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El sharex corría velozmente entre los campos. En los mares dorados de los trigales, parecidos a islas, negreaban como cadenas alineadas los enormes vechelektros, torpes en apariencia. Sólo se podían ver aquellos que se encontraban lejos. Los cercanos a la vía pasaban fugaces a los ojos.

No se veía ni un alma.

El expreso se detenía con poca frecuencia. Cuando terminaban los campos, pasaba cerca de la ciudad o de un poblado obrero, y otra vez los infinitos campos dorados.

¡Ucrania!

Murátov todo el tiempo miraba por la ventana pero no veía nada.

Los cuadros de aquellos días inolvidables pasaban unos tras otros como una cinta cinematográfica en la pantalla invisible de su memoria…

… ¿Qué significó la mirada de Guianeya, allí, en la cámara de salida de la nave?

La huésped de un mundo extraño de una forma ostensible no permitía a nadie, incluso acercarse a ella, y Murátov inesperadamente la cogió en sus brazos, sin que ella ofreciera resistencia. Murátov recordaba perfectamente que Guianeya se apretó contra su pecho, probablemente para aliviarle el peso, y no protestó con nada. No podía dejar de comprender que lo hizo llevado por un sentimiento de preocupación por ella.

De ninguna manera la rara mirada de Guianeya podía reflejar odio. Después, durante los cuatro días que duró el viaje a la Tierra, Guianeya se dirigió varias veces a Murátov, como antes lo hacía con Leguerier.

Si ella se hubiera enfadado, si hubiera estado ofendida, podría ignorar a Murátov, lo mismo que hacía con todos en el asteroide, excepto con Leguerier. Podría haberse dirigido en caso de necesidad a Goglidze, ingeniero jefe de la escuadrilla, que se encontraba también en la astronave insignia.

Pero Guianeya «no prestó atención» ni a Goglidze, ni a ningún otro miembro de la tripulación, «reconoció» sólo a uno, sólo a Murátov.

¡Lógica incomprensible pero evidente!

¡Sólo se dirigía a los jefes!

¡En Hermes a Leguerier, en la astronave a Murátov! El resto, como si no existiera para Guianeya.

Era un hecho raro, muy raro, y muy difícil de encontrar una explicación verosímil.

«Orgullo y altivez», decía Leguerier.

¡No, no estaba en lo cierto! ¡No puede ser verdad! No puede concordar, de ninguna forma puede concordar, la altivez con una alta civilización, como la necesaria para llevar a cabo el vuelo interestelar realizado por Guianeya.

Se presentó a las personas en una nave cósmica que había volado de otro sistema planetario, y ¿quién podía decir en qué abismo del espacio se encontraba el Sol de su patria? Esta nave nadie la había visto, pero era sabido que era gigantesca, y superaba en mucho las dimensiones de lis terrestres. Y además poseía propiedades que todavía no las tenían las naves de la Tierra.

La técnica de la patria de Guianeya se debía encontrar a una gran altura. Y esta clase de técnica es inseparable de una alta organización de la sociedad de los habitantes racionales del planeta donde surja.

¿Cómo puede concordar esto con la explicación de Leguerier?

Pero refutarla era muy difícil. Guianeya con su conducta, considerada desde el punto de vista terreste, parecía que confirmaba el criterio del astrónomo francés.

¡Desde el punto de vista terrestre!

Murátov estaba convencido de que precisamente en esto se encierra el error. Desde el punto de vista de Guianeya todo esto podía considerarse de una forma completamente diferente.

Era interesante cómo determinó Guianeya quién de las personas que la rodeaban era el jefe. Ya hacía tiempo que había desaparecido en la Tierra la idea de que una persona pueda ser más importante que otra. Y no podía manifestarse ni en la conducta, ni en las relaciones mutuas un estado de subordinación. Todos se portaban igual, y sólo por las conversaciones se podía determinar el papel de cada persona en una situación determinada. Pero Guianeya no podía comprender el idioma de la Tierra. Y no podría comprenderlo incluso en el caso de que perteneciera a los que enviaron a la Tierra los satélitesexploradores. Ni tampoco aunque sus allegados hubieran desembarcado secretamente en la Tierra y hubieran conocido los idiomas existentes en ella. El personal del obsevatorio astronómico de Mermes y los miembros de la escuadrilla auxiliar hablaban en un nuevo idioma que se formó hace treinta años, y que, poco a poco, iba convirtiéndose en un idioma general. Guianeya no lo podía conocer. Se podía decir con toda seguridad que durante el último medio siglo nadie procedente de otro mundo hubiera podido visitar la Tierra sin haber sido notado. Para esto existía el «Servicio del Cosmos».

Murátov recordaba la llegaba de la escuadrilla a la Tierra. Aterrizó en el mismo cohetódromo de donde despegó. Recordaba la innumerable muchedumbre que los acogió. No eran miles, ni decenas de miles, fueron millones de personas las que vinieron aquí para recibir a Guianeya. La aparición en la Tierra del primer representante de otros seres se transformó en una fiesta de todo el planeta.

Esta grandiosa manifestación produjo una impresión imborrable en Murátov y sus acompañantes.

¿Qué impresión había producido en Guianeya?…

Guianeya no manifestó ningún interés hacia lo que la rodeaba desde el primer día de su aparición, en la cámara de salida del observatorio, incluso hasta en el aterrizaje de la astronave insignia en la Tierra. En cada movimiento, en cada mirada se traslucía una indiferencia rayana en la apatía. En siete días de estancia entre las personas de la Tierra sólo había hecho cuatro gestos significativos: rechazar la mano de Jansen cuando quería medir la temperatura de su cuerpo, renunciar a la ayuda de Murátov en la cámara de la astronave y mover dos veces la mano suavemente como si quisiera decir: «¡volemos!»

A esta corta lista se podía añadir un gesto de saludo: cuando levantó hasta el hombro la mano abierta.

¡Y más no hubo!

Con este mismo gesto respondió Guianeya saliendo de la nave bajo el cielo de la Tierra a las personas que la vinieron a recibir.

Se podía suponer, teniendo en cuenta la juventud de Guianeya, que ella pisaba por primera vez el suelo de otro mundo, que por primera vez veía a otras gentes, a otra naturaleza.

¡Y a pesar de esto ni el más pequeño síntoma de emoción!

Esto no era natural.

Los científicos decidieron después de largas vacilaciones, discusiones y debates, no aislar a Guianeya de la atmósfera de la Tierra. Era demasiada incomodidad la que se le ocasionaría a la huésped teniéndola encerrada en la escafandra. Si enfermara se le curaría, ya que no existía microbio contra el que no hubiera un remedio seguro. Además, la misma Guianeya, al parecer, no temía el contagio.

Y la muchacha de otro mundo se presentó ante las personas «en todo el esplendor de su belleza», como había dicho Leguerier, desde los pies a la cabeza vestida de «oro», con la hermosa cabellera azulnegra, destacándose perfectamente el tono verdoso de su piel.

Las pantallas instaladas en todas las partes, a muchos kilómetros del cohetódromo, la mostraron a todas las personas.

Todos sabían de qué forma poco corriente estaba vestida la huésped del cosmos, y a pesar de esto, al aparecer tan rara «cosmonauta», provocó exclamaciones de asombro que resonaron como un trueno.

Murátov observaba atentamente a Guianeya. En ausencia de Leguerier era la única persona que podía, aunque sólo fuera aproximadamente juzgar sus sentimientos por la expresión de su rostro.

Guianeya parecía tranquila e indiferente como siempre. Se detuvo al salir en el primer escalón de la escalera, levantó lentamente la mano hasta el hombro y la bajó con la misma lentitud. Su mirada estaba dirigida hacia adelante. Incluso no miró ni al enorme círculo que formaban las personas que vinieron a recibirla. Después bajó los ojos.

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