Los metales arrebatados a los nuevos dominios coloniales estimularon el desarrollo económico europeo y hasta puede decirse que lo hicieron posible. Ni siquiera los efectos de la conquista de los tesoros persas que Alejandro Magno volcó sobre el mundo helénico podrían compararse con la magnitud de esta formidable contribución de América al progreso ajeno. No al de España, por cierto, aunque a España pertenecían las fuentes de plata americana. Como se decía en el siglo XVII, «España es como la boca que recibe los alimentos, los mastica, los tritura, para enviarlos enseguida a los demás órganos, y retiene de ellos por su parte, más que un gusto fugitivo o las partículas que por casualidad se agarran a sus dientes». Los españoles tenían la vaca, pero eran otros quienes bebían la leche. Los acreedores del reino, en su mayoría extranjeros, vaciaban sistemáticamente las arcas de la Casa de Contratación de Sevilla, destinada a guardar bajo tres llaves, y en tres manos distintas, los tesoros de América. La Corona estaba hipotecada. Cedía por adelantado casi todos los cargamentos de plata a los banqueros alemanes, genoveses, flamencos y españoles. También los impuestos recaudados dentro de España corrían, en gran medida, esta suerte: en 1543, un 65 por ciento del total de las rentas reales se destinaba al pago de las anualidades de los títulos de deuda. Solo en mínima medida la plata americana se incorporaba a la economía española; aunque quedara formalmente registrada en Sevilla, iba a parar a manos de los Függer, poderosos banqueros que habían adelantado al Papa los fondos necesarios para terminar la catedral de San Pedro, y de otros grandes prestamistas de la época, al estilo de los Wesler, los Shertz o los Grimaldi. La plata se destinaba también al pago de exportaciones de mercaderías no españolas con destino al Nuevo Mundo.
Aquel imperio rico tenía una metrópoli pobre, aunque en ella la ilusión de la prosperidad levantara burbujas cada vez más hinchadas: la Corona abría por todas partes frentes de guerra mientras la aristocracia se consagraba al despilfarro y se multiplicaba, en suelo español, los curas y los guerreros, los nobles y los mendigos, al mismo ritmo frenético en que crecían los precios de las cosas y las tasa de interés del dinero. La industria moría al nacer en aquel reino de los vastos latifundios estériles, y la enferma economía española no podía resistir el brusco impacto del alza de demandas de alimentos y mercancías que era la inevitable consecuencia de la expansión colonial. El gran aumento de los gastos públicos y la asfixiante presión de las necesidades de consumo en las posesiones de ultramar agudizaban al déficit comercial y desataban, al galope, la inflación. Colbert escribía «Cuanto más comercio con los españoles tiene un estado, más plata tiene». Había una aguda lucha europea por la conquista del mercado español que implicaba el mercado y la plata de América. Un memorial francés de fines del siglo XVII nos permite saber que España solo dominaba, por entonces el cinco por ciento del comercio de «sus» posesiones coloniales de más allá del océano, pese al espejismo jurídico del monopolio: crecía de una tercera parte del total estaba en manos de holandeses y flamencos, una cuarta parte pertenecía a los franceses, los genoveses controlaban más del veinte por ciento, los ingleses el diez y los alemanes algo menos. América era un negocio europeo.
Carlos V, heredero de los Césares en el Sacro Imperio por elección comprada, solo había pasado en España dieciséis de los cuarenta años de su reinado. Aquel monarca de mentón prominente y mirada de idiota, que había ascendido al trono sin conocer una sola palabra del idioma castellano, gobernaba rodeado por un séquito de flamencos rapaces a los que se extendía salvoconductos para sacar de España mulas y caballo cargados de oro y joyas y a los que también recompensaba otorgándoles obispados y arzobispados, títulos burocráticos y hasta la primera licencia para conducir esclavos negros a las colonias americanas. Lanzado a la persecución del demonio por toda Europa, Carlos V extenuaba el tesoro de América en sus guerras religiosas. La dinastía de los Habsburgo no se agotó con su suerte; España habría de parecer el reinado de los Austria durante casi dos siglos. El gran adalid de la Contrarreforma fue su hijo Felipe II. Desde su gigantesco palacio-monasterio del Escorial, en las faldas del Gualderrama, Felipe II puso en funcionamiento, a escala universal, la terrible maquinaria de la Inquisición, y abatió sus ejércitos sobre los centros de la herejía. El calvinismo había hecho presa a Holanda, Inglaterra y Francia, y los turcos encarnaban el peligro del retorno de la religión de Alá. El salvacionismo costaba caro: los pocos objetos de oro y plata, maravillas del arte americano, que no llegaban ya fundidos desde México y el Perú, eran rápidamente arrancados de la Casa de Contratación de Sevilla y arrojados a las bocas de los hornos. Ardían también los herejes o los sospechosos de herejía, achicharrados por las llamas purificadoras de la Inquisición; Torquemada incendiaba los libros y el rabo del diablo asomaba por todos los rincones: la guerra contra el protestantismo era además la guerra contra el capitalismo ascendente en Europa. «La perpetuación de la cruzada -dice Elliott- entrañaba la perpetuación de la arcaica organización social de una nación de cruzados». Los metales de América, delirio y ruina de España, proporcionaban medios para pelear contra las nacientes fuerzas de la economía moderna. Ya Carlos V había aplastado a la burguesía castellana en la guerra de los comuneros, que se había convertido en una revolución social contra la nobleza, sus propiedades y sus privilegios. El levantamiento fue derrotado a partir de la traición de la ciudad de Burgos, que sería la capital del general Francisco Franco cuatro siglos más tarde; extinguidos los últimos fuegos rebeldes, Carlos V regresó a España acompañado de cuatro mil soldados alemanes. Simultáneamente también fue ahogada en sangre la muy radical insurrección de los tejedores, hilanderos y artesanos que habían tomado el poder en la ciudad de Valencia y lo habían extendido por toda la comarca.
La defensa de la fe católica resultaba una máscara para la lucha contra la historia. La expulsión de los judíos -españoles de religión judía- había privado a España, en tiempos de los Reyes Católicos, de muchos artesanos hábiles y de capitales imprescindibles. Se consideraba no tan importante la expulsión de los árabes -españoles, en realidad, de religión musulmana- aunque en 1609 nada menos que 275 mil fueron arriados a la frontera y ello tuvo desastrosos efectos sobre la economía valenciana, y los fértiles campos del sur del Ebro, en Aragón, quedaron arruinados.
Anteriormente, Felipe II había echado, por motivos religiosos a millares de artesanos flamencos convictos o sospechosos de protestantismo: Inglaterra los acogió en su suelo, y allí dieron un importante impulso a las manufacturas británicas.
Como se ve, las distancias enormes y las comunicaciones difíciles no eran los principales obstáculos que se oponían al progreso industrial de España. Los capitalistas españoles se convertían en rentistas, a través de la compra de los títulos de deuda de la Corona, y no invertían sus capitales en el desarrollo industrial. El excedente económico deriva hacia cauces improductivos: los viejos ricos, señores de horca y cuchillo, dueños de la tierra y de los títulos de nobleza, levantaban palacios y acumulaban joyas; los nuevos ricos, especuladores y mercaderes, compraban tierras y títulos de nobleza. Ni unos ni otros pagaban prácticamente impuestos, ni podían ser encarcelados por deudas. Quien se dedicara a una actividad industrial perdía automáticamente su carta de hidalguía.
Sucesivos tratados comerciales, firmados a partir de las derrotas militares de los españoles en Europa, otorgaron concesiones que estimularon el tráfico marítimo entre el puerto de Cádiz, que desplazó a Sevilla, y los puertos franceses, ingleses, holandeses y hanseáticos. Cada año entre ochocientas y mil naves descargaban en España los productos industrializados por otros. Se llevaban la plata de América y la lana española, que marcaba rumbo a los telares extranjeros de donde sería devuelta ya tejida por la industria europea en expansión. Los monopolistas de Cádiz se limitaban a remarcar los productos industriales extranjeros que expedían al Nuevo Mundo: si las manufacturas españolas no podían siquiera atender al mercado interno, ¿cómo iban a satisfacer las necesidades de las colonias?