– ¿Le habéis contado esta historia a alguien más? -le pregunté.
– No. No he tenido… necesidad -respondió el anciano con una extraña e inquietante sonrisa.
– ¿Qué queréis decir?
– No importa.
– Desde luego que no importa, porque todo eso es una sarta de mentiras. -El anciano se limitó a encogerse de hombros-.Muy bien. Volvamos a Robin Singleton. ¿Por qué lo llamasteis perjuro y traidor?
– Porque lo era -respondió el cartujo con la misma sonrisa extraña y salvaje-. Era un instrumento de ese monstruo de Cromwell, como tú. Todos sois unos perjuros y traicionáis la obediencia que debéis al Papa.
Respiré hondo.
– Jerome de Londres, sólo sé de un hombre que podía odiar al comisionado, o más bien lo que representaba, hasta el punto de idear un insensato plan para asesinarlo, y ese hombre sois vos. Vuestra invalidez os impedía cometer el asesinato personalmente, pero sois capaz de engañar a cualquiera para que lo hiciese por vos. Os desafío a negar que sois el responsable de esa muerte.
El cartujo cogió la muleta y volvió a ponerse en pie con una mueca de dolor. Se llevó la mano derecha al corazón; le temblaba ligeramente. Me miró a los ojos sin dejar de esbozar su enigmática y estremecedora sonrisa.
– El comisionado Singleton era un hereje y un hombre despiadado, y me alegro de su muerte y de la ira que ésta haya causado a Cromwell. Pero juro por la salvación de mi alma, ante Dios y por voluntad propia, que no tomé parte en el asesinato de Robin Singleton, y también que no sé de ningún hombre en esta casa de cobardes e idiotas con suficientes redaños para hacerlo. Bueno, ya he respondido a tu acusación. Y ahora, estoy cansado y quiero dormir -dijo el cartujo sentándose de nuevo en la cama y tendiéndose en ella.
– Muy bien, Jerome de Londres. Pero volveremos a hablar.
Indiqué a Mark que saliera y yo abandoné la celda tras él. Una vez fuera, cerré la puerta con llave y avancé por el pasillo, observado por los monjes, que habían vuelto de la iglesia y tenían abiertas las puertas de las habitaciones. Cuando nos acercábamos a la puerta del claustro, ésta se abrió de golpe, y el hermano Athelstan entró como una exhalación con el hábito cubierto de nieve. Al verme, se detuvo en seco.
– Hombre, hermano… Ya sé por qué os trata tan mal el hermano Edwig. Habéis dejado su despacho sin vigilancia.
– Sí, señor -respondió el monje, que no paraba de balancearse sobre los pies; su enmarañada barba dejaba caer gotas de nieve derretida sobre la estera.
– Esa información me habría sido más útil que vuestros cuentos sobre lo que se murmura en la sala capitular. ¿Qué ocurrió?
Athelstan me miró asustado.
– No creí que fuera importante, señor comisionado. Fui a la contaduría a trabajar y encontré al comisionado Singleton examinando un libro en el despacho del hermano Edwig. Le rogué que no se lo llevara, o que al menos me dejara registrar la salida, porque sabía que el hermano Edwig se enojaría conmigo. Cuando el hermano volvió y le conté lo ocurrido, me dijo que no debería haber perdido de vista al comisionado Singleton.
– Así que estaba furioso…
– Mucho, señor-respondió el monje agachando la cabeza.
– ¿Sabíais qué contenía el libro?
– No, señor. Yo sólo manejo los libros de contabilidad. No sé nada sobre los que el hermano Edwig tiene arriba, en su despacho.
– ¿Por qué no me habéis comentado esto?
– Tenía miedo, señor -respondió el monje sin dejar de balancearse sobre los pies-. Porque, si le preguntabais por el libro, el hermano Edwig sabría que yo había hablado. Es un hombre duro, señor.
– Y vos un estúpido. Permitidme que os dé un consejo, hermano. Un buen informador debe estar dispuesto a dar información, a pesar del riesgo. De lo contrario, desconfiarán de él. Ahora desapareced de mi vista.
El hermano Athelstan echó a correr por el pasillo y nosotros nos arrebujamos en nuestras capas y nos enfrentamos al temporal.
– ¡Por los clavos de Cristo, en mi vida había visto nevar de este modo! -exclamé contemplando el patio cubierto de nieve-. Quería que me acompañaras al estanque, pero con este tiempo no hay nada que hacer. En fin, volvamos a la habitación.
Mientras caminábamos hacia la enfermería, advertí que Mark estaba pensativo y preocupado. Encontramos a Alice en la cocina preparando una infusión.
– Estáis muertos de frío, señores. ¿Puedo ofreceros un poco de vino caliente?
– Gracias, Alice -le dije-. Cuanto más caliente mejor.
Una vez en la habitación, Mark cogió una almohada y se acomodó ante el fuego, mientras que yo me senté en la cama.
– Jerome sabe algo -murmuré-. No está implicado en el asesinato; de lo contrario, no habría jurado. Pero sabe algo. Lo he leído en su sonrisa.
– La tortura lo trastornó de tal modo que dudo que sepa lo que dice.
– No, la rabia y la vergüenza lo consumen, pero no ha perdido la cabeza.
– Entonces, ¿es cierto lo que ha dicho sobre Mark Smeaton, que Lord Cromwell lo torturó hasta arrancarle una confesión falsa? -preguntó Mark con los ojos clavados en el fuego.
– No -respondí mordiéndome el labio-. No lo creo.
– Os gustaría no creerlo -murmuró Mark.
– ¡No! Y tampoco creo que lord Cromwell estuviera presente mientras torturaban a Jerome. Es mentira. Vi a Su Señoría en los días previos a la ejecución de Ana Bolena. Estaba constantemente con el rey; no le quedaba tiempo para ir a la Torre. Y no se habría comportado así; jamás. Se lo ha inventado Jerome -aseguré.
De pronto, advertí que tenía los puños apretados. Mark me miró.
– Señor, ¿no os ha parecido evidente por su actitud que todo lo que ha dicho era verdad?
Dudé. Ciertamente, el cartujo se había expresado con una vehemencia que parecía abonar la sinceridad de sus palabras. Desde luego, lo habían torturado; eso saltaba a la vista. Pero que lord Cromwell en persona lo hubiera obligado a jurar en falso era harina de otro costal. Yo no podía creer algo así de mi señor, como no podía aceptar que estuviera implicado en la tortura de Mark Smeaton. En la presunta tortura, me dije a mí mismo pasándome la mano por el cabello.
– Hay hombres con una habilidad especial para hacer que las mentiras parezcan verdades. Recuerdo que en cierta ocasión llevé la acusación contra un individuo que aseguraba ser orfebre; engañó al gremio…
– Eso es completamente distinto, señor.
– No puedo creer que lord Cromwell falseara las pruebas contra Ana Bolena. Olvidas que hace años que lo conozco, Mark. Para empezar, ascendió al poder porque la difunta reina simpatizaba con los reformistas. Fue su protectora. ¿Por qué iba a colaborar lord Cromwell en su muerte?
– Porque el rey la deseaba y lord Cromwell haría cualquier cosa para conservar su posición… Eso es al menos lo que se dice en Desamortización.
– No -repetí con firmeza-. Es duro, y debe serlo, con los enemigos a los que se enfrenta, pero ningún cristiano podría hacerle algo así a un hombre inocente, y, créeme, lord Cromwell es cristiano. Olvidas que hace mucho tiempo que lo conozco. De no ser por él, no habría habido Reforma. Ese maldito monje nos ha contado un cuento sedicioso, un cuento que te conviene no repetir fuera de esta habitación.
Mark me miró con dureza. Por primera vez desde que lo conocía, su mirada hizo que me sintiera incómodo. En ese momento, Alice entró en la habitación con dos humeantes tazas de vino. Me tendió una sonriendo y a continuación cambió con Mark una mirada que parecía preñada de significados. Sentí una punzada de celos.
– Gracias, Alice -le dije-. Era lo que necesitábamos. Hemos estado hablando con el hermano Jerome y nos vendrá bien algo que nos reconforte.
– Claro-murmuró la muchacha, que no parecía muy interesada-. Sólo lo he visto unas cuantas veces deambulando por ahí con su muleta. Todo el mundo dice que está loco -añadió; luego, me hizo una reverencia y se marchó.