7. En agosto del 76, Orlando Letelier publicó un artículo denunciando que el terror de la dictadura de Pinochet y la -«libertad económica. de los pequeños grupos privilegiados son dos caras de una misma medalla. Letelier, que había sido ministro en el gobierno de Salvador Allende, estaba exiliado en los Estados Unidos. Allí voló en pedazos poco tiempo después [91]. En su artículo, sostenía que es absurdo hablar de libre competencia en una economía como la chilena, sometida a los monopolios que juegan a su antojo con los precios, y que resulta irrisorio mencionar los derechos de los trabajadores en un país donde los sindicatos auténticos están fuera de la ley y los salarios se fijan por decreto de la Junta militar, Letelier describía el prolijo desmontaje de las conquistas realizadas por el pueblo chileno durante el gobierno de la Unidad Popular. De los monopolios y oligopolios industriales nacionalizados por, Salvador Allende, la dictadura había devuelto la mitad a sus antiguos propietarios y había puesto en venta la otra mitad. Firestone había comprado la fábrica nacional de neumáticos; Parsons and Whittemore, una gran planta de pulpa de papel… La economía chilena, decía Letelier, está ahora más concentrada y monopolizada que en las vísperas del gobierno de Allende [92]… Negocios libres como nunca, gente presa como nunca: en América Latina, la libertad de empresa es incompatible con las libertades públicas.
¿Libertad de mercado? Desde principios de 1975 es libre, en Chile, el precio de la leche. El resultado no se hizo esperar. Dos empresas dominan el mercado. El precio de la leche aumentó inmediatamente, para los consumidores, en un 40 por ciento, mientras el precio para los productores bajaba en un 22 por ciento.
La mortalidad infantil, que se había reducido bastante durante la Unidad Popular, pegó un salto dramático a partir de Pinochet. Cuando Letelier fue asesinado en una calle de Washington, la cuarta parte de la población de Chile no recibía ningún ingreso y sobrevivía gracias a la caridad ajena o a la propia obstinación y picardía.
El abismo que en América Latina se abre entre el bienestar de pocos y la desgracia de muchos es infinitamente mayor que en Europa o en Estados Unidos. Son, por lo tanto, mucho más feroces los métodos necesarios para salvaguardar esa distancia. Brasil tiene un ejército enorme y muy bien equipado, pero destina a gastos de educación el cinco por ciento del presupuesto nacional. En Uruguay, la mitad del presupuesto es absorbida actualmente por las fuerzas armadas y la policía: la quinta parte de la población activa tiene la función de vigilar, perseguir o castigar a los demás.
Sin duda, uno de los hechos.más importantes de estos años de la década del 70 en nuestras tierras, fue una tragedia: la insurrección militar que el 11 de septiembre de 1973 volteó al gobierno democrático de Salvador Allende y sumergió a Chile en un baño de sangre.
Poco antes, en junio, un golpe de estado en Uruguay había disuelto el Parlamento, había puesto fuera de la ley a los sindicatos y había prohibido toda actividad política [93].
En marzo del 76, los generales argentinos volvieron al poder: el gobierno de la viuda de Juan Domingo Perón, convertido en un pudridero, se desplomó sin pena ni gloria.
Los tres países del sur son, ahora, una llaga del mundo, una continua mala noticia. Torturas, secuestros, asesinatos y destierros se han convertido en costumbres cotidianas. Estas dictaduras, ¿son tumores a extirpar de organismos sanos o el pus que delata la infección del sistema?
Existe siempre, creo, una íntima relación entre la intensidad de la amenaza y la brutalidad de la respuesta. No puede entenderse, creo, lo que hoy ocurre en Brasil y en Bolivia sin tener en cuenta la experiencia de los regímenes de Jango Goulart y Juan José Torres. Antes de caer, estos gobiernos habían puesto en práctica una serie de reformas sociales y habían llevado adelante una política económica nacionalista, a lo largo de un proceso cortado en 1964 en el Brasil y en 1971 en Bolivia. De la misma manera, bien se podría decir que Chile, Argentina y Uruguay están expiando el pecado de esperanza. El ciclo de profundos cambios durante el gobierno de Allende, las banderas de justicia que movilizaron a las masas obreras argentinas y flamearon alto durante el fugaz gobierno de Héctor Cámpora en 1973 y la acelerada politización de la juventud uruguaya, fueron todos desafíos que un sistema impotente y en crisis no podía soportar. El violento oxígeno de la libertad resultó fulminante para los espectros y la guardia pretoriana fue convocada a salvar el orden. El plan de limpieza es un plan de exterminio.
8. Las actas del Congreso de los Estados Unidos suelen registrar testimonios irrefutables sobre las intervenciones en América Latina. Mordidas por los ácidos de la culpa, las conciencias realizan su catarsis en los confesionarios del Imperio. En estos últimos tiempos, por ejemplo, se han multiplicado los reconocimientos oficiales de la responsabilidad de los Estados Unidos en diversos desastres. Amplias confesiones públicas han probado, entre otras cosas, que el gobierno de los Estados Unidos participó directamente, mediante soborno, espionaje y chantaje, en la política chilena. En Washington se planificó la estrategia del crimen. Desde 1970, Kissinger y 108 servicios de informaciones prepararon cuidadosamente la caída de Allende. Millones de dólares fueron distribuidos entre los enemigos del gobierno legal de la Unidad Popular. Así pudieron sostener su larga huelga, por ejemplo, los propietarios de camiones, que en 1973 paralizaron buena parte de la economía del país. La certidumbre de la impunidad afloja las lenguas. Cuando el golpe de estado contra Goulart, los Estados Unidos tenían en el Brasil su embajada mayor del mundo. Lincoln Gordon, que era el embajador, reconoció trece años más tarde, ante un periodista, que su gobierno financiaba desde tiempo atrás a las fuerzas que se oponían a las reformas: “Qué diablos”, dijo Gordon. “Eso era más o menos un hábito, en aquel período… La CIA estaba acostumbrada a disponer de fondos políticos”. En la misma entrevista, Gordon explicó que en los días del golpe el Pentágono emplazó un enorme portaviones y cuatro navíos-tanques ante las costas brasileñas “para el caso de que las fuerzas anti-Goulart pidieran nuestra ayuda…” Esta ayuda, dijo, “no sería apenas moral. Daríamos apoyo logístico, abastecimientos, municiones, petróleo…”
Desde que el presidente Jimmy Carter inauguró la política de derechos humanos, se ha hecho habitual que los regímenes latinoamericanos impuestos gracias a la intervención norteamericana formulen encendidas declaraciones contra la intervención norteamericana en sus asuntos Internos.
El Congreso de los Estados Unidos resolvió, en 1976 y 1977, suspender la ayuda económica y militar a varios países. La mayor parte de la ayuda externa de los Estados Unidos no pasa, sin embargo, por el filtro del Congreso. Así, a pesar de las declaraciones y las resoluciones y las protestas, el régimen del general Pinochet recibió, durante 1976, 290 millones de dólares de ayuda directa de los Estados Unidos sin autorización parlamentaria. Al cumplir su primer año de vida, la dictadura argentina del general Videla había recibido quinientos millones de dólares de bancos privados norteamericanos y 41,5 millones de dos instituciones (Banco Mundial y BID) donde los Estados Unidos tienen influencia decisiva. Los derechos especiales de giro de la Argentina en el Fondo Monetario Internacional, que eran de 64 millones de dólares en 1975, habían subido a setecientos millones un par de años después.
Parece saludable la preocupación del presidente Carter por la carnicería que están sufriendo algunos países latinoamericanos, pero los actuales dictadores no son autodidactas: han aprendido las técnicas de la represión y el arte de gobernar en los cursos del Pentágono en Estados Unidos y en la zona del Canal de Panamá. Esos cursos continúan hoy en día y, que se sepa, no han variado en un ápice su contenido. Los militares latinoamericanos que hoy constituyen piedra de escándalo para los Estados Unidos, han sido buenos alumnos. Hace unos cuantos años, cuando era secretario de Defensa, el actual presidente del Banco Mundial, Robert McNamara, lo dijo con todas sus letras: “Ellos son los nuevos líderes. No necesito explayarme sobre el valor de tener en posiciones de liderazgo a hombres que previamente han conocido de cerca cómo pensamos y hacemos las cosas los americanos. Hacernos amigos de esos hombres no tiene precio”.