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– Todas las víctimas presentaban numerosas puñaladas por todo el cuerpo. Tenían cortes en las manos porque intentaron defenderse. -Kanai se colocó en el centro de la choza-. Yugao estaba sentada aquí, rodeada por los cadáveres. Tenía la cara manchada de sangre y la ropa empapada. Sostenía un cuchillo ensangrentado. -Sacudió la cabeza-. He visto asesinatos antes, aquí no es que sean una rareza, pero éste me afectó. Le dije: «Dioses misericordiosos, ¿qué ha pasado?» -La emoción animó su tono desapasionado-. Ella alzó la vista hacia mí, perfectamente tranquila, y me dijo: «Los he matado.» En fin, la cosa parecía obvia, de modo que la entregué a la policía.

Había confirmado lo dicho por el doshin en el juicio de Yugao. Su descripción de la noche hizo que cobrara vida para Reiko, que se sintió inclinada a creer que Yugao era tan culpable como afirmaba. Aun así, no podía concluir su investigación basándose en la palabra de un testigo no presencial de los asesinatos.

– Cuando llegaste esa noche, ¿viste a alguien por aquí además de Yugao? -preguntó.

– Sólo a algunos vecinos que habían salido de sus casas para ver qué era aquel jaleo.

Más adelante Reiko debería determinar si esos vecinos habían reparado en alguien cerca de la casa antes de los crímenes o huyendo de ella después.

– ¿Conocías bien a la familia?

– Bastante. Llevaban aquí más de dos años. Les quedaban unos seis meses de condena.

– ¿Qué puedes contarme de ellos?

– El hombre se llamaba Taruya. Había sido dueño de una feria de espectáculos en Riogoku. Era un mercader rico e importante pero, cuando se volvió hinin, consiguió un empleo de verdugo en la cárcel de Edo. -Era una de las ocupaciones asignadas a los parias-. Su mujer Oaki y Yugao se ganaban un dinero cosiendo. La hija más pequena, Umeko, vendía su cuerpo a los hombres. -Señaló el reservado formado por el cobertizo-. Allí era donde los recibía.

– Necesito saber por qué Yugao mató a su familia, si es que fue ella -dijo Reiko.

– No me lo dijo, pero no se llevaba especialmente bien con ellos. Se peleaban mucho. Los vecinos siempre andaban quejándose del ruido. Claro que eso no es raro por aquí. Si hay algo que he aprendido en mis siete años en este infierno, es que cuando la gente está en la miseria y hacinada, es inevitable que estallen peleas. Es probable que alguna tontería fuera la gota que colmó el vaso de Yugao.

Reiko vio la oportunidad de responder por lo menos a una pregunta.

– ¿Por qué se convirtieron en parias Yugao y su familia?

– El padre cometió incesto con Yugao.

Reiko sabía que el incesto con una familiar de sexo femenino era uno de los delitos por los que podía degradarse a un hombre a la condición de hinin, pero aun así se quedó anonadada. Había oído rumores sobre hombres que satisfacían su lujuria con sus hijas, pero no concebía cómo un padre era capaz de hacer algo tan pervertido y repugnante.

– Si el padre de Yugao era el condenado, ¿qué hacían aquí la chica, su madre y su hermana?

– Eran tres mujeres desvalidas sin ningún dinero a su nombre. Dependían de que Taruya las mantuviera. Era mudarse aquí con él o morirse de hambre.

Lo que significaba que la familia entera, incluida Yugao, había compartido su condena. Parecía injusto, pero la ley Tokugawa con frecuencia castigaba a la familia de un criminal por el delito de éste. A Reiko se le aceleró el pulso al detectar un posible móvil para al menos uno de los asesinatos. ¿Se había sentido Yugao tan mancillada por el incesto que había llegado a odiar al padre que la tradición le mandaba respetar y amar? ¿Había prendido esa noche su mal carácter en una furia homicida?

Reiko paseó la mirada por la choza. Su imaginación pobló la habitación con un hombre y tres mujeres sentados a la cena. Los rostros del padre, la madre y la hermana eran indefinidos; sólo los rasgos de Yugao aparecían nítidos. Les oyó alzar la voz en una riña alimentada por la vida en condiciones de hacinamiento, la falta de comida y la deshonra compartida. Los vio lanzarse golpes, platos y maldiciones. Y tal vez el delito que los había condenado a su sino no se había interrumpido. Reiko se imaginó la casucha en la oscuridad de aquella noche. Vio dos figuras confusas, Yugao y su padre, en una cama superpuesta a la mancha de sangre más grande del suelo.

El la tiene sujeta, con la mano sobre la cara para ahogar sus gritos mientras la obliga a fornicar. Cerca, su madre y su hermana duermen en sus camas. Finalizada la ilícita cópula, el padre se aparta de Yugao y cae dormido, mientras ella se retuerce de ira. La indignidad de esa noche ha sido demasiado. Yugao ya está harta.

Se levanta, coge un cuchillo y lo hunde en el pecho de su padre. El se despierta aullando de dolor y sorpresa. Intenta arrebatarle el cuchillo, pero Yugao le hace cortes en las manos y lo apuñala una y otra vez. Los gritos del padre despiertan a la madre y la hermana. Horrorizadas, agarran a Yugao y la apartan de su padre, pero demasiado tarde: está muerto. Yugao está tan fuera de sí que pierde la cabeza. Vuelve el cuchillo hacia su madre y su hermana. Las persigue, lanzando tajos y puñaladas, mientras ellas gritan de terror. Sus pies dejan huellas ensangrentadas en el suelo, hasta que caen inertes.

Yugao contempla su obra. Su sed de venganza está saciada; su frenesí da paso a una serenidad enfermiza. Se sienta con el cuchillo en las manos y espera a lo que sea que ha de venir.

La voz del jefe interrumpió los pensamientos de Reiko.

– ¿Habéis visto suficiente?

La visión se esfumó; Reiko parpadeó. Tenía ya una teoría de por qué y cómo se habían producido los asesinatos, pero necesitaba más pruebas que las sustentaran antes de contarle a su padre que Yugao era culpable y debía condenarla a muerte.

– He visto suficiente -dijo-. Ahora debo hablar con los vecinos de la familia. -A lo mejor ellos habían visto algo que Kanai desconocía. ¿Había entrado alguien más en la choza y cometido los asesinatos? ¿Tenía que haber sido Yugao una de las víctimas? Eso dejaría en el aire preguntas sobre por qué había sobrevivido y confesado, pero Reiko todavía presentía que el crimen tenía aspectos que aún no había descubierto-. ¿Me guiarás por el poblado y me presentarás?

Kanai la miró, armado de paciencia.

– Como deseéis, pero creo que estáis perdiendo el tiempo.

La curiosidad de Reiko sobre los hinin se hacía extensiva a ese hombre que se había convertido en su ayudante voluntario, aunque escéptico.

– ¿Puedo preguntarte por qué acabaste como hinin?

La emoción le ensombreció las facciones; apartó la mirada de ella.

– Cuando era joven, me enamoré. Ella era camarera de un salón de té. -Hablaba como si cada palabra fuera un latigazo en sus carnes-. Yo era un samurái de una familia de orgullosa y arraigada estirpe. -Con todo, un atisbo de sonrisa decía que se regodeaba hiriéndose a sí mismo-. Queríamos casarnos, pero pertenecíamos a mundos diferentes. Decidimos que si no podíamos vivir juntos, moriríamos juntos. Una noche fuimos al puente de Riogoku. Nos atamos el uno al otro con una cuerda. Nos juramos amor eterno y saltamos.

Era una vieja historia, motivo de muchas obras de kabuki. Los pactos suicidas eran populares entre los amantes ilícitos. Reiko dijo:

– Pero tú estás…

– Vivo -finalizó Kanai-. Cuando caímos al río, ella se ahogó casi de inmediato. Renunció a su vida con facilidad. Pero yo… -Tomó un aliento tembloroso-. Fue como si mi cuerpo tuviera voluntad propia y no quisiera morir. Mientras nos arrastraba la corriente, me debatí hasta que las cuerdas que me ataban a ella se aflojaron. Nadé hasta un muelle. Un policía me encontró allí. Su cuerpo apareció río abajo al día siguiente. Y me convirtieron en paria.

Era el castigo usual para los supervivientes de un pacto de suicidio. Al escrutar su expresión sombría, Reiko se dio cuenta de que Kanai todavía lloraba a su amada.

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