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¿Quién podía llamar?

Si fuera alguien de la tripulación de las naves de la escuadrilla no tendría por qué llamar. Existía un sistema de señales que era conocido de todos, y además nadie podía presentarse sin avisar de antemano.

Un mismo pensamiento atravesó la mente de todos. ¡Habría llamado un ser de otro mundo, que hubiera descendido de la nave que hacía sólo algunos minutos se había destruido!

¿Pero si esta nave no se asentó en la superficie de Hermes, cómo podía haber desembarcado a alguien?

¡La nave había partido y la idea de que alguien había desembarcado era absurda!

¡La llamada se repitió, precisa, insistente!

Leguerier conectó la pantalla de visión exterior.

Y vieron…

En el umbral se encontraba una alta figura humana con una escafandra.

¡Una figura humana conún y corriente!

¿Común y corriente?…

¡Esto no era así! Todos notaron en seguida algo distinto.

La persona que se encontraba en el umbral ¡llevaba una escafandra no terrestre!

Levantó la mano y con clara impaciencia golpeó con el guante metálico en la puerta exterior.

Es decir, a pesar de todo…

¡A pesar de todo tenía lugar el gran encuentro!

¡A la entrada se encontraba un ser de otro planeta, un huésped que había venido de un allá desconocido, que estaba de pie y pedía con insistencia que se le dejara entrar!

¡Es difícil decir con palabras lo que sintieron las personas de la Tierra cuando comprendieron a quién tenían que recibir!

Había un solo huésped. ¿Era posible que el resto se hubiera ocultado entre las rocas esperando? ¿Era posible que los llegados no estuvieran seguros de la acogida que les esperaba y enviaran por delante un explorador?

Pero no tenían donde refugiarse en el asteroide. Después de desembarcarlos la nave partió y se destruyó. Esto no podían dejar de saberlo.

¡Raro, enigmático, incomprensible!

Leguerier no vaciló.

La puerta exterior se abrió de par en par. En la cámara interior de entrada se encendió una luz invitando al huésped a entrar. Y él entró, entró simplemente y con seguridad, por lo visto sin ningún temor.

El jefe de la expedición obró lentamente. Esperó, no fuera a presentarse el resto.

No apareció nadie. Por lo visto, aunque era inconcebible, no había más que un huésped.

La puerta exterior se cerró.

¡El llegado del cosmos se encontraba dentro del observatorio, había entrado en un mundo extraño!

Funcionó el aparato automático de defensa biológica. Leguerier lo puso a la máxima intensidad.

– ¿Comprenderá que tiene que quitarse la escafandra?

— Debe comprenderlo ya que es un cosmonauta y conoce el peligro.

Y de nuevo un silencio tenso, casi atormentador.

– ¿Y si no puede respirar nuestro aire? Nadie contestó. Este pensamiento alarmante estaba en todos.

No se podía ya cambiar nada. El proceso había comenzado y no podía ser detenido.

¿Y a dónde más podía haber ido el llegado?

Había quemado todas las naves.

En la cámara de entrada no había pantalla. No se podía ver lo que sucedía allí. El régimen máximo de desinfección duraba casi una hora. Las personas verían, vivo o muerto, al huésped del cosmos sólo cuando pasará esta hora. El tiempo se alargaba insoportablemente.

– ¡Si hubiéramos tenido la posibilidad de prever esto — dijo Weston — entonces habría allí una pantalla!

¡Claro! Si las personas hubieran podido prever la aparición de este huésped, habría sido hecha de la forma más minuciosa la telecomunicación con la cámara de entrada.

Pero en las condiciones corrientes no tenían ninguna necesidad de ello.

Pasaron diez minutos. ¡Sólo diez!

La cámara ya se había llenado de aire destilado, aire puro del observatorio astronómico sin ninguna bacteria, ni microbio.

¡Pero aire de la Tierra!

¿Cómo influirá este aire en el huésped? ¿Era posible que el extraño ser se asfixiara en este aire y cuando se abriera la puerta interior las personas encontraran sólo un cadáver?

– ¡Es increíble! — dijo Leguerier —. No hubiera entrado tan tranquilo.

— Me parece — dijo Murátov — que éste es uno de los amos de los satélites exploradores que ya hace tiempo conocen nuestro planeta, y saben la composición de su atmósfera. Y por lo visto para ellos no es peligrosa.

Esta suposición explicaba mucho ¡pero no todo!

– ¿Cómo fue a parar a Hermes? — preguntó uno de los astrónomos.

— Sencillamente, saltando. Un salto de cien metros no tiene ningún peligro en un asteroide de estas dimensiones.

– ¿Pero para qué?

— Lo sabremos por él mismo.

¡Pasaron veinte minutos!

¡Después media hora!

El camarote de Leguerier estaba desierto. Aunque faltaba todavía mucho tiempo para que se abriera la puerta, todos, excepto Makárov, se reunieron ante la cámara de entrada.

El sustituto de Leguerier se había quedado en su camarote, junto a la pantalla de control e informaba periódicamente de lo que veía en el exterior, mejor dicho de que no veía absolutamente nada, ya que no había ningunos síntomas de la presencia cerca del observatorio de otros tripulantes de la nave.

Era evidente que el que se encontraba en la cámara había llegado solo. Esto había mucho más incomprensible su aparición en el asteroide.

¿Qué quería aquí? ¿Por qué saltó de su nave? ¿Por qué sus cantaradas sólo le lanzaron a él y partieron? Pudieron haber visto el observatorio, pero no podían saber si dentro había seres vivos. El observatorio podía haber sido abandonado hace tiempo por innecesario y estar servido por aparatos automáticos cibernéticos. En este caso una persona solitaria estaba condenada a una muerte rápida y terrible. Esto no podían dejar de comprenderlo. ¿Si conocían la próxima destrucción de la astronave, por qué no desembarcaron todos? ¿Y si esto lo sabían por qué volar al encuentro de la muerte? ¡No!

¡¿Cómo lo podían saber?!

¡Todo era enigmático, todo incomprensible!

¡Cuarenta minutos!

En las naves de la escuadrilla auxiliar conocían todo lo que pasaba. Murátov no se había olvidado de sus camaradas y les había relatado por el radiófono el inconcebible acontecimiento. Allí tambien reinaba la emoción pero no en la misma forma que aquí. ¡El llegado del cosmos debía aparecer aquí, por primera vez, en el observatorio! ¡Por primera vez!

Cada uno a su forma se preparaba para el acontecimiento supersensacional ¡para el momento de encontrarse cara a cara con habitantes de mundos distintos!

¡Esto por primera vez en la historia!.. ¡Cincuenta minutos!

La emoción crecía. ¿Estaría emocionado aquel que se encontraba tras la gruesa puerta impenetrable? ¿Podría experimentar un sentimiento de esta clase?

¡Debía emocionarse! ¡No podía uno comprender la existencia de un ser racional, pensante, sin sistema nervioso!

Ya habían visto que la forma exterior del huésped era muy parecida a la forma de las personas de la Tierra. ¿Pero qué habría debajo de la escafandra?

Nadie esperaba la aparición de un monstruo. El huésped del cosmos tenía cabeza, manos y pies. Llevaba una escafandra parecida a la de la Tierra. Por lo visto podía respirar sin trabajo el aire terrestre. Esto demostraba que el planeta que era su patria, era del mismo tipo que la Tierra. ¿Por qué condiciones análogas de desarrollo deben conducir a resultados no semejantes?… ¡Pasaron cincuenta y cinco minutos!.. ¡Un minuto más!

Reinaba alrededor un silencio tan profundo (las personas contenían incluso la respiración), que se oyó con toda claridad, en el pabellón central, donde estaban concentrados todos los aparatos de dirección, el click del aparato automático de defensa biológica al desconectarse.

La desinfección había terminado.

Si el huésped se quitaba la escafandra, y esto debía hacer si pensaba lógicamente, entonces ni en la superficie de su cuerpo, ni en su interior, quedaría nada que pudiera contaminar el aire del observatorio.

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