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Mis hermanas se repartieron cada una en sus coches con sus respectivos niños y a nosotros nos tocó ir en el coche de Julián, que no debe de haber oído hablar de cosas como la ecología o el desarrollo sostenible y que piensa que para qué va a viajar su familia en un coche cuando tienen dos. Conste que no ha traído el coche por mí, que a una lo mismo le daba volverse en tren, y de hecho él ha realizado el camino de ida a Alicante solo mientras nosotros lo hicimos con mi padre y Vicente, pero es que Julián dice que no le gusta viajar con los niños en el coche y por eso se los deja a Asun, aunque a veces pienso que lo que no le gusta es ese mareante deje a L'Air du temps, el aura a edulcorado paraíso que te inunda la nariz en cuanto pones un pie en el coche de su señora. Lo que no entiendo es por qué, si no quiere viajar con sus propios hijos, accede a viajar con un bebé, pero tampoco estoy yo como para preguntar mucho, porque yo sólo quiero subirme en el coche y largarme de una vez. Así que ahí estoy, plegando tu carrito para introducirlo en el maletero del flamante Mercedes (un maletero amplísimo, de esos que hacen pensar en películas de mañosos en las que el cuerpo del chivato recién ajusticiado viaja en el portaequipajes del coche de un Estado a otro), cuando se acerca mi hermano Vicente, purito en mano, como siempre y, a modo de despedida, intenta plantarme los dos besos de rigor. El olor a tabaco negro me asquea. No tengo ni ganas de besarle ni motivos para hacerlo. Y aparto la cara.

Y en ese momento mi hermano se vuelve loco.

O quizá, como decía Manolo, siempre lo estuvo, pero el caso es que ahora lo demuestra, porque se le va completamente la cabeza y empieza a gritar como un poseso.

– ¿Pero tú quién te crees que eres? ¡Egocéntrica de los cojones! ¡Bastante jodida está esta familia para que vengas tú a joderla más! ¡Ya estamos hartos de ti y de tus numeritos histéricos! ¡Tú estás loca y siempre lo has estado!

Ni mi padre, ni mi compañero, ni mi cuñado, que han presenciado la escena, intervienen, y ante esa pasividad todo mi desasistido yo se repliega al interior de una única y absoluta sensación enferma de fatalidad inminente, y me quedo allí, contemplando a mi hermano con fascinado horror, plantada como una palmera más en una calle cualquiera de Alicante, frente a un maletero tan amplio como un armario, con un carrito de bebé a medio doblar en la mano. Mi hermano trepa a su coche y se planta en el asiento del conductor. Mi padre, sin decir palabra, se sienta a su lado. El coche arranca y desaparece por la avenida y Eugenia, desde el asiento de atrás, me dice adiós con la mano. Yo me miro las mías y noto que estoy temblando como un animal aterrorizado, con la misma violencia histérica con la que tiembla el perro cuando escucha truenos y se esconde bajo la mesa.

Recuerdo aquella terapia de grupo a la que asistí, la misma historia repetida en boca de tantas mujeres diferentes. Cómo había aprendido que si yo soportaba los gritos y las humillaciones era porque estaba entrenada para ello, porque aquél era el trato que había recibido toda la vida, porque había aceptado desde pequeña el papel de víctima. Mi hermano había seguido un patrón de libro, de manual de asistente social: primero se busca una falta que no existe, luego se ataca a la persona en razón de esa falta recurriendo al grito, a la humillación y al insulto y sin dejar posibilidad de réplica. Y si la atacada intentara defenderse se la desautoriza llamándola loca o mala persona. Y todo eso lo había aprendido de mi padre, que solía hacer lo mismo en aquellos tiempos en los que discutía con mi madre constantemente, cuando se empeñaba en repetir a todas horas aquello del favor que le hizo al casarse con ella y daba a entender -pero cómo podía saberlo yo por aquel entonces- que en el tiempo en que él la conoció ya era ella mercancía usada, de saldo, que se le había pasado el arroz y que sólo un viudo viejo podía querer llevársela; cuando decía lo del favor que le hizo al traerla a Madrid refiriéndose, me temo, a que la había apartado de las habladurías y los chismorreos; cuando vivía devorado por el monstruo de ojos verdes, los celos que sentía de Miguel, de un Miguel que seguía, efectivamente, enamorado de ella, de un Miguel que, según me confesó Reme con voz trémula en el velatorio de Alicante, ahora podría estar por fin bien a gusto, teniéndola cerca en el cielo, si es que el cielo existe, a su lado tal vez ya que siempre la había querido cerca aunque no pudiera tenerla, y por eso, por su ausencia, acabó matándose cuando mis padres se marcharon a vivir a la capital, porque ya nada tenía sentido para él si al menos no podía verla cada día.

Y es ahora, que sé todo esto, cuando me doy cuenta de que probablemente la bruja Juli siempre tuvo razón, de que mi padre estuvo más enamorado de mi madre que ella de él. Pero ¿se puede llamar amor a un sentimiento que le lleva a uno a destruir el objeto presuntamente amado?, ¿tenía razón Wilde cuando dijo aquello de que todo hombre acaba por matar a lo que ama? Me da vueltas la cabeza, no estoy en situación de desenmarañar este lío y a fin de cuentas aquélla era su historia, no la mía, por mucho que yo naciera a consecuencia de ella, y sé que nunca la conoceré del todo, que no entenderé sus mecanismos o resortes y no tiene sentido que me empeñe en descifrar un misterio que a mí no me pertenece.

Subí al coche en estado de shock. Tu padre y tu tío seguían sin decir nada. Nadie allí decía nada. Yo lloraba y quería dejar de llorar, pero no podía reprimir el torrente de sal picante de las lágrimas. Estuve sollozando durante kilómetros y horas. Quería parar, pero no podía: el miedo era como un motor enloquecido que, una vez puesto en marcha, no había forma de aplacar. Y todo ese tiempo no hacía más que pensar en cómo me iba a suicidan Fantaseaba con escribir un testamento en el que dejaría muy claro que mi hija -tú- debía mantener el mínimo contacto o ninguno con mi familia, para después inyectarme una sobredosis letal de heroína de forma que todo pareciera un accidente y no un suicidio. Te parecerá una fantasía infantil, Amanda, y cuando leas esta carta pensarás que tu madre estaba loca. Y lo estaba. Loca de atar, ida, completamente enajenada. A tu madre la estaba consumiendo una frustración infantil que le impedía distanciarse de los problemas de los otros y era incapaz de decirse a sí misma que podía vivir sin necesidad de la aprobación o el cariño de quienes no estuvieran en condiciones de dárselo, consumida por su propia obsesión narcisista, por esa manía de verse sólo reflejada en los ojos ajenos, de no saber explicarse a sí misma de otra manera que a través de las palabras de los demás y magnificando por ello situaciones que habría podido manejar sin esfuerzo de no estar empeñada en exagerar su importancia. Yo espero que cuando leas esta carta, si en algún futuro lejano llegas a leerla, hayas cumplido los veinticinco años, y sería muy feliz si no llegaras a entenderme, porque eso significaría que nunca habrás pasado por un momento parecido y, por ende, que algo habré hecho bien en la vida, que habré criado a una mujer con autoestima, entera, segura, a una mujer que no sea como yo, pero soy perfectamente consciente de lo peligroso que resulta proyectar en los hijos nuestras carencias y esperar que ellos consigan los triunfos que nosotros no fuimos capaces de alcanzar. Ojalá, Amanda, no heredes de tu madre este carácter depresivo y esta incapacidad para establecer distancia. Ojalá, Amanda, tú seas una mujer de acción y no de sentimiento, porque el que siente no avanza, se queda paralizado como yo en medio de una calle con un carrito de bebé en la mano a medio doblar, en medio de la vida, sin atreverse a avanzar, porque el mundo, Amanda, es patrimonio de quien impone su voluntad a sus emociones, porque la vida es una guerra y cada día una batalla. No debe uno quedarse quieto nunca, y mucho menos retroceder ni para tomar impulso. Espero que cuando leas esto, si lo lees, no simpatices con tu madre, no la entiendas, no la apoyes, espero que me odies cuando sepas que fantaseé con matarme y dejarte sola y sin mi apoyo, espero que de ninguna manera puedas comprender por qué cuando una se sume en un estado depresivo grave lo que al día siguiente encontraremos ridículo no nos lo parece en ese momento y sí se muestra, en cambio, como una solución justísima y de una claridad meridiana, espero que no comprendas un razonamiento que machaca en la cabeza diciendo así: «Es verdad, soy una inútil, y nunca voy a poder hacer nada bien jamás, y ya estoy tocada para siempre, porque vengo de una familia de locos y eso nunca se supera, y lo único que voy a conseguir en mi vida es hundirle la existencia a mi hija y a todo el que se acerque, y lo mejor es que acabe con esto de una vez de la manera más rápida posible.»

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