Литмир - Электронная Библиотека
Содержание  
A
A

Había que sacarlas de contrabando, porque Brasil castigaba severamente la evasión de semillas, y no era fácil; las autoridades revisaban, con pelos y señales, los barcos. Entonces, como por encanto, un buque de la Inman Line se internó dos mil kilómetros más de lo habitual hacia el interior de Brasil.

Al regreso, Henry Wickham aparecía entre sus tripulantes. Había elegido las mejores semillas, después de poner los frutos a secar en una aldea indígena, y las traía dentro de un camarote clausurado, envueltas en hojas de plátano y suspendidas por cuerdas en el aire para que no las alcanzaran las ratas a bordo. Todo el resto del barco iba vacío. En Belém do Pará, frente a la desembocadura del río, Wickham invitó a las autoridades aun gran banquete. El inglés tenía fama de chiflado; se sabía en toda la Amazonia que coleccionaba orquídeas. Explicó que llevaba, por encargo del rey de Inglaterra, una serie de bulbos de orquídeas raras para el jardín de Kew. Como eran plantas muy delicadas, explicó, las tenía en un gabinete herméticamente cerrado, a una temperatura especial: si lo abría, se arruinaban las flores. Así, las semillas llegaron, intactas, a los muelles de Liverpool. Cuarenta años más tarde, los ingleses invadían el mercado mundial con el caucho malayo. Las plantaciones asiáticas, racionalmente organizada a partir de los brotes verdes de Kew, desbancaron sin dificultad la producción extractiva de Brasil.

La prosperidad amazónica se hizo humo. La selva volvió a cerrarse sobre sí misma. Los cazadores de fortunas emigraron hacia otras comarcas; el lujoso campamento de desintegró. Quedaron, sí, sobreviviendo como podían, los trabajadores, que habían sido acarreados desde muy lejos para ser puestos al servicio de la aventura ajena. Ajena, incluso, para el propio Brasil, que no había hecho otra cosa que responder a los cantos de sirena de la demanda mundial de materia prima, pero sin participar en lo más mínimo del verdadero negocio del caucho: la financiación, la comercialización, la industrialización, la distribución. Y la sirena se quedó muda. Hasta que, durante la segunda guerra mundial, el caucho de la Amazonia brasileña cobró un nuevo empuje transitorio. Los japoneses habían ocupado la malasia y las potencias aliadas necesitaban desesperadamente abastecerse de goma… también la selva peruana fue sacudida, en aquellos años cuarenta, por las urgencias del caucho. En Brasil la llamada «batalla del caucho» movilizó nuevamente a los campesinos del nordeste. Según una denuncia formulada en el Congreso cuando la «batalla» terminó, esta vez fueron cincuenta mil los muertos que, derrotados por las pestes y el hambre, quedaron pudriéndose entre los seringales.

Los plantadores de cacao encendían sus cigarros con billetes de quinientos mil reis.

Venezuela se identificó con el cacao, planta originaria de América, durante largo tiempo. «Los venezolanos habíamos sido hechos para vender cacao y distribuir, en nuestro suelo, las baratijas del exterior», dice Rangel [24]. Los oligarcas del cacao, más los usureros y los comerciantes, integraban «una Santísima Trinidad del atraso». Junto con el cacao, formando parte de su cortejo, coexistían la ganadería de los llanos, el añil, el azúcar, el tabaco y también algunas minas; pero Gran Cacao fue el nombre con el que el pueblo bautizó, acertadamente, a la oligarquía esclavista de Caracas. A costa del trabajo de los negros, esta oligarquía se enriqueció abasteciendo de cacao a la oligarquía minera de México y a la metrópoli española. Desde 1873, se inauguró en Venezuela una edad del café; el café exigía, como el cacao, tierras de vertientes o valles cálidos. Pese a la irrupción del intruso, el cacao continuó, de todos modos, su expansión, invadiendo los suelos húmedos de Carúpano. Venezuela siguió siendo agrícola, condenada al calvario de las caídas cíclicas de los precios del café y del cacao; ambos productos surtían los capitales que hacían posible la vida parasitaria, puro despilfarro, de sus dueños, sus mercaderes y sus prestamistas. Hasta que, en 1922, el país se convirtió de súbito en un manantial de petróleo. A partir de entonces, el petróleo dominó la vida del país. La explosión de la nueva fortuna vino a dar la razón, con más de cuatro siglos de atraso, a las expectativas de los descubridores españoles: buscando sin suerte al príncipe que se bañaba en oro, habían llegado a la locura de confundir una aldehuela de Marcaibo con Venecia, espejismo al que Venezuela debe su nombre; y Colón había creído que en el golfo de Paria nacía el Paraíso Terrenal.

En las últimas décadas del siglo XIX se desató la glotonería de los europeos y los norteamericanos por el chocolate. El progreso de la industria dio un gran impulso a las plantaciones de cacao en Brasil y estimuló la producción de las viejas plantaciones de Venezuela y Ecuador. En Brasil, el cacao hizo su ingreso impetuoso en el escenario económico al mismo tiempo que el caucho y, como el caucho, dio trabajo a los campesinos del nordeste. La ciudad del Salvador, en la Bahía de Todos los Santos, había sido una de las más importantes ciudades de América, como capital de Brasil y del azúcar, y resucitó entonces como capital del cacao. Al sur de Bahía, desde el Recôncavo hasta el estado del Espíritu Santo, entre las tierras bajas del litoral y la cadena montañosa de la costa, los latifundios continúan proporcionando, en nuestros días, la materia prima de buena parte del chocolate que se consume en el mundo. Al igual que la caña de azúcar, el cacao trajo consigo el monocultivo y la quema de bosques, la dictadura de la cotización internacional y la penuria sin tregua de los trabajadores. Los propietarios de las plantaciones, que viven en las playas de Río de Janeiro y son más comerciantes que agricultores, prohíben que se destine una sola pulgada de tierra a otros cultivos. Sus administradores suelen pagar los salarios en especies, charque, harina, frijoles; cuando los pagan en dinero, el campesino recibe por un día entero de trabajo un jornal que equivale al precio de un litro de cerveza y debe trabajar un día y medio para poder comprar una lata de leche en polvo.

Brasil disfrutó un buen tiempo de los favores del mercado internacional. No obstante, desde el pique encontró en África serios competidores. Hacia la década del veinte, ya Ghana había conquistado el primer lugar: los ingleses habían desarrollado la plantación de cacao en gran escala, con métodos modernos, en este país que por entonces era colonia y se llamaba Costa de Oro. Brasil cayó al segundo lugar, y años más tarde al tercero, como proveedor mundial de cacao. Pero hubo más de un período en que nadie hubiera podido creer que un destino mediocre aguardaba a las tierras fértiles del sur de Bahía. Invictos todo a lo largo de la época colonial, los suelos multiplicaban los frutos: los peones partían las bayas a golpes de facón, juntaban los granos, los cargaban en los carros para que los burros los condujeran hasta las artesas, y se hacía preciso talar cada vez más bosques, abrir nuevos claros, conquistar nuevas tierras a filo de machete y tiros de fusil. Nada sabían los peones de precios ni de mercados. Ni siquiera sabían quién gobernaba Brasil: hasta no hace muchos años todavía se encontraban trabajadores de las fazendas convencidos de que don Pedro II, el emperador, continuaba en el trono. Los amos del caos se restregaban las manos: ellos sí sabían, o creían que sabían. El consumo de cacao aumentaba y con él aumentaban las cotizaciones y las ganancias. El puerto de Ilhéus, por donde se embarcaba casi todo el cacao, se llamaba «la Reina del sur», y aunque hoy languidece, allí han quedado los sólidos palacetes que los fazendeiros amueblaron con fastuoso y pésimo gusto. Jorge Amado escribió varias novelas sobre el tema. Así recrea una etapa de alza de precios: «Ilhéus y la zona del cacao nadaron en oro, se bañaron en champaña, durmieron con francesas llegadas de Río de Janeiro. En «Trianón», el más chic de los cabarets de la ciudad, el coronel Maneca Dantas encendía cigarros con billetes de quinientos mil reis, repitiendo el gesto de todos los fazendeiros ricos del país en las alzas anteriores del café, del caucho, del algodón y del azúcar [25]». Con el alza de precios, la producción aumentada; luego los precios bajaban. La inestabilidad se hizo cada vez más estrepitosa y las tierras fueron cambiando de dueño. Empezó el tiempo de los «millonarios mendigos»: los pioneros de las plantaciones cedían su sitio a los exportadores, que se apoderaban, ejecutando deudas, de las tierras.

вернуться

[24] A principios de siglo, las montañas con bosques de caucho también habían ofrecido a Perú las promesas de un nuevo Eldorado. Francisco García Calderón escribía en El Perú contemporáneo, hacia 1908, que el caucho era la gran riqueza del porvenir. En su novela La casa verde (Barcelona, 1966), Mario Vargas Llosa reconstruye la atmósfera febril en Iquitos y en la selva donde los aventureros despojaban a los indios y se despojaban entre sí. La naturaleza se vengaba; disponía de la lepra y otras armas

вернуться

[25] El título de “coronel” se otorga en Brasil, con facilidad, a los latifundistas tradicionales y, por extensión, a todas las personas importantes. El párrafo proviene de la novela de Jorge Amado, Sao Jorge dos Ilhéus (Montevideo, 1946). Mientras tanto, “ni los chicos tocaban los frutos del cacao. Sentían miedo de aquellos cocos amarillos, de carozos dulces, que los tenían presos a esa vida de frutos de jaca y carne seca”. Porque, en el fondo, “el cacao era el gran señor a quien hasta el coronel temía” (Jorge Amado, Cacao, Buenos Aires, 1935). En otra novela, Gabriela, clavo y canela, Buenos Aires, 1969, un personaje habla de Ilhéus en 1925, alzando un dedo categórico: “No existe en la actualidad, en el norte del país, una ciudad de progreso más rápido”. Actualmente, Ilhéus no es ni la sombra.

27
{"b":"104301","o":1}