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Merigo y otros criados de Deya tuvieron que sufrir muchas veces la ferocidad de su amo. Por una pequeña falta los apaleaban, y tres pagaron con su vida una culpa insignificante. Fueron quemados vivos.

Así murió la hermana de Merigo. Y él odiaba profundamente a los extranjeros y a todo lo relacionado con ellos.

Merigo fue el primero en enterarse del vuelo de los «odiados» hacia otro planeta.

Tenían que haber salido dos naves, pero después, por algo, salió sólo una.

La segunda quedó completamente preparada. Por lo visto debía despegar un poco más tarde.

Pero no tuvo tiempo. Estalló la sublevación.

Los «odiados» no hacían nada. Utilizaron a los esclavos para preparar sus naves, a los esclavos más aptos e instruidos.

Para los isleños la técnica era, claro está, desconocida e incomprensible. No sabían adonde voló la nave, pero sí que la tripulación iba a dormir durante el camino y que la nave estaría gobernada por un mecanismo enigmático que los «odiados» denominaban «cerebro de navegación», el cual llevaría la nave hasta el objetivo.

Las dos naves fueron preparadas de la misma forma y simultáneamente.

Y cuando una salió y la segunda quedó, cuando se terminó con los extranjeros, surgió el plan de utilizar esta nave.

En el pueblo tan largamente oprimido se desarrolló el sentimiento de solidaridad.

Querían ayudar a otros a evitar la misma suerte y comprendieron perfectamente que no se podía dejar vivos a los cuarenta y tres.

A decir verdad, cuarenta y dos, ya que nadie levantaría la mano contra Riyagueya.

Sabían cómo poner en marcha el mecanismo de la nave y nada más. Y sin pensar en lo descabellado de su plan, salieron los cuatro.

Merigo debía relatar todo a aquellos desconocidos para ellos, y ayudar a sus tres acompañantes a hablar y comprender a aquellas gentes.

Les enseñaba ahora a hablar en español, ya que si tenían la suerte de llegar vivos al objetivo, se verían obligados a pasar toda su vida en un planeta extraño. ¿Quién les podía indicar el camino de regreso?

Sólo Riyagueya.

¿Pero, quería hacerlo? No sabían qué impresión le causaría la noticia de la liquidación de todos sus compatriotas.

Los cuatro estaban dispuestos a no volver jamás a la patria.

— De nuevo me encontraré allí con Guianeya — dijo Merigo —. Ella no espera este encuentro. Y yo, con mis propias manos la mataré. ¿Cuánto quedaba por volar? Ellos no lo sabían.

3

– ¡Ahí está! — exclamó Guianeya —. Lo que ustedes buscan.

Todo el tiempo estaba conectada la radiocomunicación entre los cuatro todoterreno.

Sus palabras, repetidas por Murátov, fueron escuchadas al mismo tiempo por todos. Y se podía decir con toda seguridad que los participantes de la expedición las habían acogido en las cuatro máquinas con la misma alegría y emoción que Stone.

– ¿Dónde? — preguntó en el idioma de Guianeya.

¡Encontrarla en el segundo día de las búsquedas! ¡Vaya suerte! Después de tres años de fracasos sistemáticos.

— Delante de usted. Y muy cerca. Murátov tradujo la contestación. Los todoterreno se detuvieron.

Por delante no se veía nada. Las mismas tenebrosas rocas marróngrises cortadas por grietas, polvo casi amarillo que en espesas capas cubría el suelo. Los contrafuertes escarpados de las montañas se ocultaban en el alto cielo.

¡No se veía nada!

Esto les parecía a las personas de la Tierra, pero Guianeya sí que veía.

A nadie se le hubiera ocurrido buscar la base en un lugar como éste. Aquí nada se podría haber encontrado.

Delante, a unos doscientos metros, la cordillera se retorcía terminando en agudos salientes, con enormes amontonamientos caóticos de piedras que en algún tiempo habían sido derrumbadas por un alud. La profundidad de los pliegues se ocultaba en una sombra negra e impenetrable.

¡Cuántos de estos pliegues habían sido encontrados durante las búsquedas!

La mano de Guianeya indicaba directamente hacia esta sombra.

– ¿Allí — preguntó Stone — en la sombra?

— Sí, en la misma profundidad.

– ¡Los proyectores! — ordenó Stone. Cuatro poderosos haces de rayos, procedentes de las cuatro máquinas, disiparon la negra sombra.

¡Nada! Las mismas rocas que al pie de las montañas. Lo mismo que en todas partes.

— Aquí de ninguna forma podíamos encontrar nada — dijo Véresov —. ¡Y tan cerca de la estación!

– ¿Está usted segura? — preguntó Stone.

— La veo — respondió sencillamente Guianeya.

Como se aclaró más tarde, en este momento a todos les acudió a la mente el mismo pensamiento:

«Aquí reina la sombra eterna. El Sol nunca ha iluminado este lugar. El terreno montañoso está enfriado casi hasta el cero absoluto. En este lugar no puede haber ninguna radiación infrarroja. ¿Cómo Guianeya puede ver algo? Es decir, a su vista es accesible no sólo la parte infrarroja del espectro.»

No podía dudarse de que Guianeya veía la enigmática base.

– ¡Qué superficie aproximada ocupa la base? — preguntó Stone.

Al escuchar la tradución de la pregunta, Guianeya se quedó pensativa. Murátov creyó que no conocía las medidas terrestres longitudinales y superficiales, pero resultó que Guianeya callaba por otra causa. Quería contestar lo más exactamente posible.

— Me es difícil determinarlo a ojo — dijo al fin —. Pero me parece que su superficie es de cerca de seis mil metros cuadrados.

«¡Caramba! — pensó Murátov —. Sabe el español como una auténtica española. Incluso le es conocida la aritmética. Completamente incomprensible».

Ahora no había tiempo para pensar en cosas ajenas. Murátov tradujo la contestación de Guianeya al impaciente Stone.

— Es decir — dijo el jefe de la expedición —, aproximadamente ochocientos por ochocientos metros. Esta superficie la podemos explorar con cuatro máquinas.

Al momento dio la disposición para que hacia este lugar saliera un todoterreno equipado más.

— A toda velocidad siguiendo nuestras huellas — ordenó por el micrófono —. No hay hendiduras ocultas, el camino es seguro. Avise a Szabo. Le espero dentro de quince minutos.

Los proyectores iluminaban brillantemente las desigualdades rocosas en la profundidad del pliegue. Los rayos de luz que por primera vez penetraron en este ámbito hacían caer sombras pronunciadas. Pero como antes nada extraño se notaba.

Un pensamiento alarmante le acudió a Stone.

— Pregúntele — dijo — ¿no es peligroso iluminar la base?

Guianeya contestó que no lo sabía.

Stone ordenó apagar los proyectores, retardando un poco las precauciones.

— Cuando sea necesario los encenderemos de nuevo.

— Es raro — señaló Murátov —. Los satélites no son transparentes. ¿Por qué no encubren las rocas que se encuentran tras ellas? ¿Por qué no hay sombra de los satélites?

– ¿Es posible que no estén aquí? — supuso Tókarev —. ¿Puede ser que aquí sólo se encuentre la base abandonada?

— Pregunte esto a Guianeya — dijo Stone. Murátov le explicó de la mejor forma lo que desconcertaba a él y al resto de los participantes de la expedición.

— A mí me parece algo raro — contestó Guianeya —, que ustedes mismos no la vean.

Pero comprendo por qué sucede esto. Nosotros — ella se refería a sus compatriotas — no sospechábamos esta particularidad de su vista. Yo he conocido esto sólo en la Tierra. — Guianeya parecía haber olvidado la conversación de ayer —. Ustedes no ven nada cuando no hay luz. Me refiero a la luz que ustedes perciben. Nosotros vemos mucho más. Para ustedes los objetos son oscuros, para nosotros iluminados. ¿Raro, no es verdad, Víktor?

¡Tan parecidos como son ustedes a nosotros!

Murátov pensó que ella no había elegido un tiempo a propósito para una conversación de este tipo, y no pudo ocultar su impaciencia cuando le rogó que contestara a la pregunta.

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