El teniente Asukai le gritó por encima del ruido:
– ¿Qué hacemos?
– Quiero hablar con quienquiera que sea el propietario -respondió Reiko a voces-. Encuéntralo.
Mientras el resto de los guardias se situaban alrededor de Reiko para escudarla de la chusma, Asukai se abrió paso entre el gentío y habló con el buhonero más cercano. Este respondió y señaló pasaje abajo. Reiko miró en la dirección indicada. Una joven se acercaba corriendo. Llevaba los pies descalzos y los ojos desorbitados de miedo. Se ceñía contra el cuerpo una túnica de algodón. A su espalda ondeaba una larga cabellera. Jadeaba mientras trataba de atravesar la muchedumbre. Dos samuráis la perseguían, y tras ellos avanzaba un hombre de mediana edad, bajito y regordete.
– ¡No dejéis que se escape, idiotas!- gritaba.
El teniente Asukai regresó a Reiko y dijo:
– Ese gordo es el propietario. Se llama Mizutani.
Reiko y sus guardias se sumaron a la persecución. El gentío los entorpecía, entre exclamaciones sobresaltadas. Recorrieron con esfuerzo las serpenteantes callejuelas, en pos del dueño de la feria. Los samuráis atraparon a la mujer en el mismo instante en que llegaba a la salida. Gritó. Mizutani le arrancó la ropa de un tirón y dejó a la vista sus pechos generosos y el pubis rasurado. Sacó una bolsita de tela de la túnica y luego le dio un bofetón en la cara.
– ¿Cómo te atreves a robarme mi dinero, putilla? -gritó. Luego se dirigió a los samuráis-. Dadle una lección.
Los aludidos empezaron a pegar a la mujer. Mientras ella chillaba, sollozaba y levantaba los brazos en un vano intento de protegerse, los espectadores lanzaban vítores y carcajadas. Reiko gritó a sus guardias:
– ¡Detenedlos!
Los escoltas se acercaron y agarraron a los samuráis, que parecían ronin contratados para encargarse del trabajo sucio de la feria.
– ¡Ya basta! -ordenó el teniente Asukai. Él y sus camaradas apartaron a los ronin de la mujer-. Dejadla en paz.
La chica salió corriendo por la puerta, deshecha en llanto. Mizutani soltó una exclamación indignada.
– ¡Eh, eh, ¿qué hacéis?! -A Reiko le recordaba a una tortuga: tenía cuello corto y nariz ganchuda; sus ojos poseían una mirada fija fría, de reptil-. ¿Quiénes os creéis que sois para inmiscuiros en mis negocios? -Se volvió hacia los ronin-. ¡Echadlos!
Los matones desenvainaron sus espadas. A Reiko la perturbaba haber creado sin querer otra escena problemática y peligrosa.
El teniente Asukai se apresuró a decir:
– Somos hombres del magistrado Ueda.
La actitud del dueño pasó bruscamente de una encendida indignación a una consternación asombrada: se las veía con agentes de la ley.
– Ah, bueno, en ese caso… -Agitó la mano en dirección a los ronin. Estos envainaron sus armas mientras él se aprestaba a defenderse-. Esa bailarina se estaba quedando las propinas de los clientes en lugar de entregármelas. No puedo dejar que mis empleados me estafen y se vayan de rositas, ¿o sí?
– Eso da igual -dijo Asukai-. El magistrado manda a su hija con una misión. -Señaló a Reiko-. Quiere hablar contigo.
Los fríos ojos del propietario parpadearon de perplejidad al volverse en su dirección.
– ¿Desde cuándo la hija del magistrado se ocupa de sus asuntos?
– Desde ahora -dijo Asukai.
Reiko se alegró de contar con su respaldo, aunque habría preferido tener autoridad propia.
– ¿Conocías a Taruya? -le preguntó al gordo.
Este se envaró, ofendido por verse interrogado con tanto atrevimiento por una mujer. El teniente Asukai terció:
– Más te vale responder, a menos que quieras que el magistrado Ueda realice una inspección de tu feria.
Amilanado por la amenaza, Mizutani cedió.
– Taruya era mi socio.
– ¿La feria era propiedad de los dos? -preguntó Reiko.
– Sí. Empezamos hace dieciocho años, con un tenderete. Fuimos ampliándolo hasta llegar a esto. -Su gesto orgulloso abarcó su extenso y bullicioso imperio.
– Y ahora la feria es toda tuya -comentó Reiko, perspicaz-. ¿Cómo llegó a suceder eso?
– Taruya se metió en líos. Se acostaba con su hija. Alguien lo denunció a la policía. Lo degradaron a hinin y le prohibieron hacer negocios con el público, de modo que yo tomé las riendas.
Reiko echó un vistazo a los buhoneros que cobraban a los clientes que acudían en tropel a los puestos. La desgracia de Taruya había sido lucrativa para el que fuera su socio.
– ¿Compraste la parte de Taruya?
– No. -Mizutani se relamió; su lengua parecía gris y escamosa. Se lo notaba incómodo, aunque a Reiko no le parecía el tipo de hombre que siente remordimientos por aprovecharse de los problemas de un socio-. Hicimos un trato antes de que Taruya partiera al poblado hinin. Yo le enviaría dinero todos los meses y dirigiría el espectáculo hasta que terminara su condena. Luego, cuando regresara, volveríamos a ser socios.
– Muy generoso de tu parte -comentó Reiko-. Pero no va a regresar. ¿Sabías que lo asesinaron?
– Sí, me enteré. Una tragedia. -El tono compungido de Mizutani sonó a falso; sus ojos no revelaban emoción alguna, sólo el deseo de averiguar el objeto de la visita de Reiko-. Se rumorea que su hija Yugao lo apuñaló, a él y a su madre y su hermana.
– Hay alguna duda sobre eso. ¿Tú crees que lo hizo ella?
Mizutani se encogió de hombros.
– ¿Cómo voy a saberlo? No he visto a ninguno de ellos desde que se mudaron a la colonia. Pero no me sorprendió oír que habían arrestado a Yugao. Esa chica era rara.
– ¿Rara en qué sentido?
– Pues no lo sé. -La pregunta desconcertó a Mizutani-. Tenía algo torcido, algo que no funcionaba. Pero nunca le presté mucha atención. -Soltó una risita-. Lo más probable es que se hartara de tener a Taruya en la cama.
– Pero a lo mejor no era la única persona en quererlo desaparecido -observó Reiko-. ¿Esos pagos mensuales eran una carga para ti?
– Por supuesto que no -repuso Mizutani como si la sugerencia lo insultara-. Era mi amigo. Me alegraba de echarle una mano.
De repente se oyeron gritos calle abajo: había estallado una pelea. Mientras los hombres se lanzaban puñetazos y los espectadores los espoleaban, Mizutani corrió hacia allí; sus ronin lo siguieron.
– ¡Eh! ¡Nada de peleas aquí! -gritó-. ¡Basta!
Los ronin se metieron en la refriega y separaron a los contendientes, mientras él iba y venía supervisando.
– ¿Queréis que lo traiga? -preguntó a Reiko el teniente Asukai.
Una mancha de color en la calle delante de la feria le llamó la atención. A través de la muchedumbre de paso vio a la mujer que Mizutano había golpeado, inclinada sobre un abrevadero de caballos, lavándose la cara.
– No -dijo-. Tengo una idea mejor.
Condujo a su comitiva fuera de la feria. La mujer se volvió cuando se acercaban. Tenía la boca hinchada donde Mizutani la había alcanzado; del labio le manaba un hilillo de sangre. Reiko se sacó un pañuelo y se lo tendió.
– Toma -le dijo.
La mujer parecía recelosa de la solicitud de una desconocida, pero aceptó el pañuelo y se secó la cara.
– ¿Cómo te llamas? -preguntó Reiko.
– Azucena. -Era mayor de lo que Reiko había pensado en un principio; pasaba de los treinta. Los sinsabores le habían estragado la voz, además de las facciones-. ¿Quién sois vos?
Cuando Reiko se presentó, un destello de temor cruzó los ojos de la bailarina.
– Sólo le he quitado unas pocas monedas de cobre. Él no las necesita y yo sí; me paga tan poco… -Dio un paso atrás con una mirada inquieta a los guardias de Reiko-. Os he visto hablar con él. ¿Quiere que me arrestéis? -Las lágrimas le quebraron la voz; unió las manos en ademán de súplica-. ¡No lo hagáis, por favor! Tengo un hijo pequeño. Bastante malo es haber perdido mi trabajo, pero si encima voy a la cárcel, ¡no habrá nadie que cuide de él!
– No te preocupes; nadie va a arrestarte -aseguró Reiko. Compadecía a la mujer y detestaba a Mizutani. La investigación no paraba de recordarle que muchas personas vivían al borde de la supervivencia, a merced de la limosna-. Sólo quiero hablar.