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– Sí.

Se hizo un profundo y largo silencio mientras sacaban la conclusión evidente.

– Calvin, ¿qué harías tú si fuera tu hijo? -acabó preguntando Ron.

– Demandar a esos cabrones. Es una negligencia grave.

– No puedo demandarlos, Calvin. Quedaría en completo ridículo.

Tras un partido de squash, una ducha y un masaje en el gimnasio del Senado, Myers Rudd subió a una limusina y tuvo que soportar el tráfico de la tarde como cualquier otro. Una hora después, llegó a la terminal aérea de Dulles, donde embarcó en un Gulfstream 5, la más reciente adquisición de la flota del señor Carl Trudeau. El senador ni sabía quién era el dueño del avión privado, ni conocía al señor Trudeau, lo que en la mayoría de las culturas habría resultado extraño teniendo en cuenta la cantidad de dinero que Rudd había recibido de ese hombre. Sin embargo, en Washington, el dinero llega a través de una miríada de conductos extraños y difusos. A menudo, quienes lo reciben solo tienen una vaga idea de su procedencia, y otras veces ni la más mínima. En la mayoría de las democracias, la transferencia de tales cantidades de dinero se consideraría una flagrante corrupción, pero en Washington la corrupción ha sido legalizada. El senador Rudd ni sabía ni le importaba si alguien era su dueño. Acumulaba más de once millones de dólares en el banco, dinero que acabaría por embolsarse si no se veía obligado a malgastarlo en alguna frívola campaña. A cambio de tal inversión, Rudd mantenía un historial de voto impecable en todas las materias relacionadas con la industria farmacéutica, química, petrolífera, energética, las compañías de seguros, los bancos, o lo que fuera.

Sin embargo, era un hombre del pueblo.

Esa noche viajaba solo. Las dos auxiliares de vuelo le sirvieron cócteles, langosta y vino, y apenas había acabado de cenar cuando el Gulfstream inició el descenso hacia el aeropuerto internacional de Jackson. Lo esperaba otra limusina y, veinte minutos después de aterrizar, el senador se bajó en una entrada lateral del University Medical Center. Encontró a Ron y a Doreen en una habitación de la tercera planta, mirando la televisión, sin verla, mientras su hijo dormía.

– ¿Cómo está el crío? -preguntó con gran afecto, mientras ellos se ponían en pie, agotados, e intentaban adecentarse.

Se habían quedado mudos de asombro al ver aparecer allí al gran hombre, de repente, a las nueve y media de la noche de un martes. Doreen no encontró los zapatos.

Charlaron en voz baja sobre Josh y su evolución. El senador dijo que estaba en la ciudad por negocios, ya de vuelta a Washington, pero había oído la noticia y no había podido menos que pasarse un momento para hacerles una breve visita. Les conmovió su presencia. De hecho, estaban muy nerviosos y todavía no se lo creían.

Una enfermera rompió el hechizo y anunció que era hora de apagar la luz. El senador abrazó a Doreen, le pellizcó una mejilla, le estrechó la mano con fuerza, le prometió hacer todo lo que pudiera para ayudar y luego salió de la habitación acompañado de Ron, que se sorprendió al no ver a su séquito esperándolo en el pasillo. Ni un solo empleado, recadero, guardaespaldas, chófer. Nadie.

El senador había venido de visita, solo. El gesto significó mucho para Ron.

Rudd ofreció el mismo saludo breve e idéntica sonrisa de plástico a todos con los que se cruzaban por el pasillo. Aquella era su gente y él sabía que lo adoraban. El senador empezó a despotricar sobre una discusión trivial en el Congreso y Ron fingió sentirse fascinado, aunque en realidad deseaba que el hombre se fuera. En la puerta de salida, Rudd le deseó lo mejor, le prometió que rezaría por la familia y volvió a ofrecerle su ayudar para lo que fuera.

– Por cierto, juez -dijo el senador, como si acabara de ocurrírsele en ese momento, mientras se estrechaban la mano-, convendría que zanjaras el caso Krane.

Ron se quedó boquiabierto, con la mano flácida, intentando encontrar una respuesta. Ron trataba de mantenerse a flote cuando el senador acabó de despedirse.

– Sé que harás lo correcto. Esas sentencias están acabando con nuestro estado.

Rudd le dio una palmadita en el hombro, lo obsequió con otra de sus sonrisas de plástico, salió por la puerta y desapareció.

De nuevo en la limusina, Rudd ordenó al conductor que se dirigiera hacia el norte de la ciudad, a una urbanización donde pasaría la noche, junto con su amante de Jackson. Luego volvería a toda prisa a Washington en el Gulfstream, a primera hora de la mañana.

Ron se tumbó en el catre e intentó encontrar la postura para pasar otra larga vigilia. El patrón de sueño de J osh se había vuelto tan irregular que cada noche era una nueva aventura. Cuando la enfermera hizo la ronda a medianoche, tanto el padre como el hijo estaban despiertos. Doreen, por fortuna, estaba en el motel, profundamente dormida gracias a las pastillitas verdes que las enfermeras les proporcionaban a escondidas. Ron se tomó una y la enfermera dio a Josh su sedante.

En la sombría oscuridad de la habitación, Ron intentó explicarse la súbita aparición del senador Rudd. ¿Se trataba solo de la visita de un político arrogante que cruzaba la línea para ayudar a un gran contribuyente? Rudd no vacilaba en aceptar dinero de quien quisiera dárselo, legalmente, por lo que no le sorprendería que se hubiera llevado una buena tajada de Krane.

¿O había algo más? Krane no había contribuido con un solo centavo a la campaña de Fisk. Tras las elecciones, Ron había repasado minuciosamente los informes después de que también a él le sorprendiera la cantidad recaudada y gastada. Había discutido y se había peleado con Tony sobre la procedencia del dinero, pero Zachary insistía una y otra vez en que todo estaba en los informes, y Ron los había examinado a conciencia. Los contribuyentes eran ejecutivos, médicos, abogados y grupos de presión, todos ellos partidarios de la limitación de la responsabilidad. Ya lo sabía cuando empezó la campaña.

Se olió una conspiración, pero el cansancio finalmente pudo con él.

Entre las profundas tinieblas de un sueño inducido por los fármacos, Ron oyó un ruidito repetitivo y continuo que no supo identificar. Clic, clic, clic, el mismo sonido una y otra vez, y muy rápido. Cerca.

Alargó la mano en la oscuridad y, al tocar la cama de J osh, se puso en pie de un salto. Gracias a la tenue luz que entraba por el baño, vio que su hijo sufría un ataque espeluznante. Todo su cuerpo se convulsionaba con violencia. Tenía el rostro contraído en una mueca, la boca abierta y la mirada perdida. El traqueteo subió de intensidad. Ron pulsó el botón para avisar a las enfermeras y luego asió a Josh por los hombros, para intentar tranquilizarlo. Estaba atónito ante la virulencia del ataque. Dos enfermeras entraron corriendo y se hicieron cargo de la situación. Las siguió una tercera, acompañada de un médico. Poco podía hacerse, aparte de introducir un depresor en la boca de J osh para impedir que se mordiera la lengua.

Ron no pudo seguir mirando y retrocedió hasta un rincón, desde donde contempló a su hijo gravemente enfermo oculto en una maraña de manos solícitas mientras la cama seguía agitándose y los barrotes no dejaban de traquetear. El ataque empezó a remitir y las enfermeras enseguida le lavaron la cara con agua fría, hablándole con ternura. Ron salió de la habitación e inició otra y mecánica excursión por los pasillos.

Los ataques se repitieron de manera intermitente durante veinticuatro horas, hasta que se detuvieron de repente. Para entonces, Ron y Doreen estaban tan extenuados que solo les quedaban fuerzas para mirar a su hijo y rezar para que siguiera tranquilo. Vinieron más médicos a examinarlo; intercambiaron palabras incomprensibles con expresión poco halagüeña. Le realizaron más pruebas y se lo llevaron durante horas.

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