Pues eso, yo tecleo y tú cantas, el ruido de mi teclado acompaña al de tus trinos y ahora hay una música de fondo en la casa que parece jazz experimental, y en todo este tiempo nos hemos acostumbrado la una a la otra, y has estado escuchando este constante teclear que nos da de comer a ti y a mí. Pero este ruido sincopado, esta extraña percusión que acompaña a tus canciones, nada tuvo que ver con esta carta, porque durante dos meses no te he escrito, y eso que si alguna vez hubo una musa interesante, ésa has sido tú, la más linda, la más dulce, la más inspiradora de todas. Pero yo no he podido dedicarte mis palabras, porque la carta que empecé para ti acabó demasiado ligada a la muerte de mi madre. Y ya no podía volver a eso.
Yo había oído hablar cien mil veces del bloqueo del escritor y del miedo al folio en blanco y de todas esas cosas, pero nunca las había sentido. Las novelas que en su día redacté, ésas que duermen en el cajón el sueño de las nunca requeridas, surgían como manantiales casi sin esfuerzo. Yo llegaba cada noche y me sentaba frente al teclado y seguía un plan organizado, el esquema que había diseñado previamente y que después había pinchado en un tablero frente al escritorio. Me imponía un plan estajanovista, de seis a diez páginas diarias, plan que cumplía puntualmente, y luego las corregía una y otra vez hasta que las consideraba perfectas y las enviaba a los editores, que no las consideraban perfectas en absoluto y ni siquiera publicables. Tanto esfuerzo para nada.
El proceso de redacción de Enganchadas siguió esa misma tónica, esa obsesión por cumplir plazos que caracterizaba a mi trabajo. Elegía los sitios, los centros de desintoxicación, los de expedición de metadona, los de reunión de alcohólicos anónimos o de terapias de grupo, las cárceles. Llamaba, concertaba entrevistas con los directores, hablaba con ellos. Encontraba mujeres dispuestas a confesarse conmigo, a vaciar frente a una grabadora sus corazones o sus estómagos o sus hígados destrozados o las cuatro neuronas que aún les quedaban sanas, que no se había llevado por delante la coca o el alcohol o las pastillas o el jaco. Acumulaba cintas rebosantes de historias. Las clasificaba. Las transcribía. Y después organizaba lo que el papel había recibido y dotaba a la narración de un tono dramático, de una estructura coherente, con su principio, su nudo y desenlace, de una razón de ser, de un algo trascendente que hacía de una yonqui de barrio una heroína. Y todo ese proceso de hormiguita, ese acumular y clasificar y transformar, lo llevaba a cabo sin prisa pero sin pausa, sin bloqueos ni miedos. Era lo que tenía que hacer, y lo hacía. Nunca me quedé quieta frente al teclado, no se me pasaron los minutos haciendo cualquier cosa excepto escribir, no perdí tiempo navegando por la red en busca de estupideces que de nada me servían (páginas de satanistas, galerías virtuales, arte en la red…) para huir de la exigencia de acabar el trabajo.
Pero Enganchadas no hablaba de mí pese a que yo fuera una de tantas enganchadas al alcohol y a la propia angustia. No hablaba de mí porque nunca puse toda la carne en el asador, porque tomé distancia y no me comprometí jamás, porque no tuve el valor de ponerme a mí misma en los folios y escribir de cuánto bebía o de algo mucho más importante: de por qué bebía. Y por eso, porque me negué todo el rato, no sufrí bloqueo alguno. Porque el bloqueo es el aviso de que uno se acerca a lo que no quiere ver. Para no hablar de mí, hablé de otras, y así nunca tuve que reconocer que yo también estaba enganchada. Si Enganchadas fue un éxito era porque yo conocía el tema bien a fondo aunque no contase mi experiencia, porque escribía desde la verdad, hablaba de mí sin saber siquiera que lo estaba haciendo, desde el momento en que yo vivía la misma dependencia que mis entrevistadas aunque yo, la entrevistadora, viera la paja en el ojo ajeno y de ningún modo la viga en el propio.
Y por eso eran tan malas mis novelas y ningún editor las quería. Porque nunca hablaban de mí. Porque no eran sino experimentos metaliterarios en los que se reinterpretaban historias que ya se habían contado muchas veces. Porque nacían de mi cobardía, de mi vanidad, de mi pedantería.
Pero todo cambió cuando llegó la hora de acabar esta carta. Y mi famosa consigna de concluir lo empezado se fue al carajo.
Cuando pensaba en que tenía que recapitular y poner un punto final -tenía que hacerlo por mucho que nadie me obligase, por mucho que fuese sólo una tarea que me había autoimpuesto- un cansancio infinito me acometía, y entonces me iba a la cama y te llevaba conmigo, te colocaba a mi lado, te rodeaba de almohadas para evitar una posible caída mientras yo durmiera, y me quedaba inmóvil con tu puño amarrado a uno de mis rizos mientras tú cantabas bajito, porque de alguna manera entendías y entiendes, no sé por qué, que cuando tu madre duerme hay que bajar la voz, pero que no molestas si gritas cuando escribo.
Ese bloqueo, ese pavor al folio en blanco, no era sino un terror a lo que el folio pudiera revelar una vez impreso, cuando el mecanismo catártico de la escritura descubriera lo que no se dice, escarbando en el fondo del subconsciente y traduciendo a palabras imágenes, símbolos, sueños y fantasías; tantas cosas que no encontraban un correlato en la vida real, que sólo aparecían por las noches, pero que a veces se entreveían en vigilia, jirones de historias rescatadas de los confines del sueño que se han quedado adheridos a una mientras ascendía desde el subsuelo del letargo hacia la vida que hemos convenido en llamar real. He tenido miedo todo este tiempo de enfrentarme a mi propio dolor porque no me ha quedado otro remedio que almacenarlo muy dentro, en un recipiente sellado, casi diría encapsulado, porque no podía ponerme a llorar, no podía paralizar el ritmo de la vida, las facturas que reclaman su pago, la nena -tú- que quiere atención y mimos y biberones y cambio de pañales, los encargos que urgen en su entrega, el perro que necesita sus tres paseos diarios, los paquetes que hay que llevar y recoger de correos, todas esas rutinas diarias que no se pueden ir acumulando, problemas que hay que solucionar cuando se presentan y no después.
Hubiera querido vestirme de negro -cierto es que lo hice al principio- y después encerrarme en casa y llorar, arrastrar mi duelo como hacían las damas antiguas y no salir excepto para ir a misa. Hubiera querido que todos entendieran que no podía levantarme del lecho del dolor. Pero eso se hacía en un tiempo en el que no había ni fax ni teléfono ni recibos por pagar ni plazos de hipotecas ni oficinas postales ni insidiosos aparatitos móviles con llamadas urgentes de editoras de revistas reclamando una colaboración, un tiempo en el que durante cada mes hay que ganar el dinero que una tiene que tener dispuesto a día uno del siguiente. Pero es que además de la vida que seguía su curso, indiferente a la muerte de mi madre, había otra razón para seguir activa, y era el miedo que yo tenía a dejarme llevar por el dolor. Pensaba y pienso que si me permitía sentirlo, aunque sólo fuera un poco, se extendería enseguida como una mancha de aceite, o como un cáncer, devorador, ineludible, y antes de que pudiera darme cuenta me habría vencido y ya no sabría librarme de él.
Siempre he tenido miedo a sufrir, y he preferido por ello no sentir. Por eso nunca me he embarcado en relaciones con futuro, por eso las elegía con su fecha de caducidad ya impresa, historias con hombres egoístas o alcohólicos o narcisos o inmaduros, romances turbulentos pero nunca muy profundos en los que no llegaba a comprometerme del todo, pasiones cuyo final podía preverse desde el mismo principio, final que yo de alguna manera ya presumía al empezarlas, aunque ante nadie, ni siquiera ante mí misma, lo habría reconocido. No fue casual que tu padre fuera el único de entre todos mis amantes que no bebía y que se preocupaba de algo más que de su ombligo. Porque en algún momento decidí sentir, y abandoné por tanto el alcohol, mi anestésico de confianza, y algún óvulo que navegaba en el légamo de mis entrañas tiró de mí con tanta fuerza como para incitarme a iniciar una historia ineludible, un lazo que no se podía romper de la noche a la mañana, una apuesta que exigía un compromiso sólido y firme y que requería también de un colaborador para iniciarla, un hombre que pudiera ser padre, y un padre que no estuviera mal de la cabeza, o no del todo.