Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Sin embargo, es lo que le dijisteis a la señora Stumpe…

– Era lo que parecía, y lo que el abad Fabián nos indicó que dijéramos. Espero que encontréis pronto a quien la mató -añadió el prior muy serio-. Cuando lo hagáis, no me importaría que me dejarais solo con él cinco minutos.

Observé el rostro del prior, lleno de santa indignación.

– Estoy seguro de que os encantaría -respondí con frialdad-. Y ahora, debéis disculparme; llego tarde a una cita.

Alice me esperaba en la cocina de la enfermería, con una vieja capa de lana al brazo y unos zapatos cubiertos con gruesas fundas de cuero.

– Necesitas algo de más abrigo -le dije-. Ahí fuera hace un frío terrible.

– Con esto tengo bastante -respondió la joven echándose la capa sobre los hombros-. Era de mi madre, la abrigó durante treinta inviernos.

Nos dirigirnos hacia la puerta del muro posterior por el mismo sendero que habíamos tomado Mark y yo el día anterior. Me desconcertó comprobar que la muchacha me sacaba tres dedos de altura. Debido a la joroba, muchos hombres me sacan eso y más, pero no suelo encontrar mujeres más altas que yo. Me puse a pensar en lo que podía habernos atraído de Alice tanto a Mark como a mí, pues la joven, pálida y seria, no era una belleza, en el sentido convencional. Sin embargo, a mí nunca me han gustado las rubias coquetas; siempre me ha interesado más la chispa que salta del enfrentamiento entre dos caracteres fuertes. Al pensar en ello, el corazón volvió a palpitarme con fuerza.

Pasamos junto a la tumba de Singleton, cuyo oscuro lomo seguía contrastando con la blancura circundante. Alice se mostraba tan distante y poco comunicativa como Mark. Tener que enfrentarme de nuevo a aquella muda insolencia me irritó, y me pregunté si se trataría de una táctica concertada, o de una actitud que cada uno había adoptado por su cuenta. Después de todo, no hay tantas formas de demostrar descontento a quienes están por encima de nosotros.

Mientras cruzábamos la huerta, donde una bandada de cuervos graznaba en las ramas de los árboles, traté de entablar conversación preguntándole cómo es que conocía tan bien la marisma.

– Cuando era pequeña, en la casita de al lado vivían dos hermanos de mi edad, Noel y James. Solíamos jugar juntos. Su familia se había dedicado a la pesca durante generaciones y ellos conocían todos los senderos de la marisma y las señales que permitían orientarse y pisar terreno firme. Su padre era contrabandista, además de pescador. Ya están muertos; su barco desapareció durante una tempestad hace cinco años.

– Lo siento.

– Son gajes del oficio -murmuró Alice, y se volvió hacia mí con una chispa de animación en los ojos-. Si la gente manda tejidos a Francia a cambio de vino, es porque son pobres.

– No tengo intención de acusarlos, Alice. Simplemente, me pregunto si ciertas sumas de dinero obtenido fraudulentamente, y quizá también la reliquia robada, podrían haber salido del monasterio de ese modo.

Llegamos frente al estanque. A cierta distancia, varios criados se afanaban en torno a una esclusa del riachuelo siguiendo las indicaciones de un monje. El nivel del agua del estanque había bajado perceptiblemente.

– El hermano Guy me ha contado lo de esa pobre chica -dijo Alice arrebujándose en la capa-. Me ha explicado que hacía el mismo trabajo que yo.

– Sí, así es. Pero la pobre no tenía más amigos que Simón Whelplay. Tú tienes quien te proteja. -Vi la angustia en sus ojos y le sonreí tranquilizadoramente-. Ven, ahí está la puerta. Tengo una llave.

Salimos al exterior y volví a contemplar la blanca extensión de la marisma, la lejana franja del río y, a medio camino, el montículo con las ruinas de la iglesia primitiva.

– La primera vez que vine casi me hundí en el lodo -le expliqué-. ¿Estás segura de que hay un camino practicable? No sé cómo vas a orientarte estando todo cubierto de nieve.

– ¿Veis esos cañaverales? -me preguntó Alice señalando hacia la marisma-. Es cuestión de localizar los adecuados y mantenerse a la distancia exacta de ellos. No todo es ciénaga; hay zonas de terreno firme, y los cañaverales hacen las veces de mojones. -La muchacha cruzó el camino y pisó fuera de él con precaución-. Hay zonas que sólo están heladas; debéis tener cuidado de no pisar en ellas.

– Lo sé. Eso es lo que me ocurrió la otra vez -respondí sonriendo con nerviosismo desde el borde del camino-. La vida de un comisionado del rey está en tus manos.

– Tendré cuidado, señor.

La joven inspeccionó el camino en ambas direcciones y, tras decirme que caminara exactamente sobre sus pasos, empezó a avanzar por la marisma.

Alice caminaba despacio y con seguridad, deteniéndose de vez en cuando para orientarse. Confieso que al principio tenía el corazón en un puño y volvía la cabeza constantemente, consciente de que cada vez estábamos más lejos de la muralla del monasterio y de que sería imposible recibir ayuda si nos hundíamos en el lodo. Pero Alice parecía saber lo que hacía. Yo iba pisando sobre sus huellas; unas veces el suelo era firme, pero otras un agua negra y aceitosa llenaba las depresiones que formaban sus pisadas. No parecía que avanzáramos, pero al levantar la cabeza vi con sorpresa que casi habíamos llegado al montículo. Las ruinas de la iglesia estaban a unas cincuenta varas.

– Tenemos que subir al montículo -dijo Alice deteniéndose-. Al otro lado, hay un sendero que baja hasta el río. Esa zona es más peligrosa.

– Bueno, de momento, subamos.

Instantes después pisábamos terreno firme. El islote sólo estaba unos pies por encima del nivel del lodo, pero desde él se divisaban con claridad tanto el monasterio, a nuestras espaldas, como el río, manso y gris frente a nosotros. El mar cerraba el horizonte, y una brisa helada llenaba el aire de olor a sal.

– Así que éste es el camino que utilizan los contrabandistas…

– Sí, señor. Hace unos años, los recaudadores de impuestos de Rye persiguieron a un grupo de ellos hasta la marisma y se perdieron. Dos de los hombres se hundieron en cuestión de segundos y desaparecieron sin dejar rastro.

Seguí su mirada por la blanca extensión de la marisma y me estremecí. Luego eché un vistazo a mi alrededor; el montículo era más pequeño de lo que había supuesto y las ruinas, poco más que unos cuantos montones de piedras. En una zona del edificio que estaba algo más entera, vi los restos de una hoguera: un corro de terreno despejado y cubierto de cenizas en medio de la nieve.

– Alguien ha estado aquí hace muy poco -dije removiendo las cenizas con el bastón y mirando a mi alrededor, con la absurda esperanza de descubrir el escondite de la reliquia o de un cofre lleno de oro; por supuesto, no había nada. Alice me observaba en silencio. Volví a su lado y contemplé el paisaje que se desplegaba ante nosotros-. La vida de los primeros monjes debía de ser muy dura. Me pregunto por qué se instalarían aquí; por seguridad, tal vez.

– Dicen que la marisma ha ido creciendo a medida que el río llenaba de limo la desembocadura. Puede que en aquella época esto no fuera marisma, sino sólo un punto cercano al río -apuntó Alice, que no obstante parecía poco interesada en el tema.

– Este paisaje merece ser pintado. Yo pinto, ¿sabes? Cuando tengo tiempo…

– Las únicas pinturas que he visto son las de los vitrales de la iglesia. Los colores son bonitos, pero las figuras no me parecen muy reales.

Asentí.

– Eso es porque no guardan las proporciones, y porque carecen de perspectiva, sensación de distancia. Pero hoy en día los pintores tratan de representar las cosas tal como son, de mostrar la realidad.

– Comprendo, señor.

Su voz seguía siendo fría, distante. Limpié de nieve un viejo sillar y me senté.

– Alice, me gustaría hablar contigo. Sobre el señor Poer. -La chica me miró con aprensión-. Sé que se siente atraído hacia ti, y estoy convencido de que sus intenciones son honestas.

72
{"b":"107626","o":1}