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En esos momentos era uno de los nueve jueces del supremo, un tribunal que se aferraba desesperadamente a sus tradiciones. De vez en cuando podía aparecer a mediodía y quedarse a trabajar hasta medianoche, su horario preferido, pero la mayoría de las veces se esperaba de ella que apareciera a las nueve de la mañana.

Al cabo de kilómetro y medio ya había empezado a sudar.

Cuarenta y ocho calorías quemadas. Menos de una tarrina de helado de menta con pepitas de chocolate Haagen-Dazs, su mayor tentación. Mientras pedaleaba, iba viendo y escuchando la televisión colocada en lo alto, sujeta en un soporte, mientras los noticiarios locales informaban con entusiasmo de los últimos asesinatos y accidentes de coche. A continuación, el hombre del tiempo apareció por tercera vez en doce minutos y empezó a divagar sobre la nieve de las Rocosas, porque en casa no había ni una sola nube que analizar.

Tras tres kilómetros, y ciento sesenta y una calorías menos, Sheila se detuvo para beber un trago de agua y coger una toalla, y luego volvió a subir al potro de tortura para seguir trabajando. Cambió a la CNN para echar un vistazo al panorama nacional. Cuando hubo quemado doscientas cincuenta calorías, Sheila dio el asunto por zanjado y se dirigió a la ducha. Una hora después, abandonó el bloque de pisos de dos plantas, junto al embalse, se subió al BMW deportivo rojo descapotable y se dirigió al trabajo.

El tribunal supremo del estado de Mississippi se divide en tres distritos claramente diferenciados -el del norte, el central y el del sur- con tres jueces electos cada uno. El mandato dura ocho años y es prorrogable ilimitadamente. Los comicios judiciales se celebran el año en que solo hay elecciones al Congreso, años tranquilos en los que no hay que votar cargos locales, legislativos o de cualquier otro tipo en todo el estado. Una vez que se obtiene un puesto en el tribunal, este suele convertirse en vitalicio y se ostenta hasta la muerte de su ocupante o hasta su retiro voluntario.

Los jueces no están afiliados a ningún partido político, por lo que todos los candidatos se presentan como independientes. Las leyes de financiación electoral limitan las contribuciones a cinco mil dólares para las personas físicas y a dos mil quinientos para las entidades, entre las que se incluyen comités y corporaciones de acción política.

Nueve años atrás, un gobernador afín había designado a Sheila McCarthy para la judicatura tras la muerte de su predecesor. Salió elegida sin oposición y contaba con una nueva victoria fácil. No había oído ni el más mínimo rumor de que alguien tuviera los ojos puestos en su cargo.

A pesar de sus nueve años de experiencia, solo superaba en jerarquía a otros tres magistrados, por lo que la mayoría de los miembros de la judicatura estatal en cierto modo seguían considerándola una recién llegada. Sus dictámenes escritos y el historial de sus votaciones desconcertaban a liberales y a conservadores por igual. Era moderada, siempre intentaba alcanzar un consenso, no era ni una constitucionalista acérrima ni una activista judicial, sino más o menos una saltadora de obstáculos con gran sentido práctico que, según se decía, primero decidía el resultado que creía más justo y luego buscaba la base legal que lo sustentara. Como tal, era un miembro influyente del tribunal. Era capaz de negociar un trato entre los derechistas más recalcitrantes, que indefectiblemente eran los cuatro de siempre, y los liberales, que solían ser dos la mayoría de los días y ninguno el resto. Cuatro a la derecha y dos a la izquierda significaba que Sheila tenía dos colegas en el centro, aunque este tipo de análisis tan simplista había engañado a más de un abogado que había intentado predecir un resultado. La mayoría de los casos que llegaban a este tribunal eran inclasificables. ¿Dónde quedaban las simpatías liberales o conservadoras en un divorcio reñido y amargo o en una disputa por límites de propiedad entre dos compañías madereras? Muchos de los casos se decidían por una votación de nueve a cero.

El tribunal supremo estatal tiene su sede en el palacio de justicia Carroll Gartin, en el centro de J ackson, frente al capitolio estatal. Sheila aparcó en su plaza reservada, bajo el edificio. Subió en ascensor, sola, hasta la cuarta planta y entró en su despacho a las nueve menos cuarto en punto. Paul, su letrado jefe, un hombre de veintiocho años, muy directo, arrebatador, soltero y heterosexual, al que Sheila tenía mucho aprecio, entró en la oficina segundos después de ella.

– Buenos días -la saludó Paul.

Era moreno, llevaba el pelo largo y rizado, un pequeño diamante en la oreja y conseguía mantener a raya una perfecta barba incipiente de tres días. Ojos castaños. A Sheila no le hubiera extrañado encontrárselo anunciando trajes de Armani en alguna de las revistas de moda que tenía amontonadas por toda la casa. Paul tenía mucho más que ver con el tiempo que se pasaba subida a la bicicleta estática de lo que le gustaría admitir.

– Buenos días -contestó ella, fríamente, como si apenas hubiera reparado en él.

– Tienes la vista del caso Sturdivant a las nueve.

– Ya lo sé -contestó Sheila, echándole un vistazo al trasero mientras cruzaba el despacho.

Vaqueros desteñidos. Culo de modelo. Paul salió del despacho con los ojos de Sheila pegados a su espalda.

La secretaria de Sheila ocupó su lugar. Cerró la puerta tras ella y sacó un pequeño estuche de maquillaje. Cuando la jueza McCarthy estuvo lista, la secretaria llevó a cabo los retoques con presteza. Le dio unos toquecitos al pelo -corto, casi por encima de la oreja, medio rubio rojizo, medio canoso, y diligentemente teñido dos veces al mes a cuatrocientos dólares la sesión- y luego lo roció con laca.

– ¿Qué posibilidades tengo con Paul? -preguntó Sheila, con los ojos cerrados.

– Un poco joven, ¿no crees?

La secretaria era mayor que su jefa y llevaba encargándose de los retoques casi nueve años. Siguió empolvándala.

– Claro que es joven. Ahí está la gracia.

– No sé. He oído que está liado con esa pelirroja del despacho de Albritton.

A Sheila también le habían llegado los rumores. La guapísima letrada recién llegada de Stanford era el objeto de admiración de muchos, y Paul solía poder escoger.

– ¿Has leído el expediente del caso Sturdivant? -preguntó Sheila, levantándose para que le pusiera la toga.

– Sí.

La secretaria se la colocó con cuidado sobre los hombros.

La cremallera iba al frente. Ambas estiraron por un lado y por el otro hasta que la voluminosa toga quedó perfecta. -¿Quién mató al poli? -preguntó Sheila, subiéndose la cremallera con suavidad.

– No fue Sturdivant.

– Estoy de acuerdo. -Se puso delante de un espejo de entero y ambas estudiaron el resultado-. ¿Se nota que he engordado? -preguntó Sheila.

– No.

La misma respuesta para la misma pregunta.

– Pues he engordado. Por eso me encantan estas togas, son capaces de esconder hasta diez kilos.

– Te encantan por otra razón, querida, y ambas lo sabemos. Eres la única mujer entre ocho hombres y ninguno de ellos es tan duro o inteligente como tú.

– Y sexy. No olvides lo de sexy.

La secretaria se echó a reír.

– En eso no tienes competencia. Esos carcamales solo ven el sexo en sueños.

Abandonaron el despacho y salieron al pasillo, donde volvieron a encontrarse con Paul, que recitó de una tirada algunos de los puntos clave del caso Sturdivant mientras bajaban en ascensor hasta la tercera planta, donde estaban las salas del tribunal. Tal abogado discutiría esto mientras que el otro seguramente discutiría aquello otro. Aquí tienes algunas preguntas para pararles los pies a ambos.

A tres manzanas del lugar donde la jueza McCarthy presidía su sala, un grupo de hombres y (dos) mujeres apasionados se habían reunido para maquinar su caída. Se hallaban en una sala de conferencias sin ventanas de un edificio anodino, uno de los muchos que se apiñaban cerca del capitolio estatal, donde miles de funcionarios y miembros de grupos de presión ponían en marcha la maquinaría del estado de Mississippi.

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