De pronto oí voces destempladas. Desvié la mirada hacia el portón y vi a dos figuras que forcejeaban, una vestida de negro y otra de blanco. Eché a correr hacia ellas. El prior Mortimus zarandeaba a Jerome, que tenía un brazo levantado para impedir que le quitara un papel. A pesar de sus achaques, el cartujo se defendía con vigor. Junto a ellos, Bugge sujetaba a un rapaz por el cuello de la camisa.
– ¡Dame eso, hijo de mala madre! -farfulló el prior. Jerome intentó meterse el papel en la boca, pero el prior le puso una zancadilla, haciéndolo caer de espaldas sobre la nieve. Sin darle tiempo a reaccionar, se inclinó hacia él, le arrancó el papel de la mano y volvió a erguirse respirando pesadamente.
– ¿Qué es este escándalo? -le pregunté.
Antes de que el prior pudiera responder, Jerome se incorporó sobre un codo y le lanzó un escupitajo, que aterrizó en su hábito. Mortimus profirió una exclamación de asco y le propinó una patada en las costillas. El anciano soltó un grito y volvió a derrumbarse sobre la sucia nieve.
– ¿Os dais cuenta, comisionado? ¡Lo he sorprendido intentando pasar subrepticiamente esta carta!
Cogí el pliego de papel y leí el nombre del destinatario.
– ¡Va dirigida a sir Thomas Seymour!
– ¿No es uno de los consejeros del rey?
– En efecto, y hermano de la difunta reina. Me volví hacia el cartujo, que nos miraba desde el suelo con la ferocidad de un animal salvaje, y abrí el pliego. En cuanto empecé a leer, un escalofrío me recorrió la espina dorsal. El cartujo llamaba a Seymour «primo», le hablaba de su encierro en un monasterio corrupto en el que habían asesinado a un comisionado del rey y anunciaba que quería contarle una historia sobre las felonías de lord Cromwell. A continuación, relataba su encuentro en prisión con Mark Smeaton y persistía en afirmar que Cromwell había torturado al músico.
Ahora estoy confinado aquí por otro comisionado de Cromwell, un jorobado de cara agria. Os cuento esta historia con la esperanza de que podáis utilizarla contra Cromwell, ese instrumento del Anticristo. El pueblo lo odia y aún lo odiará más cuando se sepa esto.
– ¿Cómo ha conseguido salir? -le pregunté al prior haciendo un rebujo con la carta.
– Ha desaparecido después de prima, e inmediatamente me he puesto a buscarlo. Entretanto, este muchacho del hospicio se ha presentado ante nuestro buen Bugge diciendo que venía a recoger un mensaje de un monje. A Bugge le ha parecido sospechoso y no lo ha dejado entrar.
El portero asintió satisfecho y aferró con más fuerza al huérfano, que había dejado de forcejear y miraba al cartujo con los ojos desorbitados por el terror.
– ¿Quién te ha enviado? -le pregunté.
– Un criado trajo una nota, señor -contestó el chico con voz temblorosa-. En ella me pedían que viniera a recoger una carta para el correo de Londres.
– Llevaba esto encima-dijo Bugge abriendo la mano libre y enseñándonos un anillo de oro.
– ¿Es vuestro? -le pregunté a Jerome, pero el cartujo miró a otro lado-. ¿Qué criado te lo dio, muchacho? Contesta, estás metido en un buen lío.
– El señor Grindstaff, señor, de la cocina. El anillo era para pagarme a mí y al cochero del correo.
– ¡Grindstaff! -rezongó el prior-. Es quien lleva la comida a Jerome. Siempre se ha opuesto a los cambios. Lo pondré de patitas en la calle esta misma noche, a no ser que queráis tomar medidas más severas, comisionado…
Negué con la cabeza.
– Aseguraos de que Jerome permanece cerrado con llave en su celda las veinticuatro horas del día. No debisteis dejarlo salir para asistir a los oficios. Ya veis el resultado -dije, y me volví hacia Bugge-. Deja que el chico se vaya.
El portero arrastró al huérfano hasta la entrada y lo arrojó al camino con un coscorrón.
– ¡Y vos, levantaos! -le gritó el prior a Jerome.
El anciano intentó incorporarse, pero le fallaron las fuerzas.
– No puedo, bruto inhumano.
– Ayúdalo -le ordené a Bugge-. Y enciérralo en su celda.
El portero levantó al cartujo por las axilas y se lo llevó sin contemplaciones.
– ¡Cromwell tiene muchos enemigos! -me gritó Jerome sobre el hombro de Bugge-. ¡Su justo final está cerca!
– ¿Hay algún despacho en el que podamos hablar en privado? -le pregunté al prior.
Cruzamos el patio del claustro y entramos en una habitación en cuya chimenea ardía un buen fuego. Sobre un escritorio atestado de papeles había una jarra de vino; el prior se acercó y llenó dos copas.
– ¿Es la primera vez que Jerome desaparece después de un oficio?
– Sí. Siempre está vigilado.
– ¿Hay alguna posibilidad de que haya enviado otra carta antes de hoy?
– No, al menos desde que lo confinamos, el día de vuestra llegada. Pero antes… sí.
Asentí mordiéndome una uña.
– En adelante, debe permanecer vigilado constantemente. Esa carta es algo muy serio. Debería informar a lord Cromwell de inmediato.
El prior me lanzó una mirada calculadora.
– ¿Mencionaréis que un monje leal al rey impidió que la carta saliera del monasterio?
– Ya veremos -respondí mirándolo con frialdad-. Hay otro asunto del que quería hablar con vos. Orphan Stonegarden.
El prior asintió lentamente.
– Sí, he oído que estabais haciendo preguntas.
– ¿Y bien? Vuestro nombre ha sido mencionado.
– Los viejos célibes también sentimos deseos -respondió el prior encogiéndose de hombros-. Era una joven atractiva. No negaré que intenté acostarme con ella.
– ¿Vos, que sois el responsable de mantener la disciplina en esta casa y que ayer mismo dijisteis que la disciplina es lo único que preserva al mundo del caos?…
El prior se removió incómodo en el sillón.
– Un revolcón con una buena hembra no puede compararse con las pasiones contra natura -respondió Mortimus con viveza-. No soy perfecto; nadie lo es, excepto los santos, y no todos.
– Muchos, señor prior, calificarían esas palabras de hipócritas»
– ¡Vamos, comisionado! ¿Hay alguien que no sea hipócrita? Yo no le deseaba ningún mal a esa joven. Me rechazó de inmediato, y ese viejo sodomita de Alexander me denunció al abad. Luego me dio lástima verla rondando por el monasterio como un fantasma -añadió el prior en un tono más mesurado-. No obstante, jamás volví a hablar con ella.
– Que vos sepáis, ¿la tomó alguien por la fuerza? La señora Stumpe cree que fue así.
– No. -El rostro del prior se ensombreció-. Yo no lo habría permitido -aseguró, y soltó un largo suspiro-. Verla ayer fue terrible. La reconocí al instante.
– La señora Stumpe también -dije cruzándome de brazos-. Vuestros buenos sentimientos me asombran, hermano prior. No puedo creer que esté ante el mismo hombre que hace un momento le ha propinado una patada a un tullido.
– El hombre ocupa una posición difícil en el mundo, sobre todo si es un monje. Tiene obligaciones establecidas por Dios y fuertes tentaciones a las que resistirse. Las mujeres… son diferentes. Si se comportan, merecen vivir en paz. Orphan era una buena chica, no como la desvergonzada que trabaja ahora con el hermano Guy.
– He oído que a ella también le hicisteis proposiciones. El prior guardó silencio durante unos instantes.
– Yo no acosé a Orphan, os lo aseguro. Cuando me rechazó, no insistí.
– Pero otros sí lo hicieron. El hermano Luke. -Hice una pausa-. Y el hermano Edwig.
– Sí. El hermano Alexander también los denunció, aunque sus propios pecados, mucho más graves, acabarían desenmascarándolo -añadió con malicia-. El abad se encargó del hermano Luke y le dijo al hermano Edwig que la dejara en paz. Igual que a mí. No suele darme órdenes, pero esa vez lo hizo.
– Se comenta que el hermano Edwig y vos sois quienes lleváis las riendas del monasterio…
– Alguien debe hacerlo. Al abad Fabián siempre le ha interesado más cazar con la aristocracia local. Nos ocupamos de las pesadas rutinas que mantienen el monasterio en pie. -Me pregunté si convenía mencionar los asuntos económicos, o la venta de tierras en general, para ver cómo reaccionaba. Pero no, no debía poner sobre aviso a ninguno de ellos hasta tener las pruebas en la mano.-. Yo nunca creí que hubiera robado los cálices y huido del monasterio -murmuró el prior.