Sano asintió en señal de aprobación.
– Has hecho bien.
– No es suficiente. -A Reiko la reconcomía el sentimiento de culpa-. Intentaste advertirme de que el poder es peligroso. Me dijiste que lo que hacemos con él puede parecer bueno en su momento pero luego tener malas consecuencias. Pues bien, tenías razón. Abusé de mi poder y perjudiqué trágicamente a una niña inocente.
– Fue la propia Tama la que dejó entrever que sabía demasiado sobre Yugao -señaló Sano-. Si se hubiera callado, Yugao le habría permitido regresar a la ciudad, antes de que yo llegara con mis hombres.
– No podía esperarse que Tama supiera lo que debía o no debía decir -replicó Reiko-. No era más que una simple campesina, mientras que yo debería haber previsto todos los riesgos.
– No podías saber lo que pasaría. El incendio que sacó a Yugao de la cárcel fue una circunstancia imprevisible.
Reiko le agradecía que no la cargara con más recriminaciones por haber desoído sus consejos, pero ella no podía absolverse.
– Me advertiste que podía suceder algo inesperado. Y no te hice caso.
– De tu investigación salieron también muchas cosas buenas -le recordó Sano-. Si no hubieses retrasado la ejecución de Yugao, y ella no hubiera escapado de la cárcel, puede que todavía estuviera buscando a Kobori. Él podría seguir asesinando gente.
– A lo mejor, pero ¿cómo saberlo? De lo único que estoy segura es de que, si no hubiera mantenido a Yugao con vida, ella no habría matado a Tama.
– Hiciste lo posible por salvarla. Arriesgaste tu propia vida.
– Fracasé. Yo estoy viva y Tama está muerta. -En ese momento Reiko reconoció el problema que más la angustiaba-. Y no acepté la investigación sólo porque quisiera descubrir la verdad o servir a la justicia. Tenía ganas de aventura. La encontré, sí, pero Tama pagó un precio muy alto.
La expresión de Sano se ensombreció; Reiko vio que sus palabras le habían tocado una fibra sensible.
– No eres la única que siempre ha tenido motivos personales egoístas. Cuando el caballero Matsudaira me ordenó atrapar al asesino, me alegré de alejarme de mis aburridas ocupaciones. Tenía tantas ganas de aventuras como tú.
– Pero tú cumplías órdenes -puntualizó Reiko, capaz de justificar el comportamiento de Sano pero no el propio-. Querías salvar vidas y castigar a un asesino.
– Cierto, pero también quería salvar mi posición, que podría haber perdido en caso de fallar. Mi honor estaba en juego. Y no eres la única cuya investigación se desbarató. -El dolor acentuó las magulladas facciones de Sano-. Yo conduje a muchos hombres a lo que se demostró una misión suicida.
– Eso es otra cosa -protestó Reiko-. Esos soldados eran samuráis. Librar esa batalla era su deber.
– Están igual de muertos que Tama. Y yo estoy vivo.
Recapacitaron, unidos por el aleccionador hecho de que habían sobrevivido mientras que muchos habían caído, de que sus vidas tenían tanto de carga como de bendición de los dioses. La lluvia caía a raudales, difuminando las tumbas; el cementerio empezaba a encharcarse.
– ¿Qué vamos a hacer ahora? -preguntó Reiko.
– Podemos compensar lo que pasó.
La expiación se antojaba imposible, mas la idea de afanarse en pos de ella poseía cierto atractivo desolador para Reiko.
– Dejaré de investigar crímenes -prometió-. Me pondré bajo arresto domiciliario para no volver a perjudicar a nadie más. -Sin embargo, su empeño languideció en el momento mismo en, que lo pronunciaba. ¡Enterrar su habilidad, su experiencia y su ardor, junto con las cenizas de Tama! Tal vez era un precio pequeño.
– Yo no tengo a mi alcance el lujo de retirarme del mundo -dijo Sano con pesar-. Todavía tengo deberes que cumplir. No puedo dejar de usar mi poder. No puedo dejar de hacer juicios aunque tal vez se demuestren erróneos. -Hizo una pausa, absorto en sus pensamientos-. Y todavía quiero una oportunidad de hacer el bien, de usar mi poder y posición para servir al honor. -La determinación y la esperanza le reforzaron la voz-. Por lo menos eso no ha cambiado.
Tampoco había cambiado para Reiko.
– Pero si actuamos, ¿cómo podemos estar seguros de que las cosas no volverán a salir mal?
– No podemos. El poder no nos exime de la mala suerte y los errores, evidentemente. Lo único que sabemos es que nuestro poder hace que las consecuencias de nuestras acciones sean más extremas. -Sano parecía titubeante, como si estuviera articulando las ideas sobre la marcha-. Sin embargo, un exceso de cautela es tan malo como no tener la suficiente, y la inacción puede ser peor que la acción. Si no hubiera perseguido a Kobori, él podría haber seguido matando, el régimen del caballero Matsudaira podría haberse debilitado y Japón podría haberse visto envuelto en una guerra civil. Si tú no hubieses conocido a Yugao, es posible que yo nunca lo hubiera atrapado. Los acontecimientos pueden relacionarse de modos misteriosos. No puedo evitar pensar que el destino quiso que las cosas fuesen como fueron y no de otra manera. No puedo evitar creer que sobrevivimos por un motivo.
Reiko era escéptica, pero anhelaba creerlo también.
– ¿Qué motivo?
– No lo sé. A lo mejor, si estamos a la altura de los desafíos que se nos crucen en el futuro, ellos nos conducirán a nuestro destino.
Reiko sonrió con nostalgia.
– Siempre imaginé que mi destino me sería revelado por apariciones celestiales o estrafalarias visiones.
Sano soltó una risita.
– Dudo que podamos elegir cómo se nos manifiesta el destino. Es posible que los dioses no nos consideren dignos de un dramatismo tan espectacular.
Su buen humor reconfortó a Reiko. Empezó a creer que había salvado la vida por un motivo y que dispondría de la oportunidad de hacerlo mejor la próxima vez. Confió en que, cuando llegaran los desafíos, ella y Sano estarían preparados para afrontarlos.
Sano paseó una mirada por el mojado y triste cementerio.
– De algún modo no creo que vayamos a encontrar nuestro destino aquí. Deberíamos ir volviendo al castillo de Edo.
Ella asintió. Juntos, se alejaron de la tumba de Tama. La lluvia seguía arreciando y los empapaba bajo la escasa protección de un paraguas. Aun así, una tenue luminosidad se encendió en el cielo lejano aunque retumbara el trueno y temblara la tierra.
Laura Joh Rowland
***