Los agentes comerciales de Manchester, Glasgow y Liverpool recorrieron Argentina y copiaron los modelos de los ponchos santiagueños y cordobeses y de los artículos de cuero de Corrientes, además de los estribos de palo dados vuelta «al uso del país». Los ponchos argentinos valían siete pesos; los de Yokshire, tres. La industria textil más desarrollada del mundo triunfaba al galope sobre las tejedurías nativas, y otro tanto ocurría en la producción de botas, espuelas, rejas, frenos y hasta clavos. La miseria asoló las provincias interiores argentinas, que pronto alzaron lanzas contra la dictadura del puerto de Buenos Aires. Los principales mercaderes (Escalada, Belgrano, Pueyrredón, Vieytes, Las Heras, Cerviño) habían tomado el poder arrebatado a España y el comercio les brindaba la posibilidad de comprar sedas y cuchillos ingleses, paños finos de Louviers, encajes de Flandes, sables suizos, ginebra holandesa, jamones de Westfalia y habanos de Hamburgo. A cambio, la Argentina exportaba cueros, sebo, huesos, carne salada, y los ganaderos de la provincia de Buenos Aires extendían sus mercados gracias al comercio libre. El cónsul inglés en el Plata, Woodbine Parish, describía en 1837 a un recio gaucho de las pampas: «Tómese todas las piezas de su ropa, examínese todo lo que lo rodea y exceptuando lo que sea de cuero, ¿qué cosa habrá que no sea inglesa? Si su mujer tiene una pollera, hay diez posibilidades contra una que sea manufactura de Manchester. La caldera u olla en que cocina, la taza de loza ordinaria en la que come, su cuchillo, sus espuelas, el freno, el poncho que lo cubre, todos son efectos llevados de Inglaterra». Argentina recibía de Inglaterra hasta las piedras de las veredas.
Aproximadamente por la misma época, James Watson Webb, embajador de los Estados Unidos en Río de Janeiro, relataba: «En todas las haciendas del Brasil, los amos y sus esclavos se visten con manufacturas de trabajo libre, y nueve décimos de ellas son inglesas. Inglaterra suministra todo el capital necesario para las mejoras internas de Brasil y fabrica todos los utensilios de uso corriente, desde la azada para arriba, y casi todos los artículos ingleses de vidrio, hierro y madera son tan corrientes como los paños de lana y los tejidos de algodón. Gran Bretaña suministra a Brasil sus barcos de vapor y de vela, le hace el empedrado y le arregla las calles, ilumina con gas las ciudades, le construye las vías férreas, le explota las minas, es su banquero, le levanta las líneas telegráficas, le transporta el correo, le construye los muebles, motores, vagones…». La euforia de la libre importación enloquecía a los mercaderes de los puertos; en aquellos años, Brasil recibía también ataúdes ya forrados y listos para el alojamiento de los difuntos, sillas de montar, candelabros de cristal, cacerolas y patines para hielo, de uso más bien improbable en las ardientes costas del trópico; también billeteras, aunque no existía en Brasil el papel moneda, y una cantidad inexplicable de instrumentos de matemáticas. El Tratado de Comercio y Navegación firmado en 1810 gravaba la importación de los productos ingleses con una tarifa menor que la que se aplicaba a los productos portugueses, y su texto había sido tan atropelladamente traducido del idioma inglés que la palabra policy, por ejemplo, pasó a significar, en portugués, policía en lugar de política. Los ingleses gozaban en Brasil de un derecho de justicia nacional: Brasil era «un miembro no oficial del imperio económico de Gran Bretaña».
A mediados de siglo, un viajero sueco llegó a Valparaíso y fue testigo del derroche y la ostentación que la libertad de comercio estimulaba en Chile: «La única forma de elevarse es someterse -escribió- a los dictámenes de las revistas de modas de París, a la levita negra y a todos los accesorios que corresponden… La señora se compra un elegante sombrero, que la hace sentirse consumadamente parisiense, mientras el marido se coloca un tieso y alto corbatón y se siente en el pináculo de la cultura europea». Tres o cuatro casas inglesas se habían apoderado del mercado de cobre chileno, y manejaban los precios según los intereses de las fundiciones de Swansea. Liverpool y Vardiff. El Cónsul General de Inglaterra informaba a su gobierno, en 1838, acerca del «prodigioso incremento» de las ventas de cobre, que se exportaba «principalmente, si no por completo, en barcos británicos o por cuenta de británicos».
Los comerciantes ingleses monopolizaban el comercio en Santiago y Valparaíso, y Chile era el segundo mercado latinoamericano, en orden de importancia, para los productos británicos.
Los grandes puertos de América Latina, escalas de tránsito de las riquezas extraídas del suelo y del subsuelo con destino a los lejanos centros de poder, se consolidaban como instrumentos de conquista y dominación contra los países a los que pertenecían, y eran los verdaderos por donde se dilapidaba la renta nacional. Los puertos y las capitales querían parecerse a París o a Londres, y a la retaguardia tenían el desierto.
Proteccionismo y librecambio en América Latina: el breve vuelo de Lucas Alamán
La expansión de los mercados latinoamericanos aceleraba la acumulación de capitales en los viveros de la industria británica. Hacía ya tiempo que el Atlántico se había convertido en el eje del comercio mundial, y los ingleses habían sabido aprovechar la ubicación de su isla, llena de puertos, a medio camino del Báltico y del Mediterráneo y apuntando a las costas de América. Inglaterra organizaba un sistema universal y se convertía en la prodigiosa fábrica abastecedora del planeta: del mundo entero provenían las materias primas y sobre el mundo entero provenían las materias primas y sobre el mundo entero se derramaban las mercancías elaboradas. El Imperio contaba con el puerto más grande y el más poderoso aparato financiero de su tiempo; tenía el más alto nivel de especialización comercial, disponía del monopolio mundial de los seguros y los fletes, y dominaba el mercado internacional del oro. Friederich List, padre de la unión aduanera alemana, había advertido que el libre comercio era el principal producto de exportación de Gran Bretaña [48]. Nada enfurecía a los ingleses tanto como el proteccionismo aduanero y a veces lo hacían saber en un lenguaje de sangre y fuego, como en la Guerra del Opio contra China, pero la libre competencia en los mercados se convirtió en una verdad revelada para Inglaterra, sólo a partir del momento en que estuvo segura de que era la más fuerte, y después de haber desarrollado su propia industria textil al abrigo de la legislación proteccionista más severa de Europa. En los difíciles comienzos, cuando todavía la industria británica corría con desventaja, el ciudadano inglés al que se sorprendía exportando lana cruda, sin elaborar, era condenado a perder la mano derecha, y si reincidía, lo ahorcaban: estaba prohibido enterrar un cadáver sin que antes el párroco del lugar certificara que el sudario provenía de una fábrica nacional.
«Todos los fenómenos destructores suscitados por la libre concurrencia en el interior de un país -advirtió Marx- se reproducen en proporciones más gigantescas en el mercado mundial» [49]. El ingreso de América Latina en la órbita británica, de la que sólo saldría para incorporarse a la órbita norteamericana, se dio en el marco de este cuadro general, y en él se consolidó la dependencia de los independientes países nuevos. La libre circulación de mercadería y la transferencia de capitales tuvieron consecuencias dramáticas.
En México, Vicente Guerrero llegó al poder, en 1829, «a hombros de la desesperación artesana, insuflada por el gran demagogo Lorenzo Zavala, que arrojó sobre las tiendas repletas de mercancías inglesas del Parián a una turba hambrienta y desesperada». Poco duró Guerrero en el poder, y cayó en medio de la indiferencia de los trabajadores, porque no quiso o no pudo poner un dique a la importación de las mercancías europeas «por cuya abundancia -dice Chávez Orozco- gemían en el desempleo las masas artesanas de las ciudades que antes de la independencia, sobre todo en los períodos bélicos de Europa, vivían con cierta holgura». La industria mexicana había carecido de capitales, mano de obra suficiente y técnicas modernas; no había tenido una organización adecuada, ni vías de comunicación y medios de transporte para llegar a los mercados y a las fuentes de abastecimiento. «Lo único que probablemente le sobró – dice Alfonso Aguilar- fueron interferencias, restricciones, y trabas de todo orden». Pese a ello, como observara Humboldt, la industria había despertado en los momentos de estancamiento del comercio exterior, cuando se interrumpían o se dificultaban las comunicaciones marítimas, y había empezado a fabricar acero y a hacer uso del hierro y el mercurio. El liberalismo que la independencia trajo consigo agregaba perlas a la corona británica y paralizaba los obrajes textiles y metalúrgicos de México, Puebla y Guadalajara.