La pantalla del radar como antes no mostraba nada. No obstante que según el gravímetro, el cuerpo que se aproximaba era bastante grande.
A Murátov le parecía que el aparato indicaba una masa mucho más grande que cuando la «Titov».
Las palabras de Leguerier confirmaron que esto era así.
— La masa del cuerpo desconocido — dijo el astrónomo — supera en muchas veces la de los exploradores.
Unos cuantos minutos angustiosos más, y se disiparé la duda: un objeto volaba directamente hacia el observatorio.
8
Leguerier se abalanzó hacia di cuadro.
Un movimiento de su mano y todas las pesadas puertas herméticas encajaron en sus ranuras impidiendo cualquier acceso de un local a otro. El observatorio estaba dividido en compartimentos aislados.
Ahora se podía estar seguro de que la catástrofe no causaría una ruina total.
¿Dónde tendría lugar el terrible golpe del choque con él cuerpo cósmico?
Las personas estaban llenas de impaciencia…
Murátov en estos segundos, sin saber por qué, pensó no en sí y no en las personas que se encontraban con él, sino en las naves de su escuadrilla. Se encontraban relativamente cerca de la cima del embudo de granito que robeaba el observatorio.
¿Acertarían a hacer allí lo mismo que aquí había hecho Leguerier?
Ya era tarde para dar la orden por el radiófono.
«Además — pensó Vífctor — si el cuerpo cae en la astronave, de ésta no quedará nada, ya que su masa es enormemente grande. Ningún refugio salvaría a la gente».
La aguja del gravímetro continuaba acercándose inexorablemente hacia la raya roja y esto era señal de que se aproximaba una catástrofe. Eran completamente inútiles los campos de defensa antigravitacional y magnético. Eran demasiado débiles para influir en esa mole. Una muerte casual y absurda se cernía sobre las personas que carecían de medios para evitarla.
– ¡Miren! — dijo Leguerier, alargando la mano hacia el gravímetro.
Era algo más que extraño, inexplicable, lo que ellos vieron.
La aguja disminuyó todavía más su movimiento. En contra de las leyes de la atracción no aceleró su movimiento, sino todo lo contrario, lo disminuyó, y ahora se movía casi imperceptiblemente.
Y de repente… se detuvo por completo, casi tocando la línea roja.
Esto significaba que el cuerpo desconocido cesó su caída y pendía inmóvil sobre Hermes a una distancia no mayor de cien metras.
Una inspiración ruidosa de alivio salió simultáneamente del pecho de los que se encontraban en el camarote.
¡Salvados! El peligro, que hasta ahora parecía inevitable, pasó de una forma incomprensible.
— Esto sólo puede hacerlo una nave dirigida — dijo Leguerier.
– ¡Cuáles son entonces sus dimensiones! — exclamó asombrado Murátov.
No cabía la menor duda. Todo lo que había de incomprensible en la actitud del cuerpo desconocido, sería completamente comprensible si esto fuera una nave cósmica con potentes motores.
¿De dónde podían proceder? La Tierra no comunicó sobre el vuelo de alguna nave en esta zona. Cualquier astronave hubiera comunicado sus coordinadas de posición, si su comandante por cualquier motivo tuviera que descender en el asteroide. Lo hubieran captado hacía tiempo los radares. Y lo más importante de todo es que ninguna de las naves cósmicas posee tan enormes dimensiones y carece de la «capacidad» de absorber por completo los haces de ondas de radio.
La astronave desconocida, juzgando por su masa, era gigantesca, pero a través del techo transparente del camarote se veían sólo las estrellas.
— Se ha detenido un poco hacia un lado — dijo Leguerier y en su voz se notó un estremecimiento de emoción —. No hay la menor duda de que es una nave cósmica ¡pero no nuestra!
Todavía estaba hablando cuando la aguja del gravímetro de nuevo vaciló y rápidamente se deslizó hacia la izquierda.
La nave cósmica se alejaba.
¿Para qué entonces voló hacia Mermes? Si los desconocidos astronautas observaron en el asteroide una obra artificial, debían haberse interesado y aclarar lo que era. En vez de esto se detuvieron menos de un minuto y partieron. Durante este corto tiempo era imposible haberlo examinado todo bien. Además, para realizar esta maniobra se exigía un gasto de energía aunque ésta no fuera muy grande.
¿Cuál era la causa de esta conducta tan rara?
Los ingenieros y científicos se miraban unos a otros en silencio. Nadie comprendía nada, y las personas se hacían a sí mismo la siguiente pregunta: ¿no sería una ilusión esta visita?
Leguerier interrumpió el largo silencio.
— La nave se aleja en línea recta y gradualmente aumenta su velocidad — dijo —. ¿Para qué la disminuyó y se detuvo? Esto es más que incomprensible.
Inesperadamente fulguró una luz brillante. Aquellos, que tuvieron tiempo de erguir la cabeza, observaron delante de ellos, cómo en el cielo aterciopelado negro se inflamó la nube de un torbellino de llamas de una explosión monstruosa.
Tuvo lugar muy lejos, pero precisamente allí donde debía encontrarse la nave. El camarote se iluminó en un instante con una luz blanca mortecina. Y de repente todo se apagó.
La aguja dd gravímetro cayó hacia el cero como si estuviera agotada. ¡Desapareció como por encanto la masa que actuaba en él, la masa de la nave cósmica de otro mundo que hasta hace poco volaba hacia Hermes!
– ¡Una catástrofe! — gritó Murátov —. La nave ha explotado.
— Sí, ha explotado — dijo despacio y tristemente Leguerier —. Ha tenido lugar una aniquilación. Y nunca sabremos lo que ha pasado ante nuestros ojos.
— Ni a qué humanidad pertenecía — añadió Murátov.
La inesperada catástrofe conmovió profundamente a todos. Las personas estaban emocionadas. ¡Aunque fueran seres desconocidos, extraños a las personas de la Tierra los que se encontraban en la nave, eran representantes racionales de la humanidad del universo!
¡Tan cerca, al lado, estuvo la mente de otro mundo; en este momento podía haber tenido lugar la entrevista tan esperada de las personashermanos! ¡Por primera vez en la historia! ¡Y no fue posible! El mensajero de otro mundo, que posiblemente había salido de las lejanías profundas del espacio, desapareció sin dejar huellas.
¡Esto era tan absurdo, tan insoportablemente ofensivo, tan estúpido!
Leguerier presionó maquinalmente el botón que establecía la comunicación entre los departamentos del observatorio.
– ¿Pero por qué, por qué no descendieron? — dijo Weston —. Ellos tuvieron que haber visto nuestro observatorio. ¿Por qué tan apresuradamente se alejaron?
— Es posible, precisamente porque — contestó Murátov —. Vinieron a nosotros del antimundo. Se convencieron de que nuestro asteroide, en relación con ellos, era de antisubstancia, y se apresuraron a alejarse del peligro. Y al alejarse chocaron con un meteorito y tuvo lugar la aniquilación que ellos temían.
— Su hipótesis es infundamentada, Murátov — dijo Leguerier —, infundamentada por dos razones. Primera, en ese momento no volaban ningunos grandes meteoritos. A la distancia que tuvo lugar la explosión nuestros radares hubieran registrado cualquier meteorito. Segunda, la nave cósmica que volaba a un sistema planetario extraño, debía estar defendida del peligro de la aniquilación. Ellos debían tener determinado hace tiempo de qué materia se compone nuestro sistema planetario. Además se encontraron con nosotros no en su extremo sino casi en el centro.
— Podían no haber atravesado todo nuestro sistema sino acercarse a él, por abajo o por arriba, en relación con el plano de la eclíptica.
— Inconcebible. Tal imprudencia no es propia…
No terminó de hablar escuchando atentamente una llamada perceptible procedente de la cámara de entrada que era la puerta exterior del observatorio.