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Segunda parte

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Murátov, con todo respeto para el interlocutor, no pudo contener la risa. Era cómico el rostro ofendido y perplejo de Bolótnikov, la nota lastimosa, completamente infantil, que resonaba en su voz.

— Ya lo sabía — dijo refunfuñando el profesor —. Todos se ríen. Pero a mí no me hace ninguna gracia.

— Perdone — contestó Murátov —. No quería ofenderle. Pero tiene usted que estar de acuerdo conmigo que todo esto no sólo es incomprensible, sino también un poco ridículo.

Tal fantasía en una persona mayor, y además cosmonauta, es sencillamente un absurdo.

Pero no es nada grave, el asunto puede tener arreglo.

— No le comprendo.

— Muy sencillo, a Guianeya nadie le ha hablado de este tema. Hace falta explicarle que no debe ofender a las personas. Por lo visto no se da cuenta de ello. Intentaré hacérselo comprender.

– ¿Usted piensa que ella escuchará sus palabras?

— Tengo la esperanza.

— Yo lo dudo. La antipatía de Guianeya a las personas pequeñas, por lo visto, tiene alguna causa. Esto no es una fantasía, como usted ha dicho, esto es algo distinto, más profundo y fuerte. Esto lo lleva en la sangre.

— Precisamente por esto, es necesario decirle que se encuentra en la Tierra y no en su patria. Debe comprender que en la Tierra son iguales las personas de estatura alta o baja.

Y que no debe traer aquí las costumbres… — De repente Murátov se cortó —. No le parece — dijo — que de este hecho se puede sacar una deducción muy interesante. ¿Cómo no se le orurrió a nadie? ¿Si todos los compatriotas de Guianeya tienen la misma estatura que ella, de dónde ha podido surgir su antipatía?

— Completamente cierto — dijo Bolótnikov —. He pensado mucho sobre esto. Está claro que la población de su planeta se divide en dos tipos distintos: unos altos y otros bajos.

Los de estatura alta tratan con desprecio a los de baja… Es posible que los de estatura baja sean salvajes.

– ¿Salvajes? ¿En el planeta donde está tan altamente desarrollada la técnica de los vuelos interestelares?

– ¿Qué tiene que ver esto? Perdóneme, pero no es usted lógico. ¿Acaso en la Tierra la técnica tiene un nivel bajo? ¿Las personas están todas al mismo nivel? ¿Acaso entre nosotros no hay pueblos que sólo ahora comienzan a incorporarse a la civilización? ¿Y cuál es la situación en América del Sur, en Australia, en las islas del Océano Pacífico?

— Pero nosotros no los despreciamos.

— He aquí donde está el quid. Donde está la diferencia.

— No sé — dijo pensativo Murátov —. Si usted está en lo cierto, Nikolái… perdone.

Nikolái Adamovich, entonces sus palabras conducen a un pensamiento desagradable.

Bolótnikov movió la cabeza.

— Justo — dijo —, muy desagradable. La conducta de Guianeya en relación con personas como yo, no se puede calificar nada más que con la palabra «desprecio». Este desprecio sólo pudo surgir de la conciencia de su superioridad. El origen de la conducta de Guianeya radica en que en su planeta existe la división de la sociedad en señores y esclavos.

«Presentarse ante nosotros como una señora, he aquí su objetivo», recordó Murátov las palabras de Leguerier.

– ¿No es demasiado fuerte? — preguntó con vacilación Murátov estando en su interior de acuerdo con la conclusión del profesor.

— Estaría contento si me equivocara — contestó Bolótnikov.

«Leguerier es de alta estatura — pensó Murátov — y yo todavía más. Stone es muy alto, Marina pasa en mucho la talla femenina media. Todos a los que Guianeya presta su atención son iguales en este caso. ¿Es posible que Bolótnikov tenga razón? ¡Pero esto pasa de la raya! Entonces la misma Guianeya sería una salvaje».

– ¡Es incompatible el régimen de esclavitud con los vuelos cósmicos! — dijo en voz alta —. En sus palabras sin duda alguna hay algo de verdad. Pero me parece que el caso es mucho más complicado y delicado. No queda más remedio que pensar.

— Piense — contestó bondadosamente el profesor —, esto siempre es útil.

Murátov llegó a Poltava con un retraso de veinticuatro horas por la mañana, en el día de la toma de tierra de la Sexta expedición lunar.

Quería recibir a la expedición porque formaba parte de ella Serguéi, y Murátov hacía mucho tiempo que no había visto al amigo de la juventud y lo echaba de menos.

Fiel a su promesa iba a buscar inmediatamente a Bolótnikov, que se alegró mucho de su llegada.

A la pregunta de que si, como él quería, había conocido a Guianeya, el profesor explicó muy ofendido que Marina había intentado presentarle a Guianeya, pero que ésta volvió la espalda e incluso no contestó al saludo. Bolótnikov ofendido se apartó inmediatamente de ella.

Era muy pequeño de estatura y la extraña antipatía de Guianeya se manifestó en todo su «esplendor».

Esta tesonera «ineducación» era difícil de explicar, cuanto más que Guianeya se portaba en todo lo demás modesta y cortésmente. Ya llevaba viviendo en la Tierra año y medio y era hora de comprender que aquí no había ni «señores» ni «esclavos». Para esto se necesitaba el espíritu de observación más elemental y superficial.

¡Y no obstante!..

Después de despedirse de Bolótnikov, Murátov se dirigió a la casa en la que vivían Marina y Guianeya. No era difícil encontrarla ya que todo el mundo sabía dónde paraba la huésped del cosmos.

Murátov estaba emocionado cuando se encontró ante la puerta. ¿Cómo le recibiría Guianeya? ¿A lo mejor estaba ofendida por la falta de deseo de Murátov de encontrarse con ella? Y de hecho no había ninguna causa que justificara su terquedad. Guianeya estaba acostumbrada a que sus deseos se cumplieran inmediatamente.

Llamó a la puerta con los nudillos ya que no vio en ninguna parte el botón del timbre, pero nadie le contestó. Esperó un poco, y al cabo de un rato empujó la puerta y entró.

En casa no había nadie.

En el comedor vio las huellas del desayuno que todavía estaban sin recoger. Sin duda alguna las dos muchachas salieron de prisa. Encima de la mesa había una nota escrita por Marina.

Murátov leyó:

«Querido Víktor: Si vienes a visitarnos y no estamos, es que hemos salido, para Selena.

Guianeya quiere visitar la ciudad. Nos veremos en el cohetódromo».

No había ninguna firma.

Murátov arrojó con desilusión la nota. Quería que su primera conversación con Guianeya fuera sin testigos, y no en el cohetódromo, entre la gente…

«Si vienes… y hemos salido», repitió enfadado las palabras de la nota ¡Y eso se llama lingüista! La manera bien conocida de su hermana de escribir cartas como si fuera intencionadamente en pugna con las reglas de la gramática, lo molestó.

Salió de casa. Pero no había dado nada más que unos pasos, se detuvo y… regresó.

Como ocurre con frecuencia, recordó de repente que en la mesa vio no sólo la nota de su hermana, sino también un dibujo, que entonces no le llamó la atención, y ahora inesperadamente surgió en su memoria. Había algo muy conocido en este dibujo.

Entró de nuevo en la misma habitación y se acercó a la mesa.

La memoria no lo había engañado. Allí estaba un álbum abierto que por lo visto pertenecía a Guianeya.

Murátov no consideró bien examinar todo el álbum, pues no sabía si esto le agradaría a Guianeya. Pero la página abierta él podía mirarla, teniendo además en cuenta que Guianeya sabía que él podía venir en su ausencia.

Estaba dibujado a toda página un paisaje de Hermes con sus rocas tenebrosas, el cielo estrellado y un extremo del disco del observatorio. En primer plano se veía una persona con escafandra que mantenía en sus brazos a otra. A juzgar por la forma cúbica del casco ésta era la misma Guianeya. Estaba representado el momento cuando Murátov sacó a Guianeya de la cámara de salida del observatorio para llevarla a la astronave insignia de la escuadrilla.

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