El público vitoreó cuando éstos esparcieron sal para purificar su campo de batalla sagrado. Dieron pisotones y palmadas para hacer alarde de su fuerza y ahuyentar los malos espíritus. Un arbitro sostuvo en alto un cartel con sus nombres. Al alzar la vista hacia los palcos, Sano reparó en que las filas superiores estaban abarrotadas salvo por un hueco directamente enfrente del círculo. En su centro se sentaba un samurái solitario.
– Allí está -dijo, señalando.
Él y sus hombres se abrieron paso a codazos entre la multitud y subieron por una escalerilla. Mientras se acercaban por el borde del palco, un grupo de plebeyos se sentó en el espacio vacío que rodeaba al capitán Nakai.
– Estáis demasiado cerca -dijo él-. Moveos. -Tenía la voz beligerante, amenazadora. Los plebeyos levantaron el campamento a toda prisa.
Sano sólo había visto a Nakai una vez -en una ceremonia después de la guerra, cuando el ejército victorioso había desfilado ante el caballero Matsudaira, exhibiendo las cabezas cortadas de los soldados enemigos derrotados-, pero el capitán le había causado una impresión duradera. Con su talle alto y atlético y sus nobles modales, era la raza guerrera personificada.
Aunque Nakai pasaba de los treinta años y ya no estaba en la flor de la vida, a Sano no le había costado imaginarlo matando en batalla a cuarenta y ocho hombres con sus propias manos. Sin embargo ese día estaba ocioso, vestido con ropajes de seda marrón, pantalones y sobreveste en lugar de armadura; repantigado en lugar de sentado con la espalda recta y orgullosa. El descontento ensombrecía sus facciones marcadas y fuertes mientras contemplaba a los luchadores.
– ¿Capitán Nakai? -dijo Sano.
El samurái se volvió. Al reconocer a Sano e Hirata se le despejó el malhumor de la cara.
– Honorable chambelán. Sosakan-sama. -Hizo una reverencia, atento y animado-. Sentaos, por favor. -Con una sonrisa que reveló unos dientes anchos y blancos, les ofreció el espacio que había mantenido libre.
– Muchas gracias -dijo Sano. El grupo se sentó.
– ¿Sois aficionado al sumo? -preguntó Nakai.
– Sí -respondió Sano-, pero no estamos aquí por eso. Hemos venido a hablar con vos.
– ¿Conmigo? -Nakai pareció desconcertado. Al verlo de cerca, Sano reparó en un defecto en su perfección: sus ojos. A su expresión le faltaba algo… quizá no tanto inteligencia como serenidad-. Pero ¿por qué? ¿Cómo sabíais que me encontraríais aquí?
Cuando Sano se lo dijo, se ruborizó.
– Bueno, sé que debería estar en mi puesto, pero no es que allí me necesiten de verdad. Además, preparar turnos de servicio e inspeccionar tropas es un trabajo aburrido comparado con librar una batalla.
Sano sabía que a muchos militares les costaba adaptarse a la vida ordinaria después de la guerra; estaban inquietos, propensos a pelear entre ellos y beber demasiado. Sin embargo, no veía con buenos ojos la actitud de Nakai. Hirata y los detectives lo miraron con recelo: en teoría, los samuráis acataban las órdenes sin quejarse.
– Después de todo lo que he hecho por el caballero Matsudaira, me merezco más. -Era obvio que Nakai pensaba que sus logros lo hacían merecedor de una recompensa, aunque su señor no le debiera nada por cumplir con su deber-. Han ascendido a muchos hombres que mataron a menos soldados enemigos, pero a mí no. -Su tono se tiñó de amargura-. Mi familia tiene primos lejanos que lucharon por, el bando de Yanagisawa. Estoy contaminado por la mala sangre, aunque no sea culpa mía.
A Sano le parecía posible, pues los lazos políticos importaban. Sin embargo, era más probable que los superiores de Nakai lo hubieran pasado por alto en favor de otros hombres menos diestros en el combate pero con más tacto social, hombres que tuvieran la prudencia de no ponerse en evidencia delante del brazo derecho del sogún.
– He sido un fiel servidor del caballero Matsudaira. Lo único que quiero es que lo reconozca. No busco un mayor estipendio. -Nakai adoptó un noble aire de mártir-. Lo único que pido es una oportunidad de servir al caballero Matsudaira con mayor responsabilidad, donde pueda hacer más por él incluso de lo que ya he hecho.
Sano aprovechó la pausa en su diatriba.
– Ahora es la vuestra. El caballero Matsudaira me ha ordenado que investigue la muerte del jefe Ejima. Agradecería vuestra ayuda.
– Por supuesto -dijo Nakai, sorprendido; era evidente que no había esperado ver cumplido su deseo de ese modo-. ¿Qué puedo hacer por vos?
Por debajo del palco, al otro lado del público que cubría el suelo, los luchadores terminaron su ritual y abandonaron el círculo en fila. El presentador anunció a gritos los nombres de los que se enfrentarían en el primer encuentro. Los tambores atronaron. Dos enormes luchadores, vestidos sólo con el taparrabos, se acuclillaron uno en cada extremo del círculo. El público se estremeció de expectación.
– Estoy interrogando a todos los que tuvieron contacto con Ejima poco antes de que muriera -empezó Sano-. Los registros muestran que tuvisteis una cita privada con él.
Nakai frunció el entrecejo como si intentara deducir el objeto de la conversación.
– Sí, le pedí a Ejima que me ayudara a conseguir un ascenso. Tenía una relación estrecha con el caballero Matsudaira, y pensé que podía hablarle bien de mí.
– ¿Qué sucedió?
A Nakai le destellaron los ojos de ira.
– Ejima me dijo que no. Era sólo un pequeño favor y podría habérmelo hecho sin que le supusiera ninguna molestia. La gente usa continuamente su influencia a favor de otras personas: así es como se abre uno camino en el bakufu. Pero Ejima me dijo que no me conocía lo bastante bien para recomendarme al caballero Matsudaira. Y que si quería llegar más alto en el mundo, tenía mucho que aprender. Luego me echó.
Sano había conocido a muchos hombres como Nakai, buenos en su trabajo pero estancados en los escalafones inferiores por su ineptitud para la política. No entendían las sutiles técnicas del cortejo de amistades y la prestación de favores. Debían aprender que si uno quería favores de extraños, más le valía tener algo que recordarles.
– Ejima me dijo lo mismo que el resto -explicó Nakai con rencor-. ¡Todos me trataron como si fuera un perro que les meara en los zapatos!
Hirata preguntó:
– Fue uno de ellos el ministro Moriwaki?
– Sí, hablé con él, en efecto.
– Eh.
– ¿En la casa de baños?
Nakai asintió con cara de pocos amigos.
– Ni quiso concederme una cita. Tuve que seguirlo hasta pillarlo desprevenido.
– ¿Qué pasó? -preguntó Hirata.
– Dijo que no podía ayudarme; ascenderme era decisión de mi oficial superior. -Nakai perdió los nervios y dio un fuerte golpe en el palco-. ¡Qué desfachatez la de esos viejos arribistas! Todos consíguieron sus nuevos cargos de campanillas después de que el caballero Matsudaira derrotara a Yanagisawa. Ninguno estaría donde está si no fuera por hombres como yo. -Se dio una palmada en el pecho-. Yo combatí en la batalla mientras ellos se escondían en sus casas. ¡Y ahora ni siquiera quieren tirarme una migaja de su banquete!
Sano admitía que Nakai tenía motivos para quejarse. Centenares de soldados habían muerto, y los beneficios los habían cosechado hombres que jamás habían manchado sus espadas. Sano pensó en más hombres aparte de Ejima y Moriwaki -y él mismo- que encajaban con esa descripción.
– ¿Pedisteis ayuda al supervisor de la corte Ono y el comisario de carreteras Sasamura?
Nakai soltó un bufido.
– Para lo que me sirvió…
– ¿Cuándo fue?
– No lo recuerdo exactamente. No mucho antes de que murieran.
Nakai seguramente sabía que un hombre en particular era quien más se había beneficiado de sus esfuerzos y además disponía de autoridad para conceder recompensas.
– ¿Le habéis pedido un ascenso al caballero Matsudaira?
Nakai sacudió la cabeza, rebosando resentimiento.