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La nueva industria se -atrincheró de entrada tras las barreras aduaneras que los gobiernos levantaron para protegerla, y creció gracias a las medidas que el Estado adoptó para restringir y controlar las importaciones, fijar tasas especiales de cambio, evitar impuestos, comprar o financiar los excedentes de producción, tender caminos para hacer posible el transporte de las materias primas y las mercancías y crear o ampliar las fuentes de energía. Los gobiernos de Getulio Vargas (1930-45 y 1951-54), Lázaro Cárdenas (1934-40) y Juan Domingo Perón (1946- 55), de signo nacionalista y amplia proyección popular, expresaron en Brasil, México y Argentina la necesidad de despegue, desarrollo o consolidación, según cada caso y cada período, de la industria nacional. En realidad, el «espíritu de empresa», que define una serie de rasgos característicos de la burguesía industrial en los países capitalistas desarrollados, fue, en América Latina, una característica del Estado, sobre todo en estos períodos de impulso decisivo. El Estado ocupó el lugar de una clase social cuya aparición la historia reclamaba sin mucho éxito: encarnó a la nación e impuso el acceso político y económico de las masas populares a los beneficios de la industrialización. En esta matriz, obra de los caudillos populistas, no se incubó una burguesía industrial esencialmente diferenciada del conjunto de las clases hasta entonces dominantes. Perón desató, por ejemplo, el pánico de la Unión Industrial, cuyos dirigentes veían, no sin razón, que el fantasma de las montoneras provincianas reaparecía en la rebelión del proletariado de los suburbios de Buenos Aires.

Las fuerzas de la coalición conservadora recibieron, antes de que Perón las derrocara en las elecciones de febrero del 46, un famoso cheque del líder de los industriales; a la hora de la caída del régimen, diez años después, los dueños de las fábricas más importantes volvieron a confirmar que no eran fundamentales sus contradicciones con la oligarquía de la que, mal que bien, formaban parte. En 1956, la Unión Industrial, la Sociedad Rural y la Bolsa de Comercio concertaron un frente común en defensa de la libertad de asociación, la libre empresa, la libertad de comercio y la libre contratación del personal. En Brasil, un importante sector de la burguesía fabril estrechó filas con las fuerzas que empujaron a Vargas al suicidio. La experiencia mexicana tuvo, en este sentido, características excepcionales, y por cierto prometía mucho más de lo que finalmente aportó al proceso de cambio en América Latina. El ciclo nacionalista de Lázaro Cárdenas fue el único que rompió lanzas contra los terratenientes llevando adelante la reforma agraria que ya agitaba al país desde 1910; en los demás países, y no sólo en Argentina y Brasil, los gobiernos industrializadores dejaron intacta la estructura latifundista, que continuó estrangulando el desarrollo del mercado interno y la producción agropecuaria [63].

Por lo general, la industria aterrizó como un avión, sin modificar el aeropuerto en sus estructuras básicas: condicionada por la demanda de un mercado interno previamente existente, sirvió a sus necesidades de consumo y no llegó a ampliarlo en la honda y extensa medida que los grandes cambios de estructura, de. haber ocurrido, hubieran hecho posible. De la misma manera, el desarrollo industrial fue obligado a un aumento de las importaciones de maquinarias, repuestos, combustibles y productos intermedios [64], pero las exportaciones, fuente de las divisas, no podían dar respuesta a este desafío porque provenían de un campo condenado, por sus dueños, al atraso. Bajo d gobierno de Perón, el Estado argentino llegó a monopolizar la exportación de granos; en cambio, no arañó siquiera el régimen de propiedad de la tierra, ni nacionalizó a los grandes frigoríficos norteamericanos y británicos ni a los exportado res de la lana. Resultó débil el impulso oficial a la industria pesada, y el Estado no advirtió a tiempo que si no daba nacimiento a una tecnología propia, su política nacionalista se echaría a volar con las alas cortadas. Ya en 1953, Perón, que había llegado al poder enfrentando directamente al embajador de los Estados Unidos, recibía con elogios la visita de Milton Eisenhower y pedía la cooperación del capital extranjero para impulsar las industrias dinámicas [65]. La necesidad de «asociación» de]a industria nacional con las corporaciones imperialistas se hacía perentoria a medida que se iban quemando etapas en]a sustitución de manufacturas importadas y las nuevas fábricas requerían más altos niveles de técnica y de organización. La tendencia iba madurando también en el seno de] modelo industrializador de Getulio Vargas; se puso al descubierto en la trágica decisión final del caudillo. Los oligopolios extranjeros, que concentran la tecnología más moderna, se iban apoderando no muy secretamente de]a industria nacional de todos los países de América Latina, incluido México, por medio de]a venta de técnicas de fabricación, patentes y equipos nuevos. Wall Street había tomado definitivamente el lugar de Lombard Street, y fueron norteamericanas las principales empresas que se abrieron paso hacia el usufructo de un superpoder en la región. A la penetración en el área manufacturera se sumaba la injerencia cada vez mayor en los circuitos bancario y comercial: el mercado de América Latina- se fue integrando al mercado interno de las corporaciones multinacionales.

En 1965, Roberto Campos, zar económico de la dictadura de Castelo Branco, sentenciaba: «La era de los líderes carismáticos, nimbados por un aura romántica, está cediendo lugar a la tecnocracia». La embajada norteamericana había participado directamente en el golpe de Estado que derribó al gobierno de Joao Goulart. La caída de Goulart, heredero de Vargas en el estilo y las intenciones, señaló la liquidación d el populismo y de la política de masas. «Somos una nación vencida, dominada, conquistada, destruida, me escribía un amigo, desde Río de Janeiro, pocos meses después del triunfo de la conspiración militar: la desnacionalización de Brasil implicaba la necesidad de ejercer, con mano de hierro, una dictadura impopular. El desarrollo capitalista ya no

le compaginaba con las grandes movilizaciones de masas en torno a caudillos como Vargas. Había que prohibir las huelgas, destruir los sindicatos y los partidos, encarcelar, torturar, matar y abatir por la violencia los salarios obreros, para contener así, a costa de la mayor pobreza de los pobres, el vértigo de la inflación. Una encuesta, practicada en 1966 y 1967, reveló que el 84 % de los grandes industriales de Brasil consideraba que el gobierno de Goulart había aplicado una política económica perjudicial. Entre ellos estaban, sin duda, muchos de los grandes capitanes de la burguesía nacional, en los que Goulart intentó apoyarse para contener la sangría imperialista de la economía brasileña. El mismo proceso de represión y asfixia del pueblo tuvo lugar durante el régimen del general Juan Carlos Onganía, en la Argentina; había comenzado, en realidad, con la derrota peronista de 1955, así como en Brasil se había desencadenado realmente desde el balazo de Vargas en 1954. La desnacionalización de la industria en México también coincidió con un endurecimiento de la política represiva del partido que monopoliza el gobierno.

Fernando Henrique Cardoso ha señalado que la industria liviana o tradicional, crecida a la generosa sombra de los gobiernos populistas, exige una expansión del consumo de masas: la gente que compra camisas o cigarrillos. Por el contrario, la industria dinámica -bienes intermedios y bienes de capital- se dirige a un mercado restringido, en cuya cúspide están las grandes empresas y el Estado: pocos consumidores, de gran capacidad financiera. La industria dinámica, actualmente en manos extranjeras, se apoya en la existencia previa de la industria tradicional y la subordina. En los sectores tradicionales, de baja tecnología, el capital nacional conserva alguna fuerza; cuanto menos vinculado está al modo internacional de producción por la dependencia tecnológica o financiera, el capitalista muestra una mayor tendencia a mirar con buenos ojos la reforma agraria y la elevación de la capacidad de consumo de las clases populares a través de la lucha sindical. Los más atados al exterior, representantes de la industria dinámica, simplemente requieren, en cambio, el fortalecimiento de los lazos económicos entre las islas de desarrollo de los países dependientes y el sistema económico mundial, y subordinan las transformaciones internas a este objetivo prioritario. Son estos últimos quienes llevan la voz cantante de la burguesía industrial, como lo revela, entre otras cosas, el resultado de las recientes encuestas practicadas en Argentina y Brasil, que sirven de materia prima al trabajo de Cardoso. Los grandes empresarios se manifiestan en términos contundentes contra la reforma agraria; niegan, en su mayoría, que el sector fabril tenía intereses divergentes de los sectores rurales y consideran que nada hay más importante, para el desarrollo de la industria, que la cohesión de todas las clases productoras y el fortalecimiento del bloque occidental. Sólo un dos por ciento de los grandes industriales de Argentina y Brasil considera que políticamente hay que contar en primer lugar, con los trabajadores. Los encuestados fueron, en su mayoría, empresarios nacionales; en su mayoría, también, atados de pies y manos a los centros extranjeros de poder por las múltiples sogas de la dependencia.

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[63] Chile, Colombia y Uruguay vivieron también procesos de industrialización sustitutiva de importaciones, en los períodos que aquí se describen. El presidente uruguayo José Batle y Ordoñoz (1903 – 7 y 1911 – 15) había sido, tiempo antes, un profeta de la revolución burguesa en América Latina. La jornada laboral de ocho horas se consagró por ley en Uruguay antes que en los Estados Unidos. La experiencia de welfare stata de Batle no se limitó a poner en práctica la legislación social más avanzada de su tiempo, sino que además impulsó con fuerza el desarrollo cultural y la educación de masas y nacionalizó los servicios públicos y varias actividades productivas de considerable importancia económica. Pero no tocó el poder de los dueños de la tierra, ni nacionalizó la banca ni el comercio exterior. Actualmente, Uruguay padece las consecuencias de estas omisiones, quizá inevitables, del profeta, y de las traiciones de sus herederos.

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[64] “El pasaje a la producción interna de un determinado bien apenas “sustituye” parte del valor agregado que antes se generaba fuera de la economía… En la medida en que el consumo de ese bien “sustituido” se expande rápidamente, la demanda derivada por importaciones puede ultrapasar en breve plazo la economía de dicisas… “ María de Conceicao Tavares.

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[65] El Ministro de Asuntos Económicos contestaba así a la pregunta del periodista de la revista Visión (27 de noviembre de 1953): “-Además de la industria del petróleo, ¿qué otras industrias desea desarrollar Argentina con la cooperación de capital extranjero?

– Para ser más preciso, en orden de prioridad citaremos el petróleo… en segundo término, la industria siderúrgicala química pesada… la fabricación de elementos para transporte… la fabricación de llantas y ejes… y la construcción en el país de motores diesel”.

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