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Incluso Bobby Ratzlaff empezó a sentirse mejor.

Dos horas después, Ratzlaff y Bard pudieron recoger sus cosas y volver a casa. Carl necesitaba tiempo para reflexionar, para lamerse las heridas y aclarar las ideas. Se sirvió un whisky y se descalzó para ayudar a relajarse. El sol se ponía más allá de New Jersey y se despidió hasta nunca de aquel día inolvidable.

Echó un vistazo al ordenador y repasó las llamadas telefónicas. Brianna había llamado cuatro veces, nada urgente. Si hubiera sido importante, la secretaria de Carl lo habría anotado como «Su mujer» y no como «Brianna». La llamaría más tarde. No estaba de humor para oír el resumen de sus actividades del día.

Había otras cuarenta llamadas; la que hacía veintiocho llamó su atención. El senador Grott había intentado ponerse en contacto con él desde Washington. Carl no lo conocía personalmente, pero todo jugador de las altas finanzas sabía quién era el Senador, con mayúscula. Grott había cumplido tres mandatos en el Senado por Nueva York antes de retirarse, voluntariamente, y entrar a formar parte de un bufete, para hacer dinero. Era don Washington, la persona en posesión de información privilegiada de mayor importancia, el experimentado abogado y asesor con oficinas en Wall Street, Pennsylvania Avenue y donde le apeteciera. El senador Grott tenía más contactos que cualquier otra persona, solía jugar al golf con quien ocupara la Casa Blanca en esos momentos, viajaba por todo el mundo en busca de más contactos, solo asesoraba a los poderosos y era considerado por todos como la principal conexión entre el mundo de las altas finanzas estadounidenses y los altos mandos del gobierno. Si el Senador llamaba, había que devolver la llamada, aunque acabaran de perderse mil millones de dólares. El Senador sabía cuánto se había perdido exactamente y estaba preocupado.

Carl marcó el número privado.

– Grott -respondió una voz ronca, al cabo de ocho timbrazos.

– Senador Grott, soy Carl Trudeau -se presentó Carl, con educación.

Se mostraba respetuoso con muy poca gente, pero el Senador exigía y merecía su respeto.

– Ah, sí, Carl-contestó el otro, como si estuvieran cansados de jugar al golf juntos, como un par de viejos amigos. Carl oyó la voz y pensó en las innumerables ocasiones en las que había visto al Senador en las noticias-. ¿Cómo está Amos? -preguntó.

El contacto, el hombre que los relacionaba en una misma conversación.

– Genial. Comí con él el mes pasado.

Mentira. Amos era el socio gerente del bufete de abogados con el que Carl trabajaba desde hacía una década. No era la firma del Senador, ni siquiera se le acercaba. Sin embargo, Amos era una persona de peso, lo suficiente para que el Senador la mencionara.

– Dale recuerdos.

– No se preocupe.

Vamos, suéltalo ya, pensó Carl.

– Escucha, sé que ha sido un día muy largo, así que no quiero entretenerte. -Silencio-. Hay un hombre en Boca Ratón que deberías ir a ver, se llama Rinehart, Barry Rinehart. Es una especie de asesor, aunque no lo encontrarás en el listín telefónico. Su firma está especializada en campañas electorales.

Un largo silencio. Carl tenía que decir algo.

– De acuerdo, le escucho -dijo, al fin.

– Es muy competente, inteligente, discreto, eficiente y caro. Si alguien puede enmendar esa sentencia, ese es Rinehart.

– Enmendar la sentencia -repitió Carl.

– Si te interesa -prosiguió el Senador-, le haré una llamada, abriré la puerta.

– En fin, sí, desde luego que me interesa. Enmendar la sentencia. Sonaba a música celestial.

– Bien, estaremos en contacto.

– Gracias.

La conversación había terminado. Típico del Senador. Un favor por aquí, el cobro de ese favor por allá. Los contactos iban arriba y abajo, y todo el mundo tenía la espalda cubierta como era debido. La llamada era gratuita, pero algún día el Senador exigiría su pago.

Carl removió el whisky con un dedo y repasó el resto de las llamadas. Más desgracias.

Enmendar la sentencia, no dejaba de repetirse.

En medio de su mesa inmaculada había un informe interno en el que se leía: «CONFIDENCIAL». ¿Acaso no lo eran todos? En la portada, alguien había escrito el nombre «PAYTON» con rotulador negro. Carl lo cogió, puso los pies sobre el escritorio y empezó a hojearlo. Había fotos, la primera de ellas del señor y la señora Payton del día anterior, cuando salían de los juzgados cogidos de la mano, triunfantes. Había una un poco más antigua de Mary Grace, de una publicación especializada en derecho, con una breve biografía. Nacida en Bowmore, universidad en Millsaps, escuela de derecho en el viejo Mississippi, dos años como letrada de un tribunal federal, dos de pasante en el bufete de un defensor de oficio, ex presidenta de la asociación de abogados del condado, abogada litigante, miembro del consejo escolar, miembro del Partido Demócrata estatal y de varios grupos de ecologistas fanáticos.

En la misma publicación aparecía una foto y una biografía de James Wesley Payton. Nacido en Monroe, Louisiana, buen jugador de fútbol en la Southern Mississippi, facultad de derecho en Tulane, tres años como ayudante del fiscal, miembro de todos los grupos habidos y por haber de abogados litigantes, miembro del Rotary Club, del Civitan, entre otras cosas.

Dos picapleitos paletos que acababan de orquestar la salida de Carl de la lista Forbes de las cuatrocientas personas más ricas de Estados Unidos.

Dos hijos, una niñera ilegal, colegios públicos, Iglesia Episcopal, a punto de tener que enfrentarse a la ejecución de una hipoteca tanto por la casa como por el despacho, a punto de serles embargados los coches, una carrera profesional en la abogacía (sin socios, solo personal auxiliar) de diez años que en su momento fue considerablemente rentable (para trabajar en una ciudad pequeña), pero habían acabado buscando refugio en un local comercial abandonado cuyo alquiler llevaban tres meses sin pagar. A continuación venía lo mejor: grandes deudas, al menos de cuatrocientos mil dólares con el Second State Bank en una línea de crédito prácticamente sin garantía. Ni un solo pago, ni siquiera de los intereses, en cinco meses. El Second State Bank era un consorcio local con diez oficinas en el sur de Mississippi. Cuatrocientos mil dólares prestados solo para financiar el litigio contra Krane Chemical.

– Cuatrocientos mil dólares -musitó Carl.

Hasta el momento, él había pagado catorce millones para la defensa del puñetero caso.

Las cuentas corrientes estaban en números rojos. Las tarjetas de crédito ya no valían. Se rumoreaba que otros clientes (no los de Bowmore) se sentían decepcionados por la poca atención que les prestaban.

Ninguna otra sentencia de importancia de la que hablar.

Nada que se acercara a un millón de dólares.

En resumen: esa gente estaba endeudada hasta las cejas y al borde del precipicio. Un leve empujón y todo solucionado. Estrategia: alargar las apelaciones, demorarlas hasta el infinito. Aumentar la presión del banco. Posible compra de Second State y luego exigir el pago inmediato del préstamo. No tendrían más remedio que declararse en quiebra. Grandes distracciones mientras se suceden las apelaciones. Además, los Payton no podrían dedicarse a sus otros treinta casos (más o menos) contra Krane y seguramente tendrían que rechazar nuevos clientes.

En resumidas cuentas: el pequeño bufete podía ser destruido.

El informe interno no estaba firmado, lo que no era ninguna sorpresa, pero Carl sabía que lo habían escrito uno o dos subalternos de la oficina de Ratzlaff. Averiguaría quiénes habían sido y los ascendería. Buen trabajo.

El gran Carl Trudeau había desmantelado grandes conglomerados, había tomado el mando de consejos de administración hostiles hacia él, había despedido a altos directivos que eran supuestas eminencias, había desbaratado industrias al completo, desplumado a banqueros, manipulado precios de acciones y destruido la carrera de incontables enemigos.

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