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Aquí no era necesaria la belleza: ¡no había personas!

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Las personas, que se consagran al estudio de los problemas lingüísticos, corrientemente pertenecen al tipo de científicos de gabinete. Marina Murátova era la exclusión de esta regla. Poseía unas grandes dotes para la lingüística, admirable memoria, dominaba bien ocho idiomas y era aficionada al trabajo científico. Pero le gustaban también muchas otras cosas. La pintura, la música y el deporte no ocupaban el último lugar en su vida. El amor a los viajes, su paciencia y sociabilidad jugaron un papel destacado para que recayera en ella la elección del consejo científico del Instituto de cosmonáutica que buscaba una amiga para Guianeya.

Marina dio su conformidad inmediatamente. Le atraía la tarea extraordinaria y difícil.

Sabía que para mucho tiempo, probablemente para años, estaría alejada de los asuntos habituales, pero esto no la asustaba. Conocer otro idioma que no tenía nada de común con los terrestres (según ella pensaba), o enseñar a la huésped del cosmos el idioma terrestre, estar próxima a un ser extraño a la tierra que había nacido y crecido en otro planeta, bajo la luz de otro sol, todo esto era muy atrayente para su romanticismo.

Marina no era vanidosa, y no influyó en su decisión el hecho de que siendo amiga de Guianeya atraería hacia sí la atención de todos los habitantes de la Tierra. Esto ni le pasó por la imaginación.

A Marina le interesaban en último lugar los secretos de Guianeya, los numerosos enigmas que tenían relación con ella. Estaba convencida de que todos los secretos se descubrirían ellos mismos en cuanto se adaptara a la Tierra, se acostumbrara a las personas y tuviera la posibilidad de hablar libremente con ellas.

Y precisamente comprendió que su tarea era esa: ayudar a la huésped a adaptarse.

A nadie le cupo la menor duda de que Guianeya prestaría una ayuda efectiva a los hombres de la Tierra. No podía obrar de otra forma una persona que llegara a un planeta ajeno.

Pero no resultó así.

Pasó no mucho tiempo y para todos quedó claro que la tarea no era tan sencilla.

Guianeya se negó a estudiar el idioma de la Tierra y no manifestó ningún deseo de enseñar a Marina el suyo.

En el primer tiempo todo parecía marchar como sobre ruedas. La huésped tenía necesidad de que la comprendieran. El idioma en que ella hablaba era sonoro, parecía sencillo, y las palabras se recordaban fácilmente. Un grupo de trabajadores del Instituto de lingüística y la misma Marina consideraban que posteriormente no habría ninguna dificultad.

Pero cuanto más tiempo pasaba menos deseo tenía Guianeya de ampliar su léxico. Era evidente que quería limitarse a la conversación habitual, necesaria para ella misma, pero a nada más.

Lo poco que las personas sabían confundía a los lingüistas. Se sentía que Guianeya simplificaba las frases y Marina se veía obligada a pronunciar las palabras sin ninguna ligazón gramatical. Esta forma de hablar Guianeya podía comprenderla, pero no significaba conocer su idioma.

La alta cultura del pueblo a que pertenecía Guianeya excluía la posibilidad de un habla «pobre». Indudablemente su idioma era rico y bello, parecía sencillo pero no era así.

Cuando se convencieron definitivamente que no se podía contar con la ayuda de Guianeya, se decidió continuar el estudio sin que ella lo supiera. Viviendo en la Tierra, comunicándose con las personas, incluso sólo con Marina, la huésped pronunciaba involuntariamente nuevas palabras y frases. Se las recordaban y descifraban. Para ayudar a la magnífica memoria de Marina se utilizaba un magnetófono. Era un pequeño aparato portátil cuya existencia desconocía Guianeya y que la acompañaba a todas las partes. Las cintas grabadas se enviaban al Cerebro Electrónico del Instituto de lingüística, y se iban descubriendo lenta pero sistemáticamente los secretos del idioma extraño.

Marina recordaba todo, pero obraba con extremo cuidado y de una forma estrictamente gradual ampliaba el marco de las conversaciones que mantenía con Guianeya. Tenía miedo que su huésped se «asustase». Y la muchacha del otro mundo parecía que no se daba cuenta de que su amiga hablaba con ella cada vez mejor y con más soltura.

Marina sabía que le gustaba a la huésped, que Guianeya simpatizaba con ella. Era muy importante fortalecer y desarrollar las relaciones amistosas. Todas las esperanzas de los científicos para descubrir el misterio de la aparición de Guianeya estaban basadas en esto.

Tuvo que trabajar ella sola. La otra lingüista que lo mismo que ella había sido designada para trabajar con Guianeya se vio obligada a apartarse al día siguiente de la llegada de la huésped a la Tierra.

El consejo científico se preocupó por prever todo, incluso hasta los detalles más mínimos, pero nadie pudo suponer que la estatura pequeña era una cosa inadmisible para Guianeya.

Resultó imposible poner a trabajar a otra muchacha ya que no había ninguna candidatura admisible.

Pero Marina llevó a cabo bien su misión.

Durante el año y media transcurrido ni una vez se quejó de las relaciones con Guianeya, nunca entre ellas «hubo una nube negra». La huésped de la Tierra tenía un buen carácter que cada día se mejoraba. Desaparecieron, eran ya del pasado, la tirantez, la frialdad en el trato y cierta reserva incomprensible pero indudable, que se destacaran mucho en los primeros meses. Guianeya se había convertido en una muchacha «corriente». Siempre animada, muy viva, que amaba el deporte y los juegos deportivos (que asimilaba con una facilidad asombrosa), el dibujo y la música, e incluso en los últimos tiempos hacía travesuras al quedarse a solas con su amiga.

Pero permanecía en el secreto lo que dibujaba en los álbumes. Rara vez Marina conseguía ver estos dibujos, y lo que le mostraba Guianeya eran siempre paisajes de la Tierra o retratos de Marina. Guianeya destruía inmediatamente algunos bustos, esculpidos con gran maestría, que representaban bien el rostro de Marina o bien el de ella misma.

Nunca intentó aprender a tocar algún instrumento musical, pero escuchaba con satisfacción cuando tocaba Marina.

Algunas veces la huésped empezaba a entonar sin acompañamiento una melodía rara para el oído terrestre, asombrando a todos los que la escuchaban por la belleza del sonido y amplitud inverosímil del diapasón de su voz.

Estas canciones, grabadas en la cinta magnetofónica, eran el «alimento» principal del Cerebro Electrónico, en ellas había muchas palabras y expresiones nuevas.

Marina estaba convencida de que Guianeya era muy joven, pero no pudo nunca aclarar esta sencilla pregunta. Guianeya callaba con una tenacidad incomprensible cuando se le preguntaba esto.

La costumbre de la huésped de hacer caso omiso a algunas preguntas, fingiendo que no las oía, nunca alteraba a Marina y no provocaba en ella el deseo de conseguir la respuesta a rajatabla. Comprendía siempre, que a pesar de su parecido asombroso con las personas, ante ella se encontraba un ser de otro mundo, con otras costumbres y conceptos. Y hacía como si no viera nada de particular en el silencio de Guianeya y lo consideraba natural.

Esta táctica, sin discusión alguna, era justa.

— Cuando la manzana madura se cae sola — decían los científicos —. Era necesario dar tiempo a Guianeya para «madurar», y entonces hablará.

Y Guianeya «maduraba» a ojos vistos. Cada vez callaba menos. De mala gana, pero contestaba. Marina, cumpliendo las indicaciones recibidas, nunca le repetía la pregunta que Guianeya no había querido contestar antes.

Entre las dos muchachas se había establecido un completo acuerdo, una completa comprensión mutua.

A todos les parecía que a Guianeya le era indiferente todo lo de la Tierra, que en nada le interesaba la vida en el planeta. Pero Marina veía, y cada día estaba más claro, que esto no era así.

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