– Por el momento -acepté escondiendo la espada bajo el hábito que habíamos sacado del agua. Los criados, al ver el cadáver, retrocedieron sobrecogidos y se persignaron-. Ayúdales, Mark. -El muchacho, que se había quitado la ropa mojada y ahora llevaba una blusa azul de sirviente bajo la capa, les ayudó a colocar el cadáver cubierto con la manta en la camilla y a levantarla; parecía ligera como una pluma-. Llevad el cuerpo a la enfermería -les ordené.
Fuimos en procesión detrás de los criados. Yo miré al prior Mortimus un par de veces, pero él apartó los ojos. El agua que goteaba del cuerpo dejaba un reguero sucio sobre la nieve.
En la huerta se había congregado una muchedumbre de monjes y criados que cuchicheaban y bullían como un enjambre de abejas. El prior, irritado, les gritó que regresaran a sus ocupaciones, y ellos se dispersaron y empezaron a alejarse, aunque a cada paso se volvían para lanzar medrosas miradas hacia la camilla.
El hermano Guy se acercó a nosotros.
– ¿Quién es? -preguntó-. He oído decir que se trata de alguien que se ahogó en el estanque.
Me volví hacia los criados.
– Llevad el cuerpo a la enfermería para que el hermano Guy pueda examinarlo. Mark, ve con ellos. Llévate esto y guárdalo en nuestra habitación -dije tendiéndole el hábito-. Cuidado con la espada -le susurré-. Está muy afilada.
– Tendré que decirles algo a los hermanos -observó el prior.
– Sólo que hemos encontrado un cuerpo en el estanque. Ahora, señor abad, me gustaría hablar con vos -dije haciendo un gesto hacia su casa.
El abad se sentó al escritorio, que seguía cubierto de papeles y con el sello del monasterio descansando en el bloque de cera roja. Su rostro parecía haber envejecido una década en apenas unos días, y el saludable color de sus mejillas había dado paso a la palidez del cansancio y el miedo.
Dejé la espada sobre el escritorio. El abad la miró con aprensión. A continuación, puse la cadenilla de plata junto al arma y la señalé.
– ¿La reconocéis, reverencia?
El abad se inclinó hacia ella y la examinó.
– No, es la primera vez que la veo. ¿La llevaba el… el…?
– El cadáver, sí. ¿Qué me decís de la espada?
El abad movió negativamente la cabeza.
– Aquí no tenemos espadas.
– No os preguntaré si reconocéis el cuerpo como el de Orphan Stonegarden, porque está irreconocible. Ya veremos si la señora Stumpe reconoce la medalla. El abad me miró horrorizado.
– ¿La gobernanta del hospicio? ¿Es necesario que intervenga? No nos tiene ningún aprecio. Me encogí de hombros.
– Y aún os tendrá menos si trasciende que su pupila fue asesinada y arrojada al estanque del monasterio. Me contó que la chica no era feliz aquí. ¿Qué podéis decirme al respecto?
Por toda respuesta, el abad se cogió la cabeza con las manos. Creí que iba a echarse a llorar, pero al cabo de unos instantes volvió a alzar el rostro.
– Tener mujeres jóvenes trabajando en los monasterios es un error. En eso estoy totalmente de acuerdo con lord Cromwell. Pero, en esa época, el enfermero era el hermano Alexander, que se estaba haciendo viejo y necesitaba ayuda. Nos mandaron a la muchacha, y él estuvo de acuerdo en aceptarla.
– Puede que la encontrara atractiva. Creo que lo era.
El abad carraspeó.
– El hermano Alexander no era de ésos. De hecho, me pareció más seguro que ponerle de ayudante a un muchacho. Eso fue antes de la visita de inspección y entonces…
– Entiendo. Entonces el culo de un chico habría corrido peligro. Pero, si no me equivoco, cuando desapareció Orphan el enfermero era el hermano Guy…
– Sí. El nombre del hermano Alexander fue mencionado en la visita del obispo. Eso acabó con él; murió de un ataque poco después. El hermano Guy ocupó su puesto.
– Entonces, ¿quién molestó a la chica? Estoy convencido de que alguien lo hizo.
El abad movió la cabeza.
– Comisionado, tener a una chica atractiva rondando por el claustro es una tentación. Las mujeres tientan a los hombres, como Eva tentó a Adán. Los monjes somos humanos…
– Por lo que he oído, Orphan no tentó a nadie; más bien la importunaron y acosaron. Os lo preguntaré una vez más. ¿Qué sabéis al respecto?
– El hermano Alexander me expuso alguna queja -respondió el abad dejando caer los hombros-. Decía que un hermano joven llamado Luke, que trabaja en la lavandería, la había… molestado.
– ¿Queréis decir que la forzó?
– No, no, no. No fue tan lejos. Hablé con él y le prohibí que se acercara a la joven. Cuando volvió a molestarla le advertí que si persistía lo obligaría a marcharse.
– ¿Algún otro? ¿Algún obedienciario, quizá?
El abad me miró con el pánico pintado en el rostro.
– Hubo quejas contra el hermano Edwig y el prior Mortimus. Le habían… le habían hecho proposiciones deshonestas, el hermano Edwig, persistentemente. En más de una ocasión, lo… puse sobre aviso.
– ¿Al hermano Edwig?
– Sí.
– ¿Y vuestra advertencia surtió efecto?
– Soy el abad del monasterio, señor comisionado -replicó con un ápice de su antiguo orgullo en la voz-. ¿No podría ser que la chica se hubiera suicidado? -preguntó el abad tras una vacilación-. Si estaba desesperada…
– Se suponía que robó dos cálices y huyó… -Eso es lo que pensamos cuando desaparecieron de la iglesia al mismo tiempo que ella huyó del monasterio. Pero… tal vez se arrepintió de lo que había hecho, arrojó los cálices al estanque y luego se suicidó lanzándose al agua a su vez.
– Quiero que drenéis el estanque, a pesar de que soy consciente de que, aunque encontremos los cálices, eso no significaría nada. Su asesino pudo cogerlos y tirarlos al agua, después de haberla arrojado a ella, para dejar una pista falsa. Este asunto exige una investigación a fondo, reverencia. Podría requerir la intervención de la autoridad civil. El juez Copynger.
El abad inclinó la cabeza y permaneció en silencio durante unos instantes.
– Todo ha acabado, ¿verdad, comisionado? -preguntó de pronto con voz ahogada.
– ¿A qué os referís?
– A nuestra vida aquí. A la vida monástica en toda Inglaterra. He estado engañándome a mí mismo, ¿verdad? Las leyes no nos salvarán. Ni en el caso de que el asesino del comisionado Singleton resultara ser alguien de la ciudad… -No respondí. El abad cogió un papel del escritorio con mano ligeramente temblorosa-. Hace un rato, he vuelto a examinar el borrador del Instrumento de Cesión que me entregó el comisionado Singleton. «Consideramos firmemente -citó su reverencia- que el estilo y la forma de vida que nosotros y otros de nuestra pretendida religión hemos practicado y usado durante largos años consiste principalmente en absurdas ceremonias y determinadas normas de la curia romana y otras potencias extranjeras.» Estaba convencido de que lord Cromwell sólo quería nuestras tierras y riquezas, y de que este pasaje sólo era una concesión a los reformistas -murmuró el abad mirándome a los ojos-. Pero, después de lo que me han contado sobre Lewes… Es una cláusula que ha enviado a todas las casas, ¿no es así? Todas las casas correrán la misma suerte. Y después de lo ocurrido, San Donato está condenado.
– Tres personas han muerto de un modo atroz -le dije-. Sin embargo, a vos sólo parece preocuparos vuestra supervivencia.
– ¿Tres? -preguntó el abad perplejo-. No, señor, sólo dos. Una, si la muchacha se quitó la vida…
– El hermano Guy cree que Simón Whelplay murió envenenado.
– Entonces debería habérmelo dicho -repuso el abad frunciendo el entrecejo-, como superior del monasterio que soy.
– Le pedí que guardara silencio hasta nueva orden.
El abad me miró a los ojos. Cuando volvió a hablar, su voz era apenas un susurro:
– Deberíais haber visto esta casa hace sólo cinco años, antes de que el rey se divorciara. Todo ordenado y en regla. Oraciones y devoción, el horario de verano y luego el de invierno, inmutables desde hacía siglos. Los benedictinos me han proporcionado una vida como nunca habría llevado en el mundo; el hijo de un tabernero elevado a la dignidad de abad… -Su reverencia esbozó una sonrisa triste y fugaz-. No lloro sólo por mí, comisionado; lloro por la desaparición de una forma de vida. En estos dos últimos años el orden ha empezado a resquebrajarse. Antes, todos creíamos en lo mismo, teníamos las mismas opiniones; pero las reformas han conseguido sembrar la discordia y provocar desacuerdos. Y ahora, asesinatos. Disolución -dijo el abad con un hilo de voz-. Disolución. -Vi formarse dos grandes lágrimas en las comisuras de sus ojos-. Firmaré el Instrumento de Cesión -dijo el abad con un hilo de voz-. No tengo otra alternativa, ¿verdad? -Moví la cabeza lentamente-. ¿Me concederán la pensión que me prometió el comisionado Singleton?