Mientras daban cuenta del pollo frío y del brécol congelado, el presidente del comité de cuestiones legislativas fue poniéndolos al día con un discurso sombrío sobre varios proyectos de ley que todavía seguían vivos en el Capitolio. Los reformistas del sistema de agravios habían vuelto y estaban presionando fuerte para promulgar medidas que restringieran la responsabilidad civil y cerraran las puertas de las salas de tribunal. Le siguió el presidente de cuestiones políticas, un hombre un poco más optimista. Las elecciones judiciales se celebrarían en noviembre y, aunque todavía era demasiado pronto para asegurarlo, parecía ser que los jueces «buenos», tanto los de primera instancia como los de apelación, no tendrían que enfrentarse a una oposición de la que tuvieran que preocuparse.
Después de la tarta helada y el café, llegó el momento de presentar a Wes Payton, que recibió una calurosa bienvenida. Empezó disculpándose por la ausencia de su compañera, el verdadero cerebro detrás del proceso de Bowmore. Mary Grace lamentaba perderse el acto, pero en esos momentos se sentía más útil en casa con los niños. Wes emprendió a continuación una larga recapitulación del caso Baker, el fallo y el estado actual de otras demandas contra Krane Chemical. Entre un público como aquel, un veredicto de cuarenta y un millones de dólares era un trofeo reverenciado y podrían haberse pasado horas escuchando al hombre que lo había obtenido. Solo unos pocos habían experimentado la emoción de una victoria como aquella, pero todos habían probado la amarga medicina de un mal veredicto.
Cuando terminó recibió un clamoroso aplauso, seguido de una tanda de ruegos y preguntas improvisada. ¿Qué expertos habían resultado útiles? ¿A cuánto ascendían los costes del proceso? (Wes se negó educadamente a decir la cantidad. Aunque se encontrara en una sala llena de profesionales acostumbrados a grandes cifras, la suma era demasiado dolorosa para convertirla en un tema de debate.) ¿En qué estado estaban las conversaciones para llegar a un acuerdo, si es que estas se estaban llevando a cabo? ¿ Cómo afectaría la demanda conjunta al demandado? ¿Y la apelación? Wes podría haber seguido hablando durante horas sin peder la atención del público.
Esa misma tarde, durante un cóctel temprano, volvió a recibir en audiencia, contestó nuevas preguntas y disolvió rumores. Un grupo, que estaba cercando un vertido tóxico en el norte del estado, cayó sobre él con zalamerías en busca de consejo. ¿Le importaría echarle un vistazo a su caso? ¿Podría recomendarles a algún experto? ¿Y si fuera a visitar el lugar? Al final consiguió escapar en dirección al bar, donde tropezó con Barbara Mellinger, la inteligente y veterana directora ejecutiva de la ALM Y uno de los miembros más importantes del grupo de presión.
– ¿Tienes un minuto? -le preguntó Mellinger, mientras se apartaban a un rincón donde nadie pudiera oírles-o He oído un rumor escalofriante -dijo, dando un sorbo a su ginebra y mirando a los presentes. Mellinger se había pasado veinte años en las salas del Capitolio y conocía como nadie el terreno que pisaba. Además, no era dada a los chismorreos. Le llegaban más que a nadie, pero cuando ella decidía contar uno, por lo general era porque se trataba de algo más que un simple rumor-. Van a por McCarthy -dijo.
– ¿Ellos? -preguntó Wes a su lado, mirando a los presentes.
– Los sospechosos habituales: la Junta de Comercio y ese hatajo de matones.
– No pueden con McCarthy.
– Bueno, pero pueden intentarlo.
– ¿Ella lo sabe?
Wes acababa de perder el interés en su refresco sin calorías.
– No creo. No lo sabe nadie.
– ¿Tienen un candidato?
– Si lo tienen, no sé quién es, pero tienen una gran habilidad en dar con la persona adecuada.
¿Qué se suponía que debía decir o hacer Wes? Contar con unos buenos fondos de campaña era la única defensa posible y él no podía contribuir ni con un solo centavo.
– ¿Y ellos lo saben? -preguntó Wes, haciendo un gesto con la cabeza en dirección a los corrillos que se habían formado.
– Todavía no. En estos momentos estamos intentando no hacer ruido, a la espera. McCarthy, como suele ocurrir, no tiene ni un centavo en el banco. Los jueces del supremo se creen invencibles, piensan que están por encima de la política y todo eso, y cuando de repente aparece un rival, les han hecho la cama.
– ¿Tienes un plan?
– No. Por ahora me limito a observar y esperar. Y a rezar, para que solo sea un rumor. Hace dos años, en las elecciones de McElwayne, esperaron hasta el último minuto para anunciar la candidatura y para entonces ya tenían un millón en el banco.
– Sin embargo, ganamos esas elecciones.
– Así es, pero dime que no se te pusieron por corbata.
– Y que lo digas.
Un hippie entrado en años y con coleta avanzó hacia ellos con paso inestable y una deslumbrante sonrisa.
– Les habéis dado una buena patada en el culo por ahí abajo, ¿eh?
La frase de presentación parecía anunciar que iba a ocupar como mínimo la siguiente media hora de la vida de Wes, así que Barbara decidió despedirse.
– Continuará -le susurró.
De camino a casa, Wes disfrutó recordando la celebración durante unos kilómetros antes de dejarse vencer por el pánico al acordarse del rumor sobre McCarthy. Se lo contó todo a Mary Grace, con pelos y señales, y después de cenar, salieron del piso y fueron a dar un largo paseo. Ramona y los niños se quedaron viendo una película antigua.
Como buenos abogados, siempre seguían de cerca las resoluciones del tribunal supremo. Leían y comentaban todas las opiniones que se redactaban, una costumbre que se había iniciado en el momento de asociarse y que habían seguido cultivando con convicción. En los viejos tiempos, los integrantes del tribunal apenas cambiaban. Las vacantes se debían a la muerte del que había ocupado el cargo y los nombramientos temporales solían acabar haciéndose vitalicios. Con los años, los gobernadores habían escogido a los sustitutos con criterio y el tribunal seguía siendo respetado. Una campaña ruidosa era algo insólito. El tribunal se enorgullecía de mantener la política alejada de sus asuntos y decisiones. Sin embargo, esos días habían pasado a la historia.
– Pero con McElwayne les ganamos -repitió Mary Grace una vez más.
– Por tres mil votos.
– Es una victoria.
Hacía dos años, el juez Jimmy McElwayne había sido víctima de una emboscada, y aunque por entonces los Payton estaban demasiado empantanados con el juicio de Bowmore para contribuir económicamente, habían dedicado el poco tiempo libre que tenían a un comité local. Incluso habían trabajado de voluntarios el día de las elecciones.
– Hemos ganado el juicio, Wes, y no vamos a perder la apelación -dijo Mary Grace.
– Estoy de acuerdo.
– Seguramente solo es un rumor.
El siguiente lunes por la tarde, Ron y Doreen Fisk salieron de Brookhaven sin decir nada a nadie y fueron a Jackson para encontrarse con Tony Zachary. Tenían que conocer a ciertas personas.
Habían llegado al acuerdo de que Tony sería el director oficial de la campaña. La primera persona que hizo pasar a la sala de reuniones fue al director financiero que proponía, un joven elegante y con un largo historial de campañas estatales en no menos de doce estados. Se llamaba Vancona y, desbordando seguridad en sí mismo, les presentó la estructura básica de su plan financiero en un abrir y cerrar de ojos. Encendió el portátil y un proyector y expuso la información con vivos colores en una pantalla blanca. En la columna de ingresos, la coalición de simpatizantes contribuiría con dos millones y medio de dólares. Gran parte procedería de las personas que Ron había conocido en Washington y, por si acaso, Vancona les pasó una larga lista de grupos. Los nombres estaban borrosos, pero la cantidad era abrumadora. Podían contar con otros quinientos mil, que provendrían de donantes de todo el distrito, dinero que se generaría cuando Ron iniciara la campaña y empezara a ganarse amistades y a impresionar a la gente.