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Fueron montadas potentes instalaciones en las rocas que formaban un círculo alrededor del observatorio. El campo magnético obligaba a desviarse a los meteoritos del único lugar habitado en el asteroide cualquiera que fuese su velocidad. Por esto era posible la existencia de unas paredes relativamente finas y de una enorme cúpula en la que se encontraban telescopios y otros numerosos aparatos e instrumentos astronómicos.

Si los meteoritos que cayeran fueran pétreos, entonces los desviaría el campo antigravital vibrador que completaba al magnético. Los astrónomos podían trabajar tranquilamente.

Después de cenar Murátov se quedó en la sala de oficiales conversando con Weston.

Decidió no regresar esta noche a su astronave y pernoctar en el satélite, ya que en este mundo sin gravedad se podía dormir donde uno quisiera como si fuera eri el más blando colchón. Formaban la cama cuatro sillas y una fuerte correa, para no despertarse pegado al techo. Las patas magnéticas metálicas de la silla que se adherían al suelo, garantizaban la estabilidad del lecho.

Eran las diez de la noche cuando Murátov, antes de echarse a dormir, entró en el camarote de Leguerier.

Le gustaba conversar con el jefe de la expedición que era una persona de una cultura enciclopédica. Parecía que no había ni una sola cuestión en la que el científico francés no se encontrara como el pez en el agua. Con él se podía hablar de todo.

Así tenía que ser un auténtico astrónomo ya que la astronomía es una ciencia omnímoda. Trata todas las esferas del conocimiento humano, desde la medicina hasta la filosofía.

Leguerier se acostaba tarde y Murátov sabía que no era importuno.

El «Comandante de Hermes», según alguien le denominó a Leguerier con gran acierto, estaba junto a la pared y miraba atentamente a uno de los aparatos instalados en un cuadro que ocupaba toda la pared.

– ¡Mire! — dijo, volviéndose de nuevo a mirar el aparato —. La aguja del gravímetro no está en el cero. No puedo comprender lo que puede significar esto.

Murátov se acercó.

Conoció el gravímetro durante la expedición en la «Titov».

Pero el aparato que había en el camarote de Leguerier se parecía muy poco a aquél, ya que dos años es un espacio enorme para la ciencia. Sólo quedaba la escala y la aguja del aparato que él conocía.

Murátov clavó la mirada.

— Me parece — dijo — que la aguja no sólo no está en el cero, como usted ha dicho, sino que se mueve. Muy lentamente, pero se mueve.

— Sí, sí, tiene usted razón — se sentía intranquilidad en la voz de Leguerier —. Esto es muy raro. El aparato muestra la presencia de una masa que no está lejos de nosotros.

¿Qué puede ser?

— Un meteorito que cae… — presupuso indeciso Murátov.

Se enfadó consigo mismo. ¡Qué contestación tan ingenua! Esto no hacía falta que se lo dijeran a Leguerier.

En vez de contestar el astrónomo indicó sin hablar la pantalla del radar, en la que se veía una línea negra lisa sin ninguna desigualdad o salientes. Los haces de los rayos del radio tanteaban ininterrumpidamente el espacio alrededor del asteroide sin encontrar ningún obstáculo.

— Se ha estropeado…

Leguerier oprimió uno de los numerosos botones. Se iluminó una pequeña pantalla y se reflejó en ella el interior del camarote que ocupaba Alexandr Makárov, segundo jefe de la expedición.

– ¡Alexandr! — dijo Leguerier —. Mira el gravímetro.

Se vio como Makárov se acercó al cuadro, exactamente igual que el de aquí. Se oyó una exclamación de asombro.

— Presta atención ahora a la pantalla del radar.

– ¡Veo! Makárov se volvió.

– ¿Qué te parece esto? — preguntó Leguerier.

— Muy raro, demasiado raro. ¿Y en los tuyos, lo mismo?

– ¡Lo mismo! Pensaba que se había estropeado el gravímetro de mi camarote. Pero no pueden haberse estropeado los dos a la vez.

— Entonces ¿qué pasa?

— Ven inmediatamente.

– ¡Voy!

Leguerier y Murátov no apartaban los ojos de la aguja. Ahora no cabía la menor duda de que se movía. Algo, que no reflejaba los rayos de los radares, se acercaba a Hermes.

Esto no podía ser un fragmento pequeño, tan pequeño, que no lo «vieran» las potentes instalaciones de localización. En este caso no lo notarían incluso los gravímetros. El cuerpo misterioso tenía una masa considerablemente grande.

– ¡Cada vez más cerca y más cerca! — murmuró Leguerier —. Lo más extraño es que vuela muy lentamente.

Se oyó el sonido sordo del radiófono. Leguerier no se volvió.

La llamada se repitió y Murátov se acercó al aparato.

El que estaba de guardia en el puesto de mando de la nave insignia de la escuadrilla informó con voz alterada de la «conducta» rara del gravímetro.

— De todas nuestras naves informan lo mismo — dijo.

— Lo sé — contestó Murátov —. Continúe haciendo observaciones.

Entró Makárov y como hipnotizado se dirigió «n silencio hacia Leguerier. Los dos miraban fijamente el gravímetro. La aguja ya se había separado mucho del cero y continuaba desviándose lenta, extremadamente lenta, pero invariable, cada vez más.

La línea en la pantalla del radar era, como antes, inmutablemente recta.

Leguerier golpeó con el pie en el suelo.

– ¿A fin de cuentas, esto qué es? — dijo irritado —. ¡Alarma general!

Makárov oprimió el botón rojo que estaba en el centro del cuadro. Murátov sabía que en este momento se oiría en todos los lugares del satéliteobservatorio un sonido estridente anunciando el peligro.

No pasaron ni dos minutos, cuando en el camarote del jefe se reunieron todos los tripulantes del satélite.

No era necesaria ninguna aclaración. Estas personas comprendían perfectamente el idioma de los aparatos.

Reinaba una tensión oculta, un silencio alarmante.

El peligro desconocido es la prueba más desagradable para el estado psíquico. La persona más valiente siente involuntariamente un miedo vago. ¿Qué hacer, si no se sabe de quién defenderse?

Y de repente el recuerdo acudió a la memoria de Murátov. Veía el rostro intenso de Véresov y Stone, con los ojos clavados en el mismo gravímetro, que les mostraba lo que sucedía.

– ¿No sería éste uno de los dos satélitesexploradores que persiguió la «Titov» hace dos años? — dijo Murátov.

Leguerier se volvió rápidamente.

– ¿Tan lejos de la Tierra?

— Todavía nadie sabe por dónde desaparecieron.

– ¿Pero los radares en aquel tiempo captaron estos satélites?

— Esto fue entonces. Existe la suposición que de alguna forma han cambiado el sistema de su «defensa».

— Es posible que usted tenga razón — dijo Leguerier —. ¡Veremos!

Si Murátov había dado en el clavo, entonces la aguja del gravímetro tendría que cesar en seguida el movimiento hacia la derecha. Los satélitesexploradores no podían pasar muy cerca de una masa tan grande como la de Hermes. El asteroide tenía un kilómetro y medio de diámetro y ¡esto no era una pequeña astronave!

La suposición era tan verosímil que todos se tranquilizaron inmediatamente. Marcharon dos astrónomos, después de haber recibido el permiso de Leguerier (fue dada la alarma en el observatorio y nadie tenía derecho a actuar individualmente), para intentar ver con el gran telescopio el cuerpo que se aproximaba. Makárov regresó a su camarote para realizar observaciones paralelas con sus aparatos.

Pero la tranquilidad duró poco.

Pasaron cinco, después diez minutos y la aguja continuaba deslizándose hacia la derecha, y amenazaba con acercarse al punto extremo, que señalaba el choque de dos masas: la de Hermes y el cuerpo desconocido. Se aproximaba el choque. Quedaba muy poco para que la aguja llegara a la raya roja de la escala.

— Vuela directamente hacia nosotros — dijo alarmado Leguerier.

El gravímetro perfeccionado daba la posibilidad de determinar no sólo la masa, sino también la dirección de su movimiento y la distancia.

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