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— Es necesario equipar a la nave. Stone, según me parece, instalará en ella todos los aparatos de observación que existen. No es fácil encontrar lo invisible que hasta ahora es y más aún en el espacio.

– ¡Ah! ¡En el espacio! Y tú dijiste que es en… Bueno, no voy a discutir pequeneces.

¡Vaya un enigma! Espera, se me han ocurrido algunas cosas. Supongamos que todo el cuerpo de los satélites es de material antimagnético. Probablemente, por dentro, exista alguna parte metálica…

– ¿Magnético? Está previsto. Habrá también aparatos de este tipo.

— Lo sé. ¡No me interrumpas! — Murátov comenzó a andar lentamente de un rincón a otro de la habitación —. Supongamos que estos cuerpos no absorben los rayos del Sol y, claro, no se calientan. ¿Tienen motores? ¡Tienen! Entonces tiene que existir algún calor, muy débil, pero tiene que existir. Lo que significa que, a corta distancia, deben aparecer en la pantalla infrarroja. A propósito, tu criterio de que son absolutamente blancos no resiste la crítica. ¡Espera, no discutas! ¡Después! Mi suposición de que son absolutamente negros también ofrece dudas. Pero como ves yo no discuto. Sigamos adelante. Se puede decir con seguridad que de los satélites se transmite información. ¿Pero cómo? Lo más probable con ondas extracortas. Entonces el transmisor se puede localizar. Esta es la tercera cuestión. Cuerpos sin masa no existen. Sabemos que la masa de los satélites es bastante considerable. Desde la Tierra seguirán a nuestra nave y a los satélites y nos informarán cuando nos acerquemos a ellos. Suponiendo que no los vemos y que no los registren ningunos aparatos. Dos masas en el espacio vacío. Prácticamente está vacío, ¿no es verdad?… Llegarán a estar muy juntos. ¡Esta es la cuarta cuestión! Los satélites y todo lo que en ellos se encuentre no pueden ser absolutamente transparentes. Se les podrá ver con los ojos, como una mancha negra en el fondo del firmamento. Claro está desde una distancia corta. ¡Esta es la quinta! Ahora es cuando puedes discutir si quieres.

– ¡No estoy dispuesto! — dijo Sinitsin mirando con ojos sonrientes a su amigo —. Todo es cierto. Pero veo que ha sido un error confiar la dirección de la expedición a Stone.

Debían haberte nombrado a ti. Ahora ten paciencia. Te ofenderás después. Escucha.

Víktor Murátov ha descubierto cinco métodos para encontrar los satélites en el espacio.

Te conozco: has callado, esto significa que no se te ocurre nada más. ¡Pero a Stone se le ha ocurrido… ¡Te estremeces, amigo! ¡Determinador gravitacional de masa, uno!

¡Proyector gamma, dos! ¡Manos arriba! ¡Besa la alfombra!

Murátov miró perplejo a Sinitsin unos segundos. Después, acercándose hasta su misma cara, le dijo en tono confidencial:

– ¿Es decir, siete? ¿Sólo siete y no más? El satélite encontrado lo palparemos. Claro está, con las manos. ¿Y no querrás verlo con los ojos? ¿Tienen superficie? La tienen aunque sea invisible. ¿Y si la pintamos? Un pulverizador, ¡y son ocho!

El semblante de Sinitsin reflejó seriedad.

Me parece que esto no está previsto — dijo —. Hay que comunicarlo inmediatamente a Stone. ¡Bravo, Víktor!

3

Los logros del pensamiento técnico asombran a las personas sólo en los primeros tiempos, mientras son todavía nuevos y no habituales. La persona adapta rápidamente su conciencia a las nuevas condiciones, y aquello que hasta hace poco le parecía maravilloso se convierte en habitual.

Cuando a comienzos del siglo veinte aparecieron los aeroplanos, cuando la persona se elevó por primera vez, parecía que sólo los elegidos podrían volar, que para esto eran necesarios valor, carácter y salud física. Pero pasó relativamente poco tiempo y el empleo del transporte aéreo entró en el uso corriente. Dejó de causar asombro a las personas; comenzaron a tomar el avión, como antes se hacía con la diligencia o el tren.

Lo mismo pasó con los cohetes. Los aviones de reacción habituaron imperceptiblemente a las personas a la idea de que se podía volar también sin alas. Y cuando los cohetes entraron en funcionamiento en el transporte de pasajeros, no exigió mucho tiempo el que la gente se acostumbrara a ellos.

Y del vuelo en cohete a la atmósfera hasta el mismo vuelo fuera de ella, no hay más que un paso y éste lo dio el hombre sin darse cuenta. Pasó rápidamente el período de la conquista de las rutas cósmicas, repleto de hazañas románticas. Y el primer raid de pasajeros Tierra — Luna fue recibido como algo habitual que no tenía nada de extraño.

La conciencia de la humanidad de una forma sencilla y natural se trasladó de la esfera terrestre a la cósmica.

Hasta ahora Víktor Murátov nunca tuvo que abandonar la Tierra. Incluso en los años de estudio, primero en la escuela y después en el instituto, sin saber cómo, no participó en ninguno de los vuelos a la Luna previstos por el programa. No recordaba si había estado enfermo entonces o hubo otra causa.

Pero cuando su amigo de la infancia y de la juventud lo incluyó en la expedición que se dirigía en busca de los satélites misteriosos de la Tierra, Murátov incluso no pensó en que le esperaba algo extraordinario, fuera de los marcos de la vida corriente. Consideraba el futuro vuelo al espacio, lo mismo que una persona de la primera mitad del siglo veinte la realización de un viaje al Ártico en rompehielos. Era una cosa no habitual pero no tenía nada de particular para que pudiera producir una emoción especial. Centenares y miles de personas, iguales a él, habían realizado viajes mucho más largos en el cosmos.

Las condiciones de vida en las astronaves eran bien conocidas por todos desde los bancos de la escuela. Los entrenamientos en los aparatos vibratorios y en las cámaras antigravitatorias estaban desde hace tiempo incluidos en el programa de educación física de los escolares. Las personas terminaban los años de estudio completamente preparadas para cualquier vuelo cósmico.

Los pensamientos de Murátov estaban enfrascados no en el vuelo sino en su objetivo.

Cuanto más pensaba en este objetivo tanto mayor era la desconfianza en el éxito de la expedición. Le venían a la cabeza decenas de posibles obstáculos, y cada uno de ellos era suficiente para reducir a la nada todos los esfuerzos. No le cabía la menor duda de que los satélites eran en realidad exploradores de otro mundo, y que aquellos que los enviaron hacia la Tierra, hicieron todo lo posible para asegurar su invulnerabilidad.

¿Podrían salvar las dificultades?

Compartían las dudas de Murátov todos los miembros del consejo científico del Instituto de cosmonáutica, y éstas estaban justificadas.

La tarea planteada a la expedición resultó mucho más complicada de lo que se podía pensar…

El hecho de la aparición alrededor de la Tierra de dos satélites artificiales creados por otra mente y por otro mundo, no asombró, aunque fuera un tanto raro, ni a los científicos, ni a la amplia opinión pública. Las personas estaban acostumbradas hace tiempo a la idea de que, tarde o temprano, se recibirían pruebas directas de la existencia de gentes más allá de la Tierra. Por eso cuando esto tuvo lugar nadie se asombró. La reacción de la humanidad tuvo su expresión en una palabra: «¡Por fin!».

La suposición de que los amos de los satélites pudieran no ser hermanos sino enemigos, fue rechazada enérgicamente por una mayoría aplastante. ¡Esto hubiera sido monstruoso, absurdo, imposible! Seres capaces de enviar exploradores a un sistema ajeno, capaces de crearlos, no pueden tener sentimientos de hostilidad o de odio hacia otros seres.

«¿Por qué dificultan entonces el que conozcamos a estos satélites?», preguntaban los que dudaban.

«Esto no lo sabemos — les respondían —. Pero lo sabremos después. No hay que olvidar que los satélites fueron enviados cuando en nuestra Tierra existían fenómenos tales, como la hostilidad entre los pueblos y la guerra. Y todo indica que desde hace tiempo conocían la existencia de la Tierra y conociendo las personas que existían entonces, no quisieron darnos a conocer su técnica, que podría haber sido utilizada para el mal. Por ejemplo, la técnica atómica, que hace cien años todavía no la conocíamos».

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