– Lo más probable es que el asesino tocara al coronel Ibe ayer, en el festival del templo de Asakusa -explicó Sano, y se dirigió al capitán Nakai-: ¿Dónde estuvisteis anoche?
Algo parecido al alivio, combinado con el desafío, surcó la expresión de Nakai.
– En casa.
Sano se volvió hacia el detective Tachibana.
– ¿Es eso cierto?
– Sí, honorable chambelán -contestó su hombre, nervioso en presencia de sus superiores, pero seguro de su respuesta-. Pasó allí toda la noche. No se movió de su casa en ningún momento.
– Puse al capitán Nakai bajo vigilancia -explicó Sano a los presentes-. La declaración de mi detective confirma su coartada.
– ¿Hicisteis que un hombre me siguiera? -Nakai miró a Sano con indignación y asombro redoblados.
– Deberíais darle las gracias -observó Kato-. Os ha exculpado.
– Ciertamente. -Matsudaira lanzó a Sano una mirada especulativa y reprobatoria.
Yoritomo susurró al oído del sogún, que asintió y dijo:
– Capitán Nakai, aah, parece que no eres el asesino que buscamos. Regresa a tu puesto.
Estupefacto, el aludido no movió un músculo.
– ¿Eso es todo? -preguntó a Sano-. ¿Me acusáis delante de todos, arrastráis mi honor por el fango y luego se me despacha como si no hubiera pasado nada? -Tenía la cara roja de ira-. ¿Cómo se supone que debo mantener la cabeza alta en público?
Sano lamentaba haber dañado la reputación de un inocente, También tenía motivos para sentir que Nakai no fuera el asesino.
– Os ruego que aceptéis mis disculpas. Me encargaré de que todo el mundo sepa que vuestro honor está intacto y de que os compensen cualquier molestia que hayáis sufrido.
Nakai, ciego de ira, estalló contra el caballero Matsudaira:
– Después de todo lo que he hecho por vos, ¿consentís que me deshonren cuando deberíais recompensarme?
– Sugiero que obedezcáis la orden de su excelencia y salgáis antes de que vuestra lengua os meta en problemas -repuso el primo del sogún con frialdad.
El capitán se puso en pie, bufando de orgullo herido.
– Nunca habéis olvidado que tengo conexiones con el clan de vuestro enemigo. ¡Siempre me lo habéis echado en cara aunque no sea culpa mía! -Y salió de la sala hecho una furia.
Los reunidos esperaron un instante en silencio a que se despejara el ambiente emponzoñado. Sano sabía que se avecinaban más problemas. Detectó un temor similar al suyo en los rostros impasibles que lo rodeaban. Sólo el sogún estaba tranquilo en su ignorancia.
– Debo decir que no me sorprende que el capitán Nakai sea inocente -comentó Matsudaira. Tampoco parecía contrariado-. Nakai ha sido bendecido por la buena suerte. Otros no son tan afortunados. -Su mirada, preñada de acusación, atravesó a los dos ancianos.
Kato e Ihara intentaron disimular su desazón al ver las sospechas apuntadas de nuevo hacia su facción. El sogún le pidió con un codazo a Yoritomo una explicación de lo que acababa de suceder, pero los ojos luminosos y asustados del muchacho estaban fijos en Sano.
– Vos también tenéis un problema, honorable chambelán -prosiguió el caballero Matsudaira con el mismo tono amenazante-. Ahora que vuestro principal sospechoso ha quedado libre de culpa, la investigación se encuentra de vuelta donde empezó: sin ninguna idea de quién es el asesino.
Aunque el revés lo angustiaba, Sano no podía permitirse que Matsudaira creyera que la situación era tan aciaga como parecía.
– Hay varias líneas de investigación más -empezó.
El caballero lo atajó con un gesto de impaciencia.
– No me hagáis perder el tiempo hasta que se demuestren más válidas que lo que habéis descubierto hasta ahora. -Miró a los dos ancianos y luego a Sano, con un claro sentido: más valía que cualquier nueva vía que explorase apuntara a sus enemigos-. Si el asesino golpea de nuevo, habrá algunos cambios en el escalafón superior del régimen. ¿No os parece que la isla de Hachijo tiene sitio para más de un chambelán exiliado?
– Sí, mi señor. -Sano mantuvo la serenidad de tono y expresión. Por alto que hubiera llegado en el bakufu, nada había cambiado en realidad; su rango no lo eximía del Camino del Guerrero. Aún debía aceptar los abusos, por inmerecidos que fueran. Un cruel regodeo centelleó en los ojos de Matsudaira al percibir la lucha interior de Sano.
– Pero no temáis que la isla de Hachijo sea un lugar solitario. Tendréis compañía de sobra. -Atravesó con la mirada a Hirata, que dio un respingo involuntario-. Donde va el señor, va el vasallo.
La cara de Hirata adquirió la expresión del ciervo que ha visto apuntar al cazador una flecha directa hacia él. Matsudaira se volvió hacia el sogún.
– Creo que podemos levantar esta sesión, honorable primo.
El sogún asintió, demasiado confuso para objetar. Mientras él, sus hombres y los ancianos se levantaban y hacían una reverencia, Sano sintió la perdición en el aire como una tormenta en ciernes. El caballero Matsudaira dijo:
– Confío en que mañana sea un día más satisfactorio.
Fuera del palacio, Sano cruzó los jardines con Hirata. El ocaso pintaba una triste franja carmesí en el cielo por encima de las colinas de poniente; nubes como un muro de humo ocultaban la luna y las estrellas. Crecían las sombras y los insectos chirriaban bajo unos árboles que condensaban la noche en su follaje. En las linternas de piedra ardían las llamas; las antorchas de las patrullas de guardias destellaban en el paisaje oscurecido.
– Lamento no haber sido capaz de identificar al asesino -dijo Hirata, que parecía dispuesto a asumir toda la culpa.
– Yo lamento haberte metido en esta investigación. -Si le causaba a Hirata más perjuicios de los que ya había padecido, Sano nunca se lo perdonaría-. Pero no desesperemos todavía. Tenemos suerte de que el caballero Matsudaira nos haya concedido otra oportunidad. Es posible que las otras pistas nos conduzcan al asesino. Y el último crimen tal vez nos proporcione nuevos indicios.
– ¿Cuáles son vuestras órdenes para mañana? -preguntó Hirata.
Sano deseó una vez más poder excusar a su vasallo. Sin embargo, tanto el destino de Hirata como el suyo dependían del resultado, y no podía negarle la oportunidad de salvar su honor y su posición.
– Localiza al sacerdote que chocó con el jefe Ejima y al aguador que merodeaba cerca del comisario de carreteras Sasamura.
Hirata asintió, aceptando sin inmutarse la agotadora tarea de perseguir testigos por toda la ciudad.
– También me enteraré de si alguien vio al asesino acechando al coronel Ibe.
– Un incidente cualquiera podría proporcionar el empujón crítico que necesitamos -dijo Sano, si bien con más esperanza de la que sentía. Indicó a los detectives Marume y Fukida que se unieran a ellos-. En cuanto lleguemos a casa, organizad una búsqueda del sacerdote Ozuno. Tomad prestadas tropas del Ejército. Quiero todos los templos registrados. Si lo encontráis, retenedlo en algún sitio del que no pueda escapar y notificádnoslo a mí o a Hirata-san de inmediato.
Cruzaron la puerta que daba a los terrenos del palacio. Después de desearse las buenas noches, Hirata enfiló con Arai e Inoue el pasaje que llevaba al barrio administrativo. Sano se dirigió con Marume y Fukida a su complejo. Allí debía cribar la información sobre los contactos de las víctimas, buscar nuevos sospechosos y confiar en que tuvieran relaciones con los enemigos de Matsudaira. La sola idea lo agotaba. Probablemente se pasaría la noche en vela otra vez.
Cuando llegó a la mansión, se encontró el camino vacío salvo por sus guardias, que holgazaneaban ante la puerta. La visión era tan extraordinaria que él, Marume y Fukida se pararon en seco. Aunque Sano había cancelado todas sus citas, todavía era lo bastante temprano para que hubiera funcionarios prestos a enredarlo en cuanto apareciera. Dentro del patio, sus pasos resonaron en el fantasmagórico silencio.