

– Sigue -dijo Hirata.

La mujer miró a Hoshina con una sonrisita de revancha.

– El pensaba que Yuki había empujado a Moriwaki. La obligó a decirlo. La arrestó y se la llevó a la cárcel, aunque le dije que era buena chica, incapaz de matar una mosca. Al día siguiente le cortaron la cabeza.

Hirata miró con ceño al comisario de policía.

– Eso sí que fue un trabajo detectivesco rápido y de calidad.

Picado, Hoshina se apresuró a justificarse.

– Fue el procedimiento de rutina. -La tortura de los sospechosos era legal y una práctica habitual para obtener confesiones. La desventaja era que solía producir tantas confesiones falsas como verdaderas.

– Y hoy vuelve a presentarse -dijo la mujer-. Es evidente que ha descubierto que Yuki no mató al ministro del Tesoro, porque anda husmeando de nuevo, en busca de otra persona inocente a la que culpar.

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