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Pero existía también un tercero: las personas desconocidas, el planeta desconocido, que era amenazado por aquellos a quienes ellos odiaban.

Y se apresuraban a acudir en ayuda de las personas desconocidas e involuntariamente, sin conocerlas, las amaban como hermanos, que habían caído en la misma desgracia que ellos.

A pesar de todo lo más importante para los cuatro no era el amor, sino el odio.

Su patria era ahora libre y podía vivir como había vivido antes de la aparición de los «odiados».

Cuarenta y tres enemigos se habían escapado del justo castigo. Era necesario alcanzarlos y destruirlos.

Si volvieran y supieran lo que sucedió durante su ausencia, vengarían la muerte de sus correligionarios.

Los cuarenta y tres no debían volver.

A los tripulantes de la nave no les asustaba que ellos fueran sólo cuatro. Aunque fueran diez, cien veces más, de todas formas no podrían domeñar a los poderosos extranjeros.

Los «odiados» eran más fuertes. Dominaban fuerzas todavía desconocidas e inaccesibles para el pueblo al que pertenecían los cuatro. Y sólo tenían la esperanza puesta en la ayuda de aquellos a quienes corrían a ayudar.

En el planeta natal de los cuatro nadie pensaba, hasta hace poco, en la existencia de otros planetas, de otras humanidades. Nadie había pensado todavía en los secretos del universo. Eran hijos de la naturaleza, buenos y confiados. Su técnica era primitiva, los conocimientos limitados, la vida sencilla.

Tres generaciones vivieron bajo el yugo, bajo un terror implacable y feroz, trabajando para los extranjeros.

La naturaleza del planeta era rica y variada. Ofrecía generosamente a sus hijos todo lo que ellos necesitaban. Las personas no sufrían ni hambre, ni sed, ni frío. No había fieras, nadie de quien defenderse. Y les hizo un flaco servicio la falta casi absoluta de lucha por la existencia. Su inteligencia se estancó, no existía un impulso poderoso para marchar hacia adelante.

Por lo visto no siempre fue así pues de esta forma jamás hubiera aparecido el hombre.

Pero en esta época así sucedía. Y nadie de ellos recordaba otros tiempos, otras condiciones.

No sabían si existían en el planeta otras personas además de ellos. Todavía no había llegado el tiempo de las exploraciones. Por todas partes estaba rodeada de océano la enorme isla en la que desde tiempos inmemoriales vivían algunas decenas de miles de personas de su pueblo.

Generación tras generación vivió mimada por la naturaleza. La inteligencia dormitaba y fue preciso un impulso exterior para despertaría.

La aparición de los extranjeros fue el motivo de este impulso.

Tres generaciones vivieron bajo su yugo.

Los «odiados» trataban a los aborígenes con una fría crueldad. Les obligaron a construir para ellos toda una ciudad. A los que ofrecieron resistencia los aniquilaron.

Su fuerza residía en sus conocimientos y una técnica superiores. Eran pocos y gobernaban por el terror.

Fue necesario adaptarse para conservar la vida y comenzar la lucha por la existencia.

Los habitantes de la isla, tan sólo en el transcurso de tres generaciones, cambiaron en forma increíble. Llegaron a comprender y saber mucho. Dieron un gran salto en su desarrollo.

Los extranjeros no estaban dispuestos a enseñar a los subyugados, pero necesitaban su trabajo y se vieron obligados a darles a conocer algo de su ciencia y técnica.

Tratando con un profundo desprecio a los habitantes de la isla, los extranjeros subestimaron la agudeza natural de la inteligencia, el ingenio y la capacidad de sus esclavos. No se molestaron en pensarlo, y recibieron su pago.

Una inteligencia que se haya despertado no puede reconciliarse con la violencia. Y ocurrió lo que inevitablemente tenía que ocurrir.

Los extranjeros fueron borrados de la faz del planeta.

Pero cuarenta y tres quedaban todavía con vida. ¡También tenían que desaparecer!

Nadie sabía de dónde habían llegado los extranjeros, qué querían aquí, qué fin perseguían.

No hubiera sido difícil destruirlos inmediatamente, pero los habitantes de la isla acogieron cordialmente a los seres desconocidos, completamente diferentes a ellos, cuando ocho gigantescas naves descendieron en su país. Después ya fue tarde. Se necesitaba mucho tiempo para aprender a manejar la técnica de los extranjeros contra ellos mismos.

Los «odiados»: así llamó a los extranjeros la primera generación que cayó en su poder.

Y así les denominaban los isleños actuales que formaban la cuarta generación.

Tres generaciones fueron a la tumba, y los extranjeros seguían sin cambiar. Parecía que habían triunfado también sobre la muerte. Ninguno de ellos había muerto durante su estancia en la isla. Al contrario su número había aumentado, nacieron sus hijos.

Pero los extranjeros no eran inmortales. De esto se convencieron los isleños, cuando el odio durante mucho tiempo acumulado hizo estallar una sublevación y todos fueron aniquilados, excepto cuarenta y tres que casualmente evitaron la muerte, abandonando el planeta sin saber nada de la sublevación que se preparaba.

Uno de los extranjeros había salido aún antes.

De las ocho naves, seis quedaron en la isla.

Los extranjeros guardaban y vigilaban cuidadosamente sus naves. ¿Se preparaban para abandonar el planeta? Esto no lo sabía nadie. Hacía tiempo que los isleños habían perdido la esperanza.

…Cuatro volaban hacia la lejanía desconocida.

Sabían con qué objetivo salieron los cuarenta y tres que querían alcanzar.

Un planeta era poco para los «odiados», estaban dispuestos a subyugar el segundo.

Los isleños consideraban que su isla formaba «todo» el planeta.

Entre los extranjeros había diferentes personas. Algunos de ellos trataban bien a la población local, condescendían a mantener conversaciones, contestaban a sus preguntas.

Había uno de los extranjeros al que los isleños hasta le llegaron a querer, pero había partido con los cuarenta y tres.

Se llamaba Riyagueya.

Si se hubiera quedado le habrían perdonado la vida.

Hablaba frecuentemente con los isleños y les descubrió muchas cosas.

¿Con qué fin? No lo sabían.

Los cuatro estaban convencidos de que el planeta desconocido, era parecido al suyo, y que sus habitantes irían a parar bajo el yugo de los «odiados».

Era necesario decírselo todo, advertirles de la suerte que les amenazaba.

Los cuatro podían hacerlo.

Hacía mucho tiempo, durante la segunda generación, tres naves de los extranjeros habían abandonado la isla y después regresado. Habían regresado con la misma tripulación.

Entre ellos había uno que se llamaba Deya. Tenía una hija que llevaba por nombre Guianeya.

El padre había aprendido durante la expedición un idioma nuevo, nunca escuchado antes por nadie.

Los extranjeros obligaron a los isleños no sólo a trabajar en sus obras, sino también a servirlos. En cada casa había criados de la población local.

En la casa de Deya servía de criado Merigo, joven con una admirable memoria y uno de los cuatro que volaban ahora hacia el objetivo desconocido. En la actualidad ya no era joven.

Deya enseñó a su hija el idioma nuevo. En su casa se empleaba con más frecuencia este idioma que el de los «odiados», en el que hablaban todos.

Merigo no sabía para qué era necesario esto, pero sin querer aprendió este idioma.

Deya le llamaba «español», Merigo supo en seguida que éste era el idioma del planeta adonde habían volado Deya y sus acompañantes.

Y cuando Guianeya, ya crecida, voló con los cuarenta y tres, Merigo comprendió para qué le habían enseñado un idioma extraño. Ella debería de hablar con los habitantes del otro planeta.

Vio que Guianeya no quería salir de la isla. Lloró, pero los extranjeros eran crueles no sólo con los aborígenes subyugados, sino también entre sí. Incluso el padre con la hija.

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