– ¿Adonde ha ido Kobori? -preguntó.
– No lo sé. Una mujer vino a verlo y se fue con ella.
Sano arrugó el entrecejo.
– ¿Qué mujer?
Iwakura tembló y gruñó, presa de otra convulsión.
– Creo que la llamó Yugao.
Esa era la confirmación de que Yugao y el Fantasma estaban juntos, tal como Reiko había sugerido. Exhaló un rápido silbido, maravillado de que la investigación de su mujer hubiera supuesto un vuelco para la suya. Aun así, cuando presionó a Iwakura para que recordara si la pareja había dicho algo que indicara adonde pensaban ir, el hombre respondió con un rechinar de dientes:
– Os he dicho todo lo que sabía. ¡Dadme más opio!
Sano asintió en dirección a Hirata, pero de repente Iwakura experimentó una nueva sacudida. Se puso rígido, se le cerraron los ojos y la vida lo abandonó. El toque de la muerte había hecho efecto. Contemplando el cadáver, Sano pensó: «Pronto podría pasarme esto mismo.»
– Con que sólo hubiéramos llegado un día antes… -se lamentó Hirata.
– Pero al menos sabemos quién es el Fantasma -dijo Sano, con el ánimo alto a pesar de la decepción-. Es una gran ventaja. Y sabemos que él y Yugao están juntos. Una pareja es más fácil de encontrar que un hombre solo.
Capítulo 27
Era más de mediodía cuando Sano y Hirata regresaran al castillo. Mientras recorrían a caballo los pasajes, el sol brillaba pero volvían a acumularse nubes más allá de las distantes colinas. El tufo estancado del río enrarecía la brisa. El castillo no estaba tan desierto como el día anterior; los funcionarios iban escoltados por soldados mientras atendían a sus asuntos. Sin embargo, se los notaba apagados cuando hacían sus reverencias a Sano al cruzarse con él: el miedo al toque de la muerte seguía presente en el castillo. Avistó al capitán Nakai cerca de un puesto de control. Sus miradas se encontraron y Nakai pareció disponerse a hablar, pero Sano apartó la mirada de su sospechoso original, embarazoso recordatorio del enfoque erróneo que había adoptado su investigación al principio. Cuando él y sus hombres llegaron al complejo, Reiko salió de la mansión a recibirlos.
– ¿Qué ha pasado? -Tenía la cara radiante de alegría al ver a Sano con vida-. ¿Los has encontrado?
Sano vio esfumarse su expresión expectante ante el desánimo de sus caras.
– Tenías razón sobre Yugao y el Fantasma. Pero llegamos demasiado tarde.
Le contó lo sucedido en El Pabellón de Jade.
– ¿Has pasado toda la noche buscándolos?
– Sí. Interrogamos al resto de los clientes de la posada, pero Kobori no habló con nadie el tiempo que estuvo allí y nadie supo decirnos adonde podrían haber ido él y Yugao.
– Los centinelas de tres puertas de barrio cercanas al Pabellón de Jade vieron pasar ayer a una pareja que encajaba con su descripción -añadió Hirata-. Pero no hemos encontrado ningún otro testigo que los recuerde.
– Deben de haberse dado cuenta de que llamaban la atención y ahora van por separado -dijo Sano-. Mis hombres están registrando todos los barrios, empezando a partir del Pabellón de Jade, y advirtiendo a todo jefe de vecindario y centinela de puerta que estén ojo avizor. -Sintió una oleada de agotamiento y lo invadió el desánimo. Esa búsqueda de vastas proporciones era como pretender encontrar dos granos malos de arroz en un millar de sacos-. Hemos venido a casa para sacar más hombres a la calle.
– Bueno -dijo Reiko-, me alegra que hayáis pasado por casa, porque han llegado unos cuantos mensajes urgentes para ti. El caballero Matsudaira ha enviado a sus recaderos tres veces esta mañana. Quiere verte, y se está impacientando.
El ánimo de Sano descendió en picado. Sabía muy bien cómo reaccionaría Matsudaira al enterarse del episodio de esa noche.
– ¿Algo más?
– Ha llegado uno de tus detectives, Hirata-san -dijo Reiko-. Ha encontrado a ese sacerdote que andabais buscando.
Sano estaba tan cansado que tuvo que pararse a pensar antes de recordar el sacerdote al que se refería.
– Ozuno -dijo-. El santón errante que tal vez conozca la técnica secreta del dim-mak.
– ¿Dónde está? -preguntó Hirata a Reiko.
– En el templo de Chion, del distrito de Inaricho.
Dos días atrás, cuando Sano había oído hablar por primera vez del sacerdote, Ozuno se le había antojado crucial para la investigación, pero a esas alturas había perdido importancia.
– Ahora que sabemos quién es el Fantasma, no necesitamos que nos lo diga.
– Todavía podría ser útil -dijo Hirata-. Dos expertos en artes marciales que comparten el secreto del dim-mak, ambos en Edo, por fuerza tienen que conocerse. Ese sacerdote puede ayudarnos a encontrar al Fantasma.
– Tienes razón. Ve al templo de Chion y habla con Ozuno. Yo ampliaré la búsqueda de Yugao y Kobori y luego me las veré con el caballero Matsudaira. -Sano se preparó para lo peor. A lo mejor, si tenía suerte, caía muerto antes de que el primo del sogún pudiera castigarlo.
– Yo todavía pienso que la amiga de Yugao, Tama, sabe más de lo que me contó ayer -comentó Reiko-. Le haré otra visita.
El sector conocido como Inaricho colindaba con el distrito del tempío de Asakusa. Hirata y sus detectives atravesaron calles atestadas de peregrinos religiosos. Las tiendas ofrecían altares budistas, rosarios, palmatorias, estatuas, jarros de flores de loto de metal dorado y tabletas con nombres para funerales. Resonaban los gongs en los modestos templos que habían proliferado en Inaricho. El acento rústico de los peregrinos, las voces de los vendedores ambulantes y el humo de los crematorios coloreaban la luminosa tarde.
– El templo de Chion está por aquí cerca -dijo Hirata.
Pasaban por delante de uno de los muchos cementerios del distrito cuando una visión inusual llamó la atención de Hirata: un anciano avanzaba por la calle cojeando de la pierna derecha y ayudado por un cayado de madera. Tenía el pelo largo, gris y enmarañado, y un rostro adusto muy arrugado y bronceado. Llevaba un gorro negro y redondo, un quimono corto y astroso, pantalones anchos con estampado de símbolos arcanos y calzas de tela. De su cinto pendía una espada corta. En los pies calzaba unas raídas sandalias de paja. A la espalda llevaba un cofre de madera colgado del hombro por un arnés decorado con borlas naranjas.
– Es un yamabushi -dijo Hirata, al reconocer al anciano como un sacerdote de la reducida y exclusiva secta Shugendo que practicaba una arcana mezcla de budismo y sintoísmo con toques de hechicería china. Todos se detuvieron para observar al sacerdote.
– Los templos de su secta están en las montañas de Yoshino. Me pregunto qué hace tan lejos de allí -dijo el detective Arai.
– Debe de estar de peregrinaje -supuso el detective Inoue. Los yamabushi eran conocidos por realizar largos y arduos viajes a antiguos lugares sagrados, donde efectuaban extraños rituales que pasaban por sentarse bajo cascadas frías como el hielo en un intento de alcanzar la iluminación divina. Corría el rumor de que eran espías de los enemigos de los Tokugawa o trasgos disfrazados de humanos.
– ¿Es cierto que los yamabushi tienen poderes místicos? -preguntó Arai mientras el sacerdote se acercaba renqueando-. ¿De verdad pueden expulsar a los demonios, hablar con los animales y apagar fuegos con la pura concentración mental?
Hirata rió.
– Bah, no son más que viejas leyendas. -Aquel yamabushi no era sino un tullido como él, pensó con pesadumbre.
Cinco samuráis salieron pavoneándose de un salón de té delante del cementerio. Llevaban los emblemas de distintos clanes de daimios, e Hirata los reconoció como el tipo de jóvenes disolutos que se escaqueaban de sus deberes para deambular en pandillas por la ciudad buscando jaleo. En sus tiempos de agente de policía había arrestado a muchos como ellos por pelearse en las calles. En ese momento la pandilla avistó al yamabushi. Se abrieron paso entre la multitud de transeúntes y se arremolinaron en torno a él.