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– De acuerdo -dijo-, supongamos por el momento que apuñalaste a tus padres y tu hermana. ¿Por qué lo hiciste?

Un súbito miedo cruzó los ojos de Yugao; apartó la mirada de Reiko.

– No quiero hablar de eso.

Reiko dedujo que, hubiera matado o no a su familia, el móvil de los asesinatos se hallaba en la raíz de su extraño comportamiento.

– ¿Por qué no? Dado que ya has confesado, ¿qué puede tener de malo explicarte?

– No es asunto vuestro -repuso Yugao, con el perfil pétreo e inflexible.

– ¿Había problemas entre tu padre, tu madre, tu hermana y tú? -insistió Reiko.

Yugao no respondió. Reiko esperó, sabedora de que las personas hablan en ocasiones porque no pueden aguantar el silencio. Sin embargo, Yugao se mantuvo callada, con la boca apretada como para evitar que se le escapara alguna palabra.

– ¿Te peleaste con tu familia esa noche? ¿Te hicieron daño de algún modo?

Más silencio. Reiko se preguntó si Yugao tendría algo raro además de una mala actitud. Parecía lúcida e inteligente, pero a lo mejor sufría alguna deficiencia mental.

– Tal vez no comprendes tu situación. Deja que te lo explique -probó-. El asesinato es un delito grave. Si te declaran culpable, te condenarán a muerte. El verdugo te cortará la cabeza. Ése será tu fin.

Yugao la miró con el rabillo del ojo, deplorando que Reiko la tratara como a una imbécil.

– Ya lo sé. Todo el mundo lo sabe.

– Pero a veces hay circunstancias que justifican matar a alguien -dijo Reiko, aunque le costaba imaginarlas en ese caso-. Si eso es cierto en tu caso, deberías decírmelo. Entonces yo se lo contaré al magistrado y él te perdonará la vida. Te conviene cooperar conmigo.

Yugao profirió una carcajada sardónica.

– Ya he oído eso antes -dijo mientras se volvía de cara a Reiko-. He pasado nueve días en la cárcel de Edo. He escuchado a los carceleros torturar a otros presos. Siempre decían: «Dinos lo que queremos saber y te dejaremos libre.» Algunos pobres infelices se lo creían y desembuchaban. Luego yo oía reírse a los carceleros mientras comentaban cómo lo habían ejecutado. -Sacudió la cabeza y rozó a Reiko con los largos y sucios mechones de sus cabellos-. Pues bien, no pienso tragarme vuestras mentiras. Sé que me ejecutarán diga lo que diga.

– No miento -se obstinó Reiko-. Si tenías un buen motivo para matar a tu familia, o me ayudas a determinar que no fuiste tú, quedarás en libertad. Te lo prometo.

El gesto desdeñoso de Yugao expresó cuan poco valoraba una promesa de Reiko. La cárcel debía de haberle enseñado por las bravas unas lecciones que no olvidaría con buenas palabras. Aun así, Reiko insistió:

– ¿Qué tienes que perder si confías en mí? Yugao se limitó a cerrar la boca con fuerza y endurecer su terca mirada. Reiko a menudo se había jactado de su habilidad para extraer información a la gente, pero Yugao llevaba la resistencia como una tortuga su concha, con sus secretos atesorados debajo. Reiko sentía rabia a la par que curiosidad. Optó por cambiar de táctica.

– La noche de los asesinatos, ¿estabas sola en la casa con tu familia?

Yugao no ofreció respuesta alguna, tan sólo un ceño mientras trataba de averiguar adonde quería ir a parar Reiko.

– ¿O había alguien más? -prosiguió ésta-. ¿Apareció alguien más y mató a tu familia a puñaladas?

– Estoy harta de tantas preguntas -musitó Yugao.

– ¿Intentas proteger a alguien cargando con las culpas? ¿Qué pasó de verdad esa noche?

– ¿Qué más da? ¿Por qué no dejáis de incordiarme?

Reiko empezó a explicarse de nuevo, por si no habían quedado claras sus intenciones.

– El magistrado…

– Ya -interrumpió Yugao con un bufido sarcástico-. El magistrado os ha azuzado contra mí. Y claro, vos habéis cumplido, porque sois una buena hijita que siempre hace lo que le dice su papá.

Su tono insultante parecía una reacción desmesurada a lo que sólo eran unas preguntas sencillas.

– Sólo quiero descubrir la verdad sobre un crimen espantoso -dijo Reiko, controlando su genio-. Quiero asegurarme de que no se castiga a la persona equivocada.

– Oh, ya veo -replicó Yugao con ironía-. Sois una dama rica mimada que se aburre en su mansión. Os entretenéis fisgoneando en los asuntos ajenos.

– No es cierto -dijo Reiko, zaherida por la acusación, no en menor medida porque contenía una pizca de verdad-. Intento asegurarme de que se haga justicia.

– Qué noble -se mofó Yugao-. Supongo que os divierte jugar con una hinin. ¿No tenéis nada mejor que hacer, so gansa boba y despreciable?

– ¡No me hables en ese tono! ¡Muestra algo de respeto! -ordenó Reiko, ya enfurecida. ¡Que una paria osara insultarla a ella, la esposa del chambelán!-. Estoy intentando ayudarte.

– ¿Ayudarme? -Yugao alzó la voz con incredulidad-. No me hagáis reír. Lo que de verdad queréis es que os diga algo que me haga parecer culpable. Así el magistrado podrá dormir tranquilo después de condenarme a muerte. -Una mueca insidiosa le torció los labios-. Pues bien, lo siento por él. Me niego a seguiros el juego.

A Reiko el honor la obligaba a seguir su investigación con independencia del derrotero por el que la llevara, y cualquier información que incriminara a Yugao sería utilizada en su contra. En ese caso, su padre la condenaría con la conciencia tranquila. La chica tal vez estuviera perturbada, pero su lógica era sólida.

– Me creas o no, soy tu última oportunidad de salvar la vida -dijo-. Si eres tan lista como te crees, me hablarás de la noche en que asesinaron a tu familia.

– Bah, dejad de molestarme -le espetó Yugao-. Marchaos.

– No hasta que hayas respondido a mis preguntas. -Reiko dio un paso hacia ella-. ¿Qué sucedió en realidad?

Yugao retrocedió unos pasos.

– ¿Por qué no os vais a casa a escribir poesía o colocar flores como las demás de vuestra calaña?

– ¿Por qué murieron tus padres y tu hermana?

Acorraló a Yugao contra la pared. Se miraron a los ojos mientras su antagonismo caldeaba la celda. Yugao hizo unos movimientos con la boca mientras los ojos le centelleaban de salvaje malicia. Escupió a Reiko directamente a la cara.

La esposa de Sano soltó un grito cuando el salivazo la alcanzó en la mejilla. Se apartó dando tumbos hacia atrás y se secó con la mano la baba tibia que le bajaba por la piel tenía tanto de mancilla como de insulto. Sintió tal arrebato de estupor, indignación y asco que sólo acertó a tartamudear y boquear. Yugao soltó una carcajada burlona.

– Eso os enseñará a no incordiarme -le dijo. Reiko tuvo el impulso de sacar la daga de la manga y enseñarle a Yugao una lección de su propia cosecha. Temerosa de matarla si permanecian juntas un momento más, salió por la puerta hecha una furia.

La voz provocadora de la detenida la siguió por el pasillo:

– ¡Eso, salid corriendo! ¡No volváis a acercaros a mí jamás!

El sol se puso sobre las boscosas colinas del oeste de Edo. Su luz menguante doraba los tejados que se extendían por la llanura debajo del castillo, el río que describía una curva alrededor de la ciudad y las pagodas del distrito de los templos. De varios puntos diseminados se elevaban penachos de humo negro. En el barrio de mercaderes de Nihonbashi, brigadas de bomberos formadas por hombres con capas y cascos de cuero y equipados con hachas corrían por las callejuelas serpenteantes de camino a combatir los incendios provocados por los forajidos, además de los causados por accidentes comunes. Los tenderos andaban ocupados recogiendo de la calle las muestras de género para guardarlas en sus establecimientos. Cerraban y aseguraban las persianas que cubrían sus tiendas. Las amas de casa se asomaban a los balcones y llamaban a sus niños. Jornaleros y artesanos regresaban a casa con paso ligero. Centinelas armados de porras y lanzas montaban guardia ante las puertas que separaban los barrios. En su resaca de los disturbios políticos, la ciudad se recogía temprano, en previsión de los problemas que a menudo traía la noche.

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