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– ¡Completamente cierto, Víktor! — aprobó Sinitsin —. La sombra lunar es una completa oscuridad. Es cierto que iluminamos con los proyectores lugares parecidos en las mesetas y grietas inaccesibles, pero esto lo hicimos por si acaso, porque considerábamos que la base estaba obligatoriamente ubicada en el subsuelo de la Luna. Por esto hemos podido pasarla por alto. Además, hemos tenido que volar sobre las montañas en cohetes, que son demasiado rápidos: donde no hay aire es imposible emplear los planeliots.

– ¿No digas? — dijo sonriendo Murátov.

— De ninguna forma puedo comprender — dijo molesto Stone — que costumbre es la de ustedes dos de reírse constantemente uno del otro. ¡Vaya una gente seria!

— Es una costumbre que practicamos desde los años juveniles — contestó Serguéi —.

Pero por esto nunca nos enfadamos.

– ¡No faltaba más que ustedes se enfadaran! ¡Bueno, amigos! El subsuelo está explorado. Ahora vamos a buscar solamente en la superficie. La Séptima expedición saldrá para la Luna dentro de dos días.

– ¿Tan de prisa? — dijo cotí asombro Sinitsin —. Por lo que yo sé, la nave no está equipada con los aparatos necesarios.

— Será equipada completamente, y claro está, no la nave sino los todoterreno.

— Precisamente los tenía en cuenta.

— Todo estará preparado dentro de dos días. Yo me responsabilizo de esto y tomaré parte en la expedición. Si creemos en las palabras de Guianeya, y no existe ningún fundamento para no creer, tenemos poco tiempo. A costa de lo que sea hay que tener éxito.

Murátov vaciló algunos momentos y después dijo:

— Si es posible, déjenme ir con ustedes.

6

– ¡Espere! — dijo Marina.

Corrió hacia un matorral y arrancó una gran rosa amarilla. Al volver a la terraza prendió la flor en los cabellos de Guianeya.

— Ahora está usted muy bien. Parece una verdadera japonesa, pero de una alta estatura. Las japonesas no tienen esta talla. Pero a usted le sienta admirablemente este vestido. Tome la sombrilla y pasee por el jardín. Yo la fotografiaré. ¡Víktor se quedará pasmado cuando la vea!

Guianeya se sonrió turbada.

El quimono largo hasta los talones, con dragones negros bordados en el fondo amarillo, en realidad le sentaba muy bien. Los ojos negros, que parecían por su longitud más estrechos de lo que eran, completaban el parecido con una japonesa. Es cierto que el color amarillo del vestido hacía destacar más el matiz verdoso de la piel de Guianeya, pero Marina se esforzó por no prestar atención a esto. Y cuando dijo que el quimono le sentaba muy bien a su amiga, lo dijo con sinceridad.

Se instalaron en una casita pequeña, «de juguete», según expresó Guianeya, al pie del famoso Fujiyama, puesta a su disposición amablemente por los que vivían antes aquí, en cuanto supieron que el lugar le agradaba a Guianeya.

Las personas de la Tierra, como siempre y en todas partes, trataban a la huésped del cosmos con una atención extraordinaria. Igual sucedió en el Japón. No hizo más que decir Guianeya que le gustaba el traje nacional de las japonesas que había visto en el museo, cuando a la mañana siguiente fue enviado un quimono cosido especialmente para ella, para su talla.

Guianeya se lo puso inmediatamente.

Se sentía que le gustaba el Japón a Guianeya. Todo aquí no era lo mismo que en otros países, o como se decía ahora, en otros lugares. Y a Marina le pareció que lo que rodeaba a Guianeya correspondía en algo a sus gustos y costumbres.

La huésped aceptó con alegría manifiesta, la proposición de instalarse en esta casa solitaria apartada de otras construcciones.

¿Buscaba la soledad? Esto era posible teniendo en cuenta el estado en que se encontraba Guianeya cuando voló hacia aquí. Pero Marina no sabía por qué estaba convencida de que la causa era otra. ¿En qué consistía? Esto no lo sabía, pero no podía borrar de ninguna forma la impresión de que aquí Guianeya, por primera vez desde que estaba en la Tierra, se sentía como en «su casa».

A pesar del aislamiento y de las dimensiones diminutas, su casita, de ninguna forma, era la vivienda de un ermitaño. Estaba dotada de todas las comodidades, incluyendo la dotación automática de todo lo necesario. Tenía la imprescindible piscina para nadar, la cual no se encontraba en el interior de la casa sino a cielo abierto.

Una cómoda terraza y el jardín de cerezos, tradicional en el Japón, creaban condiciones admirables para el descanso, que por lo visto, tanto ansiaba Guianeya.

Marina, para la cual no estaba de más descansar de los viajes ininterrumpidos del último año y medio, estaba dispuesta a pasar en este lugar un largo tiempo.

Hoy era el segundo día de su estancia.

Ahora hablaban sólo en español. Por fin Marina podía conversar con su amiga sin buscar palabras y de cualquier tema. Decidió firmemente preguntar a Guianeya, inadvertidamente y poco a poco.

Marina mencionó ahora el nombre de su hermano no de una forma casual. Le interesaba mucho qué pensaba Guianeya de Víktor, y como mujer, comprendía lo «del amor» no tan escépticamente como Víktor.

Guianeya parecía que no había prestado atención a la última frase.

– ¿Es verdad? — preguntó —. ¿Estoy bien con este vestido?

Marina se rió.

— No es esto lo que usted quiere preguntar — dijo Marina —. Reconozca, ¿a usted le interesa saber si está bien con este vestido?

Guianeya suspiró.

— Esto he preguntado — contestó con franqueza —. Pero me he olvidado de que no soy una mujer de la Tierra. Esté bien o no, nadie hay aquí que pueda apreciarme. Soy extraña.

— Ese es un punto de vista completamente erróneo. Usted es lo mismo que todos. Que yo. Sólo que más guapa.

— No se trata de esto — la faz de Guianeya se entristeció —. Usted, Marina, no dice la verdad. Yo no soy así. La forma exterior del cuerpo no lo hace todo. Somos completamente distintas. Esto lo comprendo muy bien —. Y después de un silencio añadió —: Estoy condenada. Usted lo debe comprender. Lo mismo que entre ustedes, en nuestro mundo existe el amor y las mujeres están llamadas a ser madres.

— Usted volverá a su patria. Diga todo y las personas de la Tierra la ayudarán a regresar donde los suyos.

— No volveré jamás. Yo misma me he cortado el camino para regresar. La traición no puede ser perdonada. Entre nosotros no la perdonamos: ni nunca, ni a nadie. Y esto, claro está, es justo.

Se volvió con violencia y desapareció en el interior del cabezal. Pero Marina no podía dejar así la conversación. Y la renovó pasada una hora después del baño, cuando estaban desayunando en la terraza.

— No se enfade, Guianeya — dijo tocando cariñosamente la mano de su amiga — quiero otra vez tratar el mismo tema. Usted dijo que la traición no se perdona. Estoy de acuerdo, pero no veo que usted haya cometido ninguna traición. Dijo que los satélites se encontraban en la Luna y aconsejó destruirlos. Por lo visto en ellos hay peligro para nosotros. Su acción fue provocada por un sentimiento humano. No hay ninguna moral que pueda hablar contra usted. Ninguna, ni la nuestra, ni la de ustedes. Ustedes y nosotros somos idénticos seres racionales. ¿En dónde está la traición? Si usted ha impedido la realización de los planes de sus compatriotas, ha sido porque eran feroces y no dignos de un ser racional. Además, en su patria no todos piensan lo mismo. Recuerde a Riyagueya.

Guianeya irguió la cabeza.

— Riyagueya — dijo ella —. ¿Qué sabe usted de él?

— No mucho, pero lo suficiente. Usted comprendió que el tenía razón y por esto habló.

¿Es que no es así?

Guianeya calilo durante un largo rato.

— Yo sé — dijo — que he obrado bien y que Riyagueya habría aprobado mi acción. Pero es muy duro ponerse en contra de su patria. Comprenda usted esto.

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